El juego de los pringados
'El juego del calamar' no va a mejorar tu coeficiente intelectual, pero la serie coreana atrapa y nadie se puede escapar de sus garras
9 octubre, 2021 00:00La serie de Netflix El juego del calamar lo está petando en todo el mundo. Ya solo por eso, uno, que es de natural señorito, arrugó la nariz y consideró seriamente la posibilidad de no verla jamás. Pero ya se sabe que, como dice el refrán, la curiosidad mató al gato. Así que ahí estaba yo hace unas noches, sentado en el sofá ante el televisor, dispuesto a tragarme un episodio de esa serie coreana (para cubrir el expediente) y ahorrarme los otros ocho capítulos porque soy tan listo que a mí no me la dan con queso (o con noodles). Resultado: me acabé zampando la serie de marras en tres noches y pasándomelo francamente bien con esa frikada mayúscula que es, además, una obra de autor, pues está creada, escrita y dirigida por un solo ser humano, Hwang Dong-hyuk, quien asegura haberse pasado diez años dándole vueltas a la cosa hasta tenerla vista para sentencia (ahora le acusan de haber plagiado una película japonesa, pero esas contrariedades son inevitables cuando acabas de ganar el premio gordo de lo que sea).
No he visto esa película japonesa de la que hablan, pero lo cierto es que El juego del calamar se inscribe en un subgénero cinematográfico asaz consolidado: las historias centradas en el abuso de poder de una persona o un colectivo privilegiados sobre algún o algunos parias de la tierra (pensemos, por poner un par de ejemplos, en el clásico de los años treinta The most dangerous game (El malvado Zaroff) o en Blanco humano, de John Woo, dos historias en las que unos ricachones desalmados se divertían cazando a un ser humano como si fuese un animal). En El juego del calamar, los maltratados son 456 ciudadanos surcoreanos unidos por la precariedad y las deudas: una pandilla de morosos y pringaos que se apuntan voluntariamente a un juego que se revela peligrosísimo, prácticamente suicida, para llevarse un premio en efectivo que les salve del abismo al que los ha conducido su mala cabeza. En un momento u otro, todos han recibido una tarjeta con un número de teléfono al que llamar si se apuntaban al sarao. Aunque nadie les dijo que se jugaban la vida, la verdad es que les daba lo mismo porque apenas si tenían una vida que preservar.
Atracción de feria
Destacan entre los jugadores el desastroso Seong Gi-hun (Lee Jung-jae), divorciado en el paro que vive con su madre y derrocha su escaso peculio en las carreras de caballos, su amigo de la infancia, Cho Sang-woo (Park Hae-soo), universitario metido en negocios turbios que salieron mal, una carterista de Corea del Norte llamada Wang Sae-byoek (HoYeon Jung) y un emigrante paquistaní que atiende por Alí Abdul (Anupam Tripathi). Juntos deberán enfrentarse a las versiones criminales de diferentes juegos infantiles que acabarán conduciendo al del calamar, que es el definitivo y sobre el que no puedo decir gran cosa. Todo ello transcurre en una isla misteriosa con unos equipamientos que son como los de los malos de las películas de James Bond, pero en versión mucho más delirante. Al frente de la tortura hay un tipo enmascarado al que secundan un montón de sicarios vestidos con monos rojos que se encargan de los cadáveres y de mantener la disciplina entre los supervivientes.
Y así, entre charadas idiotas (aunque letales) e ingeniosos quiebros de guion, van pasando tan ricamente las horas de este peculiar entretenimiento coreano con cierto tono de videojuego que ha cosechado un éxito mundial. ¿Quién está detrás del enmascarado y sus esbirros de rojo? ¿Qué pretenden esos VIPS que apuestan por uno u otro jugador y que son los únicos personajes de la serie que hablan en inglés? ¿Tiene este divertido escapismo pretensiones sociales? Me temo que, en realidad, da todo lo mismo: El juego del calamar es como una espectacular atracción de feria en la que te lo pasas muy bien, pero que olvidas tranquilamente nada más bajarte de ella y volver a tus cosas. De hecho, lo mejor de la propuesta es su tono chalado: las formas de grand guignol, las actuaciones exageradas (algunos actores, aunque coreanos, parecen provenir del kabuki japonés), el delirante diseño de producción, las intrigas secundarias de corte decimonónico…Todo es una gran burrada que no va a mejorar en nada tu coeficiente intelectual: te pasas toda la serie pensando que deberías estar viendo otra cosa, pero no hay quien te saque de ahí.
Y cuando llegue la segunda temporada --entre el final abierto y el exitazo mundial, llegará tarde o temprano--, ahí estarás, tirado en el sofá, dispuesto a tragártela para ver qué nuevas extravagancias se le han ocurrido al tal Hwang Dong-hyuk, del que, como el último premio Nobel de literatura, no habías oído hablar en tu vida.