La posguerra según J.A. Zunzunegui
'Letra Global' publica fragmentos de la novela 'El mundo sigue', de Juan Antonio Zunzunegui, reeditada por El Paseo Editorial y adaptada al cine por Fernán Gómez
16 abril, 2021 00:00Juan Antonio Zunzunegui (Portugalete, 1900; Madrid, 1982) es un novelista vasco, miembro de la Real Academia de la Lengua Española desde 1957, que escribió desde finales de los años veinte del siglo pasado hasta el inicio de la Transición una serie de novelas sobre la España de su época. Estudió Derecho en Madrid y Filosofía y Letras. Durante la Guerra Civil colaboró con la Delegación de Prensa y Propaganda y la Revista Vértice, donde firmaba artículos y críticas de teatro. Su obra narrativa se adscribe a la corriente del realismo social y transcurre entre Bilbao y Madrid, en cuyos ambientes desarrolla una literatura de tintes naturalistas –siguiendo la escuela francesa de Zola– con personajes obsesionados por el materialismo y marcados por un pesismismo vital muy de época, pero tamizado por ciertas dosis de humor. De entre sus libros destaca la novela El mundo sigue (1960), reeditada ahora por El Paseo Editorial, el sello que capitanea David González Romero, cuya trama fue adaptada en 1963 al cine por el actor y director Fernando Fernán Gómez, que definió a Zunzunegui, asimilado al régimen franquista, como "el escritor que mejor ha llevado a la narrativa el enorme fracaso político de la posguerra española".
La adaptación cinematográfica de Fernán Gómez está considerada por la crítica una de las obras esenciales del cine español, en buena medida debido a la calidad de la novela, que expresa el desasosiego y la tragedia de una sociedad –y en especial de sus personajes femeninos– marcada por la contienda civil y la presencia de la dictadura. La película inspirada por la novela sufrió la censura del régimen franquista y permaneció oculta para los espectadores hasta 2015, cuando fue reestrenada con su versión íntegra. El libro, muy dialogado, casi como una obra dramática, cuenta la historia de dos hermanas de una familia de extracción humilde que intentan sobrevivir en el ambiente lúgubre y asfixiante del sórdido Madrid de finales de los años 50. Zunzunegui, en su relato sobre los quebrantos de sus protagonistas, trata temas como el aborto, la prostitución, la ludopatía, la violencia sexual, el adulterio, la hipocresía matrimonial y religiosa o la desigualdad social. Letra Global ofrece, a modo de adelanto editorial, algunos fragmentos del libro.
EL MUNDO SIGUE
Al anochecer llegó Eloísa.
Venía desencajada y palidísima.
Solo entrar, le dijo a la madre:
—Sigue sin aparecer.
Llegaba con dos críos, uno de cada mano.
—¿Y Arturín?
—En la plaza, jugando.
—No le he visto al venir.
Soltó las manitas de los hijos y se sentó.
—No sé ya lo que hacer.
—Creo que ha llegado el momento de que te presentes a la policía y des parte.
—No me lo va a traer a la fuerza la poli, y si me lo trae a la fuerza yo no le quiero.
—Pues entonces, resígnate.
—¡Y estos hijos…!
Y se echó a llorar.
Los críos la miraron asustaditos y se acercaron a su regazo como huyendo de un peligro y como defendiéndola.
—Espera a ver lo que dice tu padre.
—¿Dónde anda?
—Estará abajo en la tasca. ¿Qué te han dicho en el trabajo?
—Que no saben nada… Que faltó sin avisar, pero que ya puede ir buscando otro café para cuando aparezca.
—Me huele que ese se ha escapao, por ahí, a ver algún partido de fútbol.
—Pero otras veces ha venido antes…, que con hoy lleva tres días que falta.
—Se habrá ido siguiendo a su equipo al extranjero.
—Pero si el ir fuera cuesta ahora muchísimo dinero.
—Habrá empeñado las propinas de todo el año.
—No sé lo que pensar, pero así no podemos seguir.
—Esto dices siempre que te falta o no te trae dinero…, pero luego…
—¿Y qué quieres que haga?
—Sí, la cosa es peliaguda.
—La carga de los hijos es la que me impide…
—Como si lo viera: ese mamón se ha ido por ahí a ver jugar al gol.
—Pero ¿con qué dinero?
—Cuando se tiene un vicio se satisface como sea…, luego será ella.
Se oyó llamar a alguien.
—Ahí está tu padre, a ver qué se le ocurre.
Entró Agapito y saludó.
—Hola, hija.
Escudriñó los rostros.
—¡Nada, eh…! Si te he visto no me acuerdo… Semejante pillastrón.
Elo se echó a llorar.
Al ver la actitud de la madre, los chiquillos la siguieron.
—Basta, que esto no se arregla con lágrimas. ¿Andarás sin un clavo? —le preguntó la madre.
—Hoy casi no hemos comido…, y anoche…
Se refugió en brazos de su madre, sollozando.
—Es que si lo cojo por mi cuenta al Faustino ese…, no respondo —se encorajinó el padre.
—Espera que vengan los hermanos y a ver entre todos lo que te podemos dar.
—Pero para vivir así…, de caridad…
—Y qué quieres; se sale adelante como se puede… —le calmó la madre—. Aga, escucha. —Le llevó aparte la mujer—. ¿No crees tú sería conveniente presentar una denuncia? Vamos, dar parte de su desaparición o algo así.
Agapito se rascó el colodrillo.
—Son con hoy tres días que falta de casa —le arguyó la mujer.
—¿Y por qué no esperar?, que si por un casual reapareciese esta noche o mañana, ¿qué necesidad tienes de dar tres cuartos al pregonero?
—Sí, vamos a esperar, que a mí me da vergüenza —se quejó la mujer.
En esto se dejó ver Rodolfo, el hermano.
Vestía de luto y llevaba un cuello duro redondo, como los que usan los curas protestantes. Había cursado dos años y medio la carrera de cura en el seminario de Cuenca.
Llegó a casa y le dijo a su madre:
—Qué pena, ya no tendrás un hijo sacerdote…, no me acompaña la salud y lo he tenido que abandonar.
—No te preocupes, prefiero un hijo burro, pero con buena salud, a un cura sabio y enfermo.
Al día siguiente se presentó en el Palacio Episcopal con una carta del director del seminario. Su ilustrísima le colocó como de criado de la casa.
Volvió con un traje negro que le proporcionó un familiar para que se lo arreglasen y amoldasen.
Todos los años le daban un traje de paño negro y varios cuellos, a los que la madre les sacaba brillo, y que siempre le estaban grandes. Rodolfo, como se llamaba el exseminarista, era de regular estatura, de ojos claros y hundidos y de una gran barbilla. El rostro estirado le daba un aire inexpresivo de calabacín.
De cuando en cuando, le suministraba a su madre algún dinero para los gastos de la casa.
—¿Es todo lo que te sueltan? La Iglesia, por lo visto, paga con oraciones —le mormojeaba la madre.
Rodolfo no oponía nada.
En la plaza los chavales del barrio se le acercaban para pedirle estampitas que repartía entre ellos muchas veces.
Ahora contempla la escena, mira a la hermana y le pregunta:
—¿Qué, sigue sin volver el perillán?
—Sí.
Era una especie de recadero porque se le veía a menudo por Madrid ir con una cartera de un lado a otro.
Un tufillo eclesiástico envolvía su geografía. Al hablar miraba siempre al suelo, nunca a las personas. Ofrecía una actitud sumisa y resignada. Jamás se quejaba por nada. Se paraba siempre en el umbral de la protesta más mínima.
—Tú, Rodolfo, que estás ahí como un visionario, a ver si entre todos hacemos algo por esta —le indicó, refiriéndose a la hermana.
—Llevo dedicando estos días mis oraciones por ella.
—No se trata de oraciones, se trata de… —improvisando con las yemas de los dedos un gesto dinerario.
—No es con dinero con lo que se ha de combatir el materialismo y la corrupción moderna, sino con austeridad y fervor.
—No te pido un sermón, te pido si tienes algo por ahí pa…
Hizo un gesto de mansa resignación al mismo tiempo que sacaba del bolsillo del pantalón, muy dobladito, un billete de cinco duros que le tendió a la hermana.
—Y que conste que no es este el camino de la regeneración.
—Por lo menos será el camino de que cenen los críos esta noche y puedan comer mañana —subrayó la madre.
El abuelo sacó una cartera sebosa llena de papeles y la ayudó compungido a la hija tendiéndole otro billete de veinticinco.
—A ver cómo te arreglas con esto hasta que…
En esto sonó un portazo.
«Ahí está el torbellino», pensó la madre.
Irrumpió Luisa. La pobre estancia se empapó de su humanidad picante y atrevida.
—Buenas… Cuánta cara larga; ¿pero aún no ha llegado ese guaja?
—¿Llegar de dónde? —preguntó asustada su mujer.
—Pues de París, donde ha ido el señorito a ver la semifinal del Campeonato de Europa entre el Real Madrid y el Sumerlanddoy, o algo así, de Bonn.
—Pero ¿tú cómo lo sabes?
—Porque en el café donde farolea con una bandeja hay una peña de forofos del Madrid, y uno de la peña que no ha ido esta vez tras las glorias del equipo me lo ha contado, y Faustino, que es el camarero de ellos…, pues no podía faltar…; creo que entre todos han fletado un autobús.
—Pero si no tenía dinero.
—Pero cara no le negarás que tiene y con cara y… lo demás se llega hasta París… El volver empeñado es lo de menos; o somos o no somos.
A los pequeños debió de asustarlos la argumentación decidida de la tía porque se echaron a llorar.
—Callar, hijos, callar —les pidió su madre.
—Escucha, Luisi, hija —trató de suavizar doña Eloísa.
—Estos chicos están sin comer desde…
—Pues me parece que con el sinvergüenza del papá que disfrutan van a tener que seguir alimentándose de aire.
—Calla, asquerosa, que un hombre como el mío quisieras tú para los ratos de… nerviosidad.
—Hombres como el tuyo retiro yo a docenas todos los días con la punta del zapato.
—Sí, sí…, mucha hambre de macho tiene tú pa cosa buena.
—Hambre has dicho…, hambre ellos, de mujeres como yo… Y no olvides que yo no soy una aparvada como tú y que pico alto.
—Tú lo que eres es una tía zo…
Se abalanzó sobre ella y si no es por el padre, que se metió entre las dos, lo hubiera pasado mal Luisa, tal fue la rapidez y el ímpetu con que se arrancó la hermana.
—Mi hombre es muy hombre y muy libre de irse donde le venga en gana.
—Pues no sé a qué vienes aquí a mendigar cada dos por tres.
—Si lo hago no es por mí sino por estos pobres hi…
Le dio un ataque de nervios y se dio a gritar y a sollozar y a rugir…
Se irguió de nuevo e intentó ir sobre Luisa.
El hermano, con la cabeza hundida, modestada la vista, movía los labios en actitud rezandera.
—En vez de excitar a tu hermana lo que tenías que hacer es contribuir a que estos pobres nietos…
—Que los mantenga el chulo de su padre.
Ni el señor Agapito fue capaz de sujetarlas. Se enzarzaron las dos hermanas con una furia demoníaca. Odiábanse a muerte con un ímpetu insano.
Cayeron por el suelo mordidas y arañadas.
El padre y la madre se desearon para desgajarlas.
—Echa una mano, ¡so memo!, que no es hora de rezar —le gritó la madre al hijo.
Al fin intervino y entre los tres consiguieron separarlas.
—¡Dios y los santos! Estas hermanas mías están poseídas por todos los demonios.
El padre se llevó a Luisa en el momento en que de no intervenir el hermano lo hubiera pasado mal la mayor.
La madre quedó con Eloísa. Los chiquillos bramaban, Rodolfo movía la cabeza:
—Y esto pretende ser una familia cristiana.
—Déjate de comentarios —le fulminó la madre.
El señor Agapito volvió al poco, con un billete de diez duros.
—Ten, y vete y no aparezcas por aquí si no vienes más mansa.
Tiró el billete con desprecio.
—De esa no quiero ni un céntimo, que quién sabe cómo lo ha ganado.
—¡Desgraciada! —latigueó Luisa.
Cuando se retiró le pidió la madre:
—Deja, déjanos uno de los chicos.
El padre la acompañó a la puerta.
—Ten ese dinero que te doy yo, ¿me entiendes?; no hay ni un céntimo de tu hermana.
Cogió el billete refunfuñando.
El hermano abrió el balcón.
La noche era densa y suave. Subía de la plaza un rumor de vida.
—Así no podéis seguir; más que hermanas parecéis dos fieras —rutó la madre.
Rodolfo se volvió:
—Parece mentira que llevéis la misma sangre.
—Qué sangre ni qué niño muerto… Yo la odio, no lo puedo evitar, me da asco ser su hermana.
—Que no te lo vuelva a oír más… ¿me oyes?, que no lo te lo vuelva a oír más, porque te mato.
—Que el Señor no tome en cuenta tus palabras, pues el castigo que habría de darte sería horrible —se lamentó el hermano.
Contempla conmiserativo a Luisa.
—Pero ¿por qué eres así?, ¿por qué cuando te enfrentas con tu hermana te vistes de tan espeluznante maldad?
—Vete a paseo, imbécil.
El viejo se metió a dar vueltas por la habitación, silencioso.
Luisa pasó a su cuarto y se puso una bata.
La madre fue a la cocina.
—¿Y esa cena? —preguntó el marido.
—Ahora va.
Rodolfo escribió algo en un cuadernito.
Surge en manos de la mujer la sopera humeante.
Sentáronse a la mesa.
El hermano la bendijo.
—Te ofrezco, Señor, los alimentos de esta comida para que hagas de esta casa, con los que la habitan, mansión de amor y de paz… Bendícela, Señor, y bendícenos a todos. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
—Amén.
Luisita se retiró a la cama muy excitada. No podía evitarlo, pero odiaba a su hermana visceralmente, con toda su humanidad entrañable. Era la mayor de las dos y desde chica fue la preferida de los padres. Elo por aquí, Elo por allá. Toda la escalera primero, después el barrio, la distinguieron y mimaron. Era monísima, de una lindeza dulce y severa y con una gran figura.
La madre se miraba en ella. Y el padre se retorcía el bigote cada vez que los vecinos o los amigos del barrio o los compañeros le exaltaban los encantos de su niña.
Fue la guapa oficial, primero de la escalera, más tarde de la plaza. Luego del barrio. Por último, casi de la ciudad.
Luisita ya a los diez años se dio cuenta de que había llegado tarde y que no pintaba nada en la casa.
Hasta el exseminarista, cuando surgió, se puso de parte de la bella.
—Parece una Virgen del Perugino —reconoció solo verla.
Y el padre y la madre se callaron prudentemente, pues no sabían quién era ese caballero.
«Valiente cursi», pensó Luisa, refiriéndose a su hermano.
La verdad es que Luisa tardó muchos años en dar de sí la medida de su gachona hermosura. Y perdió bastante tiempo mientras la flor de su hermana se abría en todo su esplendor.
Porque la verdad es que Elo empezó a ser bonita, porque sí, desde su más tierna infancia. Venía para guapa oficial desde el vientre de su madre. Y solo asomar la cabecita, la comadrona misma reconoció:
—Es un sol de criatura.
—Un sol —repitió la madre.
—Un sol —recalcó el padre.
Y toda la escalera primero, y toda la plaza luego… y todo el barrio y toda la ciudad con su complejo de fiestas, tómbolas, verbenas y concursos de belleza lo proclamó más tarde.
Mientras, la hermanita se repudría.
Una casa modesta donde hay dos hermanas y una es guapa oficial…, la otra suele vivir en la más triste y enconada soledad. Para la pobre Luisa, que venía retrasadilla y no acababa de florecer en su pimpante y picante fragancia…, eran los olvidos y los descuidos y los abandonos. A veces hasta se olvidaban de ponerla el plato en la mesa. Andaba por el barrio a los doce años con los mocazos endurecidos y los zapatos reventados, criando ya rencor.
En casa no se atrevía a pedir nada ni a levantar la voz. La madre y el padre y el hermano vivían vueltos a Elo.
Sus victorias estéticas se escalonaban como cordilleras de olas en la airada mar.
«No se morirá de unas viruelas locas», deseaba la hermanilla.
Y la veía ya con el rostro agujereado, comida por la fiebre, arriada toda su belleza, hedionda, con un verbeneo de gusanos por la cara… Y solo así se tranquilizaba.
Ante tanta adulación, ante tanto piropo, Eloísa se sentía envanecida. Porque primero fue «la guapa del Dos de Mayo» y más tarde «la bella de Madrid».
Periódicos y revistas reprodujeron su imagen y hubo un momento en que la muchacha no cabía en la casa. Lo poco que había era para ella.
Luisa se sintió aherrojada, humillada. Se vestía y comía de las sobras de la otra. Y era tal el espiritado fervor por la guapa que se olvidaron de la hija, que aún venía vulgar, como si no hubiese sido troquelada por ellos.
Luisita piensa esta noche en las bajezas y feos que hubo de sufrir junto a la triunfadora y cómo se le fue endureciendo el odio malsano y un como deseo tozudo de exterminio.
«No reventará un día», deseaba en todos los momentos.
Terminó poniendo un pretexto para no sentarse a comer con todos. Era el momento en que el padre, la madre y el hermano soñaban e idealizaban el porvenir de la bella y a Luisa una ola de rubor violento le quemaba la cara.
Y se escondía a llorar y a pensar por qué el que decidía el cuño no la había amonedado a ella tan guapa como a la hermana… Y se miraba al espejo con voluntad de hermosura, mientras la madre y el padre soñaban para la bella pantallas de cine y escenarios de opereta.
Tuvo entrevistas en los diarios y revistas y ofrecimientos tentadores.
—Con ese timbre de voz que tiene y esa figura puede llegar donde quiera —le vaticinó un agente teatral, quien le prometió no cobrarle más de un diez por ciento si se dejaba lanzar por él.
Agapito, que tenía un alma de guardia municipal, y su cónyuge un alma traspasada de escaseces y abstinencias, perdieron pie ante porvenir tan dorado.
—Esta chica nuestra es una mina —le participó a la parienta una noche de refocilo.
—Pero andemos con pies de plomo, que hay cada truhan a ver lo que se pesca…
—Y que somos tú y yo tontos para no fijarnos bien en el cebo que traigan.
—Pero la primera con quien hay que contar es con ella y demasiao modosita es pa cosa buena. Si tuviera, con su palmito y su aquel, el nervio y el empuje de la pequeña…
—Hay que dar tiempo al tiempo, que la chica es una cría.
—Pero no me da muy buena espina to lo que ha dicho pa los papeles.
—Todas en esa edad piensan en casarse y tener hijos.
—Todas no, que otras bien claro dicen que quieren ser artistas de cine o grandes supervedetes.
—¿Viste lo que opinó ese músico que le tomó al piano la voz…? Que la tiene casi pa cantar ópera y que a poco que se la eduquen va a dar a la escena española días de gloria.
—Lo que hace falta es que nos los dé a nosotros, que llevamos hechos tantos sacrificios y desvelos por ella.
—Todo, todo llegará —sopló él dando media vuelta en la cama.
Fuera hacía un frío de cien mil demonios.
(...)
En casa del señor Agapito con la huida de la hija todo quedó frío y desangelado. Ella era la humanidad vibrante. La calle con la noticia fresca en el pico. El comentario desgarrado y cínico. La juventud graciosa y escéptica y, frente al hermano, santurrón y tontaina, la vida irrespetuosa y alerta con muy pocos principios morales.
—Cada vez se pierden más almas; el mundo va al caos y a la confusión… Bien es verdad que esto ocurre siempre después de todas las grandes catástrofes y guerras —se lamentaba el hermano.
—Preocúpate más de los cuerpos, que son los que tienen que bregar aquí abajo…, y hay que ver cómo cada vez se pierden más cuerpos por falta de cónquibus… Que unos pocos lo tienen todo y otros no tenemos nada.
—Dios, que alimenta a las avecillas del campo…
—No sigas, que ese disco nos lo has puesto ya muchas veces.
—Tienes el defecto de no dejar explicarse a los demás.
—Es para evitarte que digas tonterías… Al oírte repetir un día y otro las mismas simplezas me parece, hermanito, que a ti, con la disculpa de tu poca salud, te devolvieron del seminario por simple.
—Que el Señor te perdone tus insultos como yo te los perdono.
—No tomes por agresión lo que te diga…, pero esto no se arregla con parábolas y palabras bonitas y con emplastos.
—Eres mi hermana… y en fin…
—Bueno, me voy a currelar, como dice el señor Bruno, el zapatero.
—¡Qué vocabulario es ese del arroyo!
—Pues el que llega a mis oídos… Anda, anda, que con oraciones no te ponen el puchero todos los días.
Hacía una mamola al hermano, se alzaba y se iba.
«Esta hija», pensaba la madre, «por dónde reventará».
—Más vale que tenga un sentido práctico de la vida —se conformaba el padre.
—El mundo va a la perdición. Estas mujeres de ahora traerán la perdición —se decía el exseminarista.
—El mundo siempre ha estado perdido y no es por las mujeres solo, y el mal no es de ayer ni de ahora. Esto mismo oía yo a mi madre, y mi madre se lo oía a la suya. Aquí lo malo es ser pobre, que siendo rico todo se disculpa y perdona y se bendice y se disfruta —se lamentaba la madre.
—Lo que hace falta es salud y buen humor… Claro que sin salud no puede haber buen humor. Con salud y este bien abierto —y se apuntaba el ojo derecho— el mundo es de una… Si no que me lo digan a mí.
Era cariñosa de manos. Siempre estaba haciendo alguna caricia a su madre, instrumentándole algún pasagonzalo…, y generosa de movimientos.
El hermano se asustaba.
—¿Cuándo vas a estar quieta?
—Nunca.
El cuerpo se le fue alongando y abriendo como una olorosa magnolia. Y a sus veinte años los mocitos del barrio piafaban a su paso. Tenía una voz agradable, pastosa, de timbre zumbón y retrechero y su… topografía, al andar, rompía animadamente un movimiento para crear otro aún más lleno de salero y de gracia.
El cuerpo se le fue alongando y abriendo como una olorosa magnolia. Y a sus veinte años los mocitos del barrio piafaban a su paso. Tenía una voz agradable, pastosa, de timbre zumbón y retrechero y su… topografía, al andar, rompía animadamente un movimiento para crear otro aún más lleno de salero y de gracia.
La casa pequeña y pobre se vestía de su jocunda humanidad alegre. Pero al huir dejó el recinto como apagado, como muerto.
—¿Dónde andará esa descastada? —suspiraba más de una vez la madre.
Pero era Eloísa, ya casada, que no vivía más que para alimentar el odio a su hermana y engordarlo en cada momento, la que atizaba el fuego.
—Me he enterado de que ha roto con el don Guillermo ese de la tienda y que anda del coro al caño, hoy con uno y mañana con otro. Mal está desgraciarse, pero de mantenerse firme con el primero por lo menos una puede pensar que ha sido un enamoramiento y una pasión irreprimible… y ante eso… Pero cuando se pasa de los brazos de uno a los brazos de otro…, y así con este y con el otro y con el de más allá…, es que la chica lo lleva en la masa de la sangre… Vamos, que es una tía tirada…
—Elo, que es tu hermana.
—Pues por eso me revienta más.
A esta altura el padre solía gruñir algún disparate y se largaba.
—Claro que la culpa, en parte, la tienen los dos, usted y el padre, por empeñarse en buscar para mí algo excepcional, ya que todo les parecía poco. Y lo de siempre, los ricos quieren ricas para casarse y las pobres, si son apetitosas y bonitas, para revolcarse con ellas… Luego ahí queda eso… y menos mal cuando lo pagan.
—Pero es que una belleza oficial como tú… —recalcó el viejo.
—Sí, claro, como si no me hubiera dado yo cuenta de que de los concursos de belleza no sale más que puterío. Por eso me agarré al Faustino, para salvarme de toda esa zaborra. Y ustedes terne que terne…, que el Faustino era poco…, que si por aquí, que si por allá. Que si en el barrio había otras proporciones mucho mejores. Eso ya lo sabía yo. Pero como el Faustino, dentro de lo que a mí me correspondía, no había muchos, por lo menos que a mí me gustasen como me gusta el Faustino, pues le acepté muy satisfecha y vivo encantada con este hijo que me ha dado, que es un sol. —Y lo alzaba en alto.
Esto era al año de casados, cuando aún no tenían más que un hijo y el Faustino volvía, modosito, al hogar, baldado de ocho horas de ajetreo en el bar.
Así se les fue metiendo la Elo en el amor primero y en la conmiseración después, cuando empezaron a llegar los hijos, uno por año.
Pero el padre no se resignó nunca a que la hija tantas veces laureada por su belleza fuese a unir su vida con aquel barberín insípido e inodoro… Sin embargo, el descalabro erótico de Luisita le hizo meditar y aceptar con mejor resignación la tal boda.
Y así fue que mientras la una se llenaba de hijos la otra se empapaba de desengaños.
—Porque caer caer como ha caído Luisita, que por ser hermana me revienta precisamente más…, eso no tiene nombre… Porque irse hoy con uno y mañana con otro, por mor del dinero, sin reparar en la edad ni en el tipo…, eso es ser una profesional… y, como dice el Faustino, comerciar una mujer con su cuerpo es lo último…, que mal está la que lo da por capricho… de cuando en cuando…, muy de cuando en cuando…, pero la que lo da así, como la Luisa, ¡qué asco, madre, qué asco…! Y es hermana mía e hija tuya, que la has llevado nueve meses arropadita en tus entrañas para que luego te salga profesional…, sí, madre, profesional, profesional…
—¡Calla, hija de Barrabás, que no eres hija mía ni de tu padre si dices eso…!
—Para que luego os metieseis conmigo y me despreciarais como me habéis despreciado… y os opusierais a mi boda y me hicieseis el feo de no ir a ella… ¡Ahí tenéis, ahí…! No queríais torta, pues torta y media. Os parecía poco mi Faustino, eso pasando por la iglesia; pues ahí tenéis a la Luisita hoy con uno y mañana con otro, y cómo será la prójima que don Guillermo el de la tienda la ha dejado plantada porque le ponía los cuernos cada día con uno distinto. Ahí tienes a tu hija, madre: puta y reputa, que no hay hombre que la aguante y la sujete de calentona y brava que te ha salido… Y os parecía poco mi Faustino, ¿qué pretendíais, pues, que yo también me hubiese tirado al monte y hubiese consentido que hollase mi carne, como a mi hermana, medio Madrid?
—¡Calla, bruja y rebruja, si no quieres que te mate! —le gritaba la madre ya en el paroxismo.
—Ni me callo ni me callaré, que bastante os aguanté un año y otro, a ti, al padre y a la hermana antes de soltarse el pelo…
—Nadie te empujó a ti a que te lo soltaras, que el picar alto cuando se debe y se puede no es lanzarse a la mala vida, sino colocarse en el puesto que a cada uno le corresponde…, y tú, déjate de garambainas, pero merecías algo más ajustado y más de mejor tono que el Faustino…
—Tan mal no me ha resultado, madre…
—Espera, que no hiciste más que empezar y hay que dar tiempo al tiempo, que el matrimonio es como una fruta que cualquier lluvia la malogra.
(...)
Luisita, separada de don Guillermo, dueño de la tienda, pasó una temporada de tanteos, cautos tanteos… Como era una mitómana, pronto se inventó una familia distinguida de Oviedo y unos estudios universitarios en curso… En la pensión de Génova conoció a un estudiante de Letras y cuando salía de noche por las boîtes se hacía pasar por estudiante de Derecho.
Se fue a vivir al barrio de Salamanca, a la calle Jorge Juan.
—Si mamá supiera que hago vida de noche en Madrid en vez de estudiar, me mataba…
Usaba trajes sastre muy ajustados y fumaba tabaco rubio. Se la veía alternando con señoritos de coche, en los bares de las calles Goya y Serrano. Jugaba a estudianta libre y de ideas modernas.
En el Manila conoció un viudo extremeño muy rico, minero en Logrosán. Siempre a viudos. Pero lo dejó pronto por poco generoso.
Una tarde volvía de la sierra de hacer skis con un hijo de papá, muy rico, y le balbució poniéndose muy tierna y preocupada:
—¡Ay, qué disgusto, Rafa, pero creo que me has embarazado…!
El chico, temeroso de Dios, perdió la dirección y por poco se dan un morrón.
Era un muchacho bueno, sencillo, con ideas morales, nada golfo…, y paró el coche porque se atragantaba.
—Pero… así…, ¿con tanta facilidad?
—¡Claro, los hombres sois unos brutos…, os empeñáis… y luego es ella…!
No le pasaba aún la saliva a Rafael. Se llamaba Rafael y cursaba segundo año de ingeniero agrónomo. Y era alto, muy educado y distinguido…
—¡Y es mío…, claro…!
—No va a ser del limpiabotas del bar…
—¿Y estás segura?
—Segurísima…
—¡Qué responsabilidad…! ¡Dios mío, qué responsabilidad!
—Si pusierais un poco más de malicia… Pero a la hora del fregao perdéis el control… y…
—Sí…, yo tengo la culpa, toda la culpa…
Humilló la cabeza pálida.
Se le veía sufrir enormemente.
—Te voy a acercar a tu casa… Ahora quiero estar solo… Pensar un poco. Aconsejarme de quien me deba aconsejar… Mañana, al anochecer, te espero en Loto…
«Este Rafael es demasiado bueno y… ¿no habré ido yo demasiado lejos?», se dijo cuando se encontró sola.
«Mañana es otro día y veremos.»
Estuvo toda la noche y la mañana siguiente preocupada la piruja de Luisita. Pero decidió al fin su plan.
Estuvo toda la noche y la mañana siguiente preocupada la piruja de Luisita. Pero decidió al fin su plan.
«Iremos hasta el fin. Le diré que me dé dinero para pagar a una de esas mujeres que, a tiempo, como yo estoy, me lo haga desaparecer… Ahora, que como con una de esas mujeres, por ahorrarme unas pesetas, puede ser peligroso…, le propondré que se estire y que me dé para que me lo haga un médico… Es más caro pero más seguro…, y yo ante todo… Aunque este Rafael es un chico nada moderno… y muy raro; espero que le convenceré…»
Fumó un pitillo con el café con leche, el pan con mantequilla y la mermelada.
«Si le saco esos tres mil duros le daré el pescantazo… porque tipos así tan rectos y buenos no me convienen. Lidiar con hombres, delicados y escrupulosos, a la larga resulta un engorro…»
Él, aquel anochecer, pensó ir a ver a un padre jesuita amigo de la familia, mas luego decidió consultar con un pariente abogado ilustre. Pero más tarde, ante un whisky con soda, se dijo:
«Me figuro lo que me van a aconsejar estos inteligentes amigos. Por consiguiente, lo mejor será que espere unos días a ver cómo se desarrollan los acontecimientos, que Luisita es una buena chica, pero parece una muchacha nerviosa y tal vez sea todo una falsa alarma…»
Sin embargo, la posibilidad de tener un hijo así, cuando menos lo esperaba, de tal forma tan poco católica y legal, le entenebreció el ánimo y le encogió las carnes.
Bebió otro whisky y pensó: «A lo hecho, pecho».
Al día siguiente, por la tarde, la mujer estaba mucho más preocupada que el hombre. Rafael se había serenado. «Tener un hijo, aunque sea así, no debe ser una gran tragedia», ideó.
Ella pensaba:
«Y si se niega a darme el dinero para que me lo deshagan, ¿cómo salgo de esta…? Porque Rafael es un tipo capaz de tomarlo por la tremenda y de aceptar las consecuencias.
»Bueno, que venga; se hará lo que sea; pero me niego a destrozar la posibilidad de un hijo mío, porque me horripila.
»—Rafa querido, que la que lo voy a tener de verdad soy yo —le diré— y yo me niego a tener un hijo así…
»Y si pica de verdad y me propone legalizarlo todo, casándonos… ¡Dios mío!, ¿cómo salgo yo entonces del enredo?…»
No consiguió pegar ojo en la siesta que le habían aconsejado que era tan buena para conservar bien el cutis.
«¿Por dónde reventará esto…?
»Lo que tengo que hacer es hablar yo primero y no dejarle proponer nada a él. A ver si consigo envolverle y le hago aceptar lo que a mí me convenga, que es: que me sacuda el dinero, que luego ya me arreglaré yo… Trataré de que él no lo tome demasiado en serio y se sienta excesivamente responsable…, porque si adopta una actitud de señor y lo lleva hasta el final, voy a ir yo buena… Pero este Rafael es demasiado ingenuo y limpio de alma y por lo visto no sabe el pobre que este truco de las mujeres de sentirnos embarazadas cuando nos conviene es… una añagaza que viene empleándose desde nuestra primera madre Eva…»
Se hallaba nerviosa y muy preocupada.
«Saldré con bien del asunto», se decía. «No será tan estúpido de pretender…
»Supongo que creerá en mi palabra».
Cuando a las ocho se acercó por Loto, él no había llegado y esto la puso más frenética
Pero enseguida le vio surgir por la puerta y avanzar sereno.
—¿Qué hay, pequeña? —la saludó.
—Hola, ya ves… Siéntate.
La miró, sonriente a la cara, sin decirle nada
—¿Qué miras?
Siguió sonriéndose.
—¿Cómo va eso?
—Pues hinchándose…
—¡Vaya, por Dios…!
—Escucha, tenemos que andar listos; precisamente ahora que estoy de dos meses es el momento.
—¿El momento para qué…?
—Pues para hacerlo desaparecer…
—¡Qué horror…!
—No creo que voy a esperar a estar de cinco o seis meses, cuando ya no se pueda hacer nada y corra mi vida un peligro grave… Escucha, un médico que me lo liquide con seguridad y sin riesgo cobra de tres a cuatro mil duros…, con veinte mil pesetas…
—No consiento se haga eso con un presunto hijo mío…
—¿Pero por qué?
—Porque me parece un crimen.
—Habla bajo, por favor, que se fijan mucho los de la mesa de al lado…
—Me niego a consentirte hagas eso.
—¿Y te parece bien que por satisfacer un capricho tuyo me encuentre yo ahora como me encuentro…, que dentro de dos o tres meses, por muy ceñida que me ponga la faja, no voy a poder ocultar mi deshonra?
Quedó satisfecha de lo bien que le había salido la frase y dio una chupada al pitillo.
Quedó satisfecha de lo bien que le había salido la frase y dio una chupada al pitillo.
La sala estaba llena de guendalinas de piernas altas y cabecitas maceradas, de pelo largo y suelto, tirando derrotes.
La luz densa evidenciaba una nube de humo inconsútil.
—Suprime esas palabras mayores…
—¡Claro, tú eres un macho y has satisfecho tus deseos, y lo que venga qué te puede importar a ti…!
—Porque me importa, me niego a que hagas ese estropicio…
Moquiteó un poco, si lloro o no lloro.
—Bueno; yo sabré lo que tengo que hacer…, y tú, nadie más que tú, serás el responsable de lo que pase…
Tremoló muy hábilmente la voz con la amenaza.
Él se sintió tocado.
Le empolló cariñoso la mano.
—Escucha, pequeña, cuando desgraciadamente ocurren estas cosas no hay otra solución sino aceptarlas con nobleza… y eso es lo que intento hacer yo…
—Pues no veo la nobleza por ninguna parte…
—Ya la verás.
En las mesitas, con copas y hielo tintineante, se arracimaban los cuchicheos y murmullos.
—¡Qué va a ser de mí! ¡Dios mío, qué va a ser de mí! —tremoló la mujer.
—Lo primero que tenemos que hacer es ir a un tocólogo.
Pegó un salto Luisita y derramó las almendras y las copas.
—No te basta lo que has hecho y quieres que se entere todo el mundo, para que todos me señalen con el dedo como a una apestada.
—Quiero partir de una base cierta… Eso es lo que quiero.
—¿Pero es que no crees en mí, sin necesidad de ir a tener que enseñarle los bajos y de que se entere que soy una soltera pisoteada por la lujuria de un señorito… a uno de esos médicos que puede que esté deseando encontrarme al día siguiente en la calle para ponerme los puntos?
—Creo en tu palabra, pero tu ninguna experiencia en estos casos puede equivocarte…, y cálmate, anda, y no digas más disparates.
—Lo que pasa es que tú no crees en mí, pues mira.
Se arregazó la falda y por poco hay allí una escena boccaccesca.
—¿Pero estás loca?
—No, pero acabarás poniéndome tú con tu conducta.
El hombre quedó sobrecogido y espantado.
El hombre quedó sobrecogido y espantado.
Ella inclinó la cabeza y se puso a sollozar mansamente.
—Calla, por favor —le suplicó—, que todo el mundo nos mira.
—Qué me importa a mí la gente… Lo que me importa…
Y se le tronchó la voz y se vistió otra vez de fluidas lágrimas.
Llamó a la camarera.
Le temblaban las manos y el labio inferior.
Pagó y salieron.
Los de las mesas cercanas les hicieron calle de estupor con la mirada…
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[El mundo sigue. Juan Antonio Zunzunegui. El Paseo Editorial. Colección Central. Sevilla, 2021. 472 páginas. 22,95 euros].