Mizoguchi, caligrafía japonesa
Filmin incorpora a su catálogo ocho películas del director nipón, uno de los tres grandes clásicos de una cinematografía deslumbrante por su modernidad
2 julio, 2021 00:00Kenji Mizoguchi empezó a realizar películas cuando la industria del cine se establecía en Japón, pero no fue hasta la década de 1950, hacia el ocaso de su carrera, cuando los espectadores occidentales conocieron su trabajo. A pesar de que fue entonces cuando el cineasta facturó sus obras más canónicas, fruto de la depuración de una trayectoria constante y diversa, para entonces el público nipón consideraba de otra época sus películas. En Europa, por el contrario, estaban deslumbrados por su maestría en el arte cinematográfico, moderna, valiente y emocionante.
“¿Cómo hablar de Mizoguchi sin caer en una doble trampa: la del especialista o la del humanista?”, se preguntaba Jacques Rivette en 1958 desde las páginas de Cahiers du Cinéma en su celebrado artículo Mizoguchi vu d’ici, ante el reto de abordar un cine de clara raigambre japonesa desde los ojos de un occidental. Rivette no dudó en su momento: las películas de Mizoguchi hablan en el único idioma “al que un cineasta puede aspirar a fin de cuentas: el lenguaje de la puesta en escena”.
El director Kenji Mizoguchi
Entre 1922 y 1956 Mizoguchi realizó ochenta y seis películas, ocho de las cuales se acaban de incorporar al catálogo de Filmin: La señorita Oyu (1951); Los músicos de Gion (1953); La mujer crucificada (1954); Los amantes crucificados (1954); El intendente Sansho (1954); La emperatriz Yang Kwei-fei (1955); La calle de la vergüenza (1956); y Cuentos de la luna pálida (1953), su obra más reconocida, una de las favoritas de Martin Scorsese y que regresó hace apenas dos años a la gran pantalla de la mano de la distribuidora Capricci en una deslumbrante restauración a cargo de Kadokawa Corporation y The Film Foundation.
Ya ese estreno en salas, que vino acompañado de un ciclo retrospectivo en filmotecas, invitaba a regresar al más desconocido de los tres grandes maestros del cine japonés clásico, vértice de una tríada que retrató con sensibilidad dispar, desde sus posiciones e intereses, pasado y presente de un país tensionado entre la tradición más absoluta y la modernidad que se abría camino. Si, a grandes rasgos, Kurosawa, descendiente de una familia de samuráis, es el cineasta de la épica, y Ozu, el observador de las clases pequeñoburguesas ligadas a la modernización del país, los relatos de Mizoguchi, hijo de una familia caída en desgracia, se detienen en la tradición del kabuki y en los personajes más desfavorecidos, la población campesina y, con especial énfasis, las mujeres. Para Santos Zunzunegui, Mizoguchi “es un director curiosamente feminista antes de tiempo”. Keiko McDonald afirma: “La mujer en el centro de una película de Mizoguchi es una mujer con problemas. Su victoria, si es que la hay, llega por la vía de la derrota en un mundo en el que mandan los hombres y el dinero”.
Aunque no hay una respuesta concreta a la pregunta de cuál de los tres cineastas era más fiel a la tradición japonesa y en quién de ellos había permeado más la cultura occidental –hablar de una pura y única cultura japonesa es imposible–, como escribe Tadao Sato en Kenji Mizoguchi and the Art of Japanese Cinema, podría decirse que Mizoguchi está más cerca de esta últimaa línea al trasladar con vigor a la gran pantalla el kabuki y la danza tradicional japonesa, entre otras manifestaciones culturales de la cultura mercantil del Japón feudal.
La vida de Oharu, mujer galante (1952), Cuentos de la luna pálida, El intendente Sansho, Los amantes crucificados y El héroe sacrílego (1955) son los títulos más paradigmáticos de esta tradición renovada: películas que viajan al feudalismo de antaño para modelar tragedias sobre heroínas malogradas, filmadas con unos elegantes travellings que, con su característica cadencia, parece que quieran llegar a lo más profundo de la desgracia que ha marcado sus vidas. Sato sostiene una idea muy bella acerca de los celebrados planos.secuencia de Mizoguchi, que equipara a la caligrafía japonesa. En este arte, escribir es un gesto tan intenso y esencial como una bocanada de aire: se hace igual que se respira, y cada movimiento del pincel en el papel posee una energía propia. En Mizoguchi, el celuloide sería el lienzo y la cámara escribiría las palabras y los gestos de los intérpretes haciendo de la imagen, un poema.
Uwasa
A la delicadeza y meticulosidad formal de su cine, se le opone una personalidad temperamental. Poca duda cabe de que la historia personal del cineasta influyó en los temas de sus grandes obras, vertebradas a partir de conflictos morales provocados por hombres débiles o ilusos, cuyas consecuencias sufrieron estas mujeres abnegadas, pero fuertes, que compartían su viaje. El ejemplo de esos arquetipos lo tuvo bien cerca: Mizoguchi nació cuando el siglo XIX llegaba a su fin en el seno de una familia con dos o tres empresas, que mermó su condición social a causa de negocios fallidos del padre y, cuando murió su madre, su hermana fue vendida a una casa de geishas. Las mujeres de Gion (1936) y Los músicos de Gion parten, de hecho, de estampas similares. En la primera, una familia es testigo de la subasta de sus muebles y, ante la situación, el padre de familia huye para dejarse caer en los brazos de una amante. En la segunda, una joven se presenta en una casa de geishas para huir de un entorno familiar empobrecido.
Es probable que, por eso, sus historias aborden, tal vez con más intensidad que las de sus otros colegas de profesión, la dolorosa experiencia de las personas atrapadas en el proceso de modernización de la sociedad japonesa. Volver a Mizoguchi es regresar a la tragedia de unos personajes incapaces de modificar su destino, marcado desde la cuna, y asumir junto a ellos que el deseo, en el mundo de los oprimidos, es siempre una emoción traicionera. A pesar de la intensidad y profundidad de las vivencias de sus personajes, el director japonés jamás opta por el exhibicionismo o el subrayado, y su puesta en escena es un dispositivo de orfebrería, en el que la composición del encuadre, el movimiento de la cámara y el corte del montaje fluyen con una naturalidad pasmosa. “Mizoguchi fue pionero en la introducción del realismo moderno en el cine japonés”, indica Sato en relación con el estilo del director. “Sin embargo, debido a su gran talla y éxito” –continúa– “se discute si buscaba un realismo natural, o si trabajó desde una perspectiva de realismo crítico o desde una visión humanista”.
Si bien es cierto que el estilo de Mizoguchi floreció en obras vinculadas al género del shinpa –versión abreviada del término shinpageki–, o teatro de la nueva escuela, y suerte de dramas domésticos influidos, en parte, por los melodramas románticos occidentales, sus intenciones iban por otro lado. De la lucha contra la opresión de la mujer, quizá uno de los grandes temas de su trayectoria, a las simpatías hacia el marxismo, que descubrió durante sus años de estudiante, en su cine encontramos una miríada de intereses que convergen en un único denominador: retratar la injusticia desde el drama íntimo. Esa idea está meridianamente clara en El intendente Sansho, donde aborda el rígido sistema clasista de Japón y las condiciones laborales de los depauperados a partir de la historia de dos niños que, en algún momento del siglo XI, son vendidos como esclavos al Sansho del título tras ser asaltados cuando iban de regreso al hogar materno junto a su progenitora.
Adaptación del relato homónimo del médico y escritor Ogai Mori, uno de los padres de la literatura moderna japonesa, cuenta Yoshikata Yoda, guionista habitual de Mizoguchi, que, a excepción del prólogo, el resto es, en buena parte, de su invención: “El cuento de Mori era sumamente conciso, abstracto, y no desarrollaba detalles anecdóticos o descriptivos. Mi primer trabajo como adaptador fue parafrasear, detallar, concretar el contenido y dar al drama un cuadro histórico”. Cuentos de la luna pálida es el título más aclamado de Mizoguchi –entre otras razones, también gracias al canon Scorsese–, pero El intendente Sansho, su segunda obra más celebrada, condensa las inquietudes éticas y formales que el cineasta japonés fue desarrollando a lo largo de su trayectoria.
Amantes crucificados / KADOKAWA CORPORATION-CAPRICCI CINE
Mizoguchi fue también un pozo de contradicciones. En pleno fervor nacionalista, en el arranque de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, dirigió Los leales 47 Ronin (1941), versión de la leyenda del grupo de samuráis sin señor que acaba vengando el ultraje a su amo. Hoy puede verse esa película como una suerte de epopeya sin acción sobre la reorganización laboral de un grupo de trabajadores en el limbo del desempleo. “Su tono es tan contenido que subvierte sus intenciones propagandísticas”, decía Alexander Jacoby, mientras que para el portugués Luis Miguel Oliveira, “la elección de Mizoguchi fue controvertida: escoger una obra nacionalista y hacer una película marxista, intentar tratar de llegar a aquella historia, con el estigma de ser una historia fascista”. A pesar de las renovadas lecturas de la crítica, el tiempo no ha logrado limar esa polémica, una más de las “oscilaciones, ideológicas en este caso”, apuntaría Mirito Torreiro, en relación con el cineasta.
Sea como fuere, esa amplitud de lecturas solo hace que subrayar la riqueza de un cineasta que solo necesitó de su estilo fílmico para erigirse en una figura universal en la historia del cine. Con cada nueva oleada que recupera su trayectoria, surgen otras aproximaciones que permitirán otras interpretaciones y que, a su vez, resolverán y se enredarán con el enigma Mizoguchi. En todo caso, cabe alegrarse y celebrar que sus obras retornen y sacudan a los espectadores del siglo XXI para confirmar, de paso, la hermosa y acertada reflexión de Jean Douchet sobre Mizoguchi y, por extensión, sobre el arte cinematográfico: “Ciertamente, lo único que importa es la repercusión que las obras, que el arte, provocan en la conciencia de los seres humanos. Las obras de arte viven en y gracias a ella”.