Jean-Claude Carrière, una evocación
El escritor francés y guionista de Luis Buñuel siempre conservó la inocencia a la hora de hablar de literatura y de cine y profesó una infinita devoción por la cultura española
16 febrero, 2021 00:10“El buen guionista, como decía Luis, cada día tiene que matar a su padre, violar a su madre y traicionar a su patria”. Es una de las muchas frases que solía repetir Jean-Claude Carrière, el colaborador de Buñuel que murió hace unos días a los ochenta y nueve años, mientras dormía en su casa de París. Toda su obra, en el cine como en el teatro, no fue sino una indagación de las posibilidades infinitas de la imaginación. Por eso le interesaron también las religiones, aunque él mismo no creyera en ninguna. En ese sentido, llegó a ser un experto en el Mahabharata, la épica hindú, que adaptó para la escena con Peter Brook, otro de sus célebres colaboradores. Parafraseando a Buñuel, Carrière solía decir que la imaginación no tiene límites pero que al mismo tiempo debe ser controlada. Es el dominio sobre la infinidad lo que hace que un creador tenga un mundo propio, cual fue el caso –y de qué manera– de Buñuel, de quien acabó siendo, después de su muerte, algo así como su cónsul en la tierra.
Tuve la suerte de conocer a Carrière a principios de los años 2000, cuando publicó en Lumen el primer volumen de El círculo de los mentirosos, una recopilación de la sabiduría universal a través de cuentos, fábulas y apólogos de todas las culturas. Me impresionó mucho conocer a alguien que había trabajado no sólo con Buñuel –escribieron juntos nueve guiones de los que seis llegaron a la pantalla– sino también con Jacques Tati, Louis Malle, Godard o Adrezj Wajda.
Era un hombre alto y apuesto, de voz grave y gestos muy armónicos. Hablaba un castellano perfecto y en su conversación se traslucía siempre un amor profundo por la cultura española, que había descubierto a través de Buñuel, a quien había conocido en 1963, cuando escribieron juntos Diario de una camarera. Carrière conocía muy bien Barcelona y tenía predilección por varios restaurantes de la ciudad –además de gourmet era, por tradición familiar, experto en vinos–, entre ellos el viejo Casa Leopoldo, donde un día comimos con el doctor José Luis Barros, el cirujano amigo de Buñuel, que por cierto fallecería pocos meses después.
Carrière era un gran conversador y un maravilloso narrador. En pocos minutos sabía crear una atmósfera y atrapar la atención de los comensales. Como el viejo caballero que era, se expresaba siempre a través de anécdotas y solía ilustrar un problema mediante una historia. Recuerdo muy vívidamente su relato del viaje que hizo con Buñuel al festival de Los Ángeles, en 1972, para presentar El discreto encanto de la burguesía. Estando ya en la ciudad, Carrière recibió una llamada de George Cukor, a quien conocía, para comentarle que se había enterado de que “Buñuel is in town” y que le gustaría invitarle a su casa a comer “with some friends”.
Buñuel aceptó y al cabo de unos días se presentaron en la mansión de Cukor. Resultó que los amigos eran nada menos que algunos de los mejores directores de la época dorada: John Ford –que llegó el primero, en silla de ruedas, ya muy mayor y débil– Hitchcock, Billy Wilder, William Wyler, Robert Wise o Robert Mulligan. Todos conocían al detalle la obra del aragonés, a pesar de que no era muy conocida en Estados Unidos. Carrière contaba cómo Hitchcock le estuvo comentando a Buñuel la escena de Tristana en la que Catherine Deneuve aparece tocando el piano y la cámara baja poco a poco –aquí Hitchcock encuadraba con las manos– hasta mostrar la única pierna que le ha quedado tras la amputación, para luego volver a subir y revelar, en pocos segundos, “que ya es otra mujer”. Al parecer, Hitchcock hablaba rendido de admiración.
Durante la comida, John Ford tuvo que marcharse por una indisposición. Y cuando la silla de ruedas pasó por detrás de ellos, Carrière oyó que Buñuel decía: “Este se nos va”, una expresión de despedida que a Carrière le parecía particularmente bella e idiosincrásica y que siempre glosaba con placer. Luego, todos se hicieron esa foto que ya es mítica, organizada al parecer por Billy Wilder, y en la que Carrière quiso dejar a su lado un vacío en recuerdo del fantasma de John Ford, que moriría al cabo de seis meses.
Años después, volví a ver a Carrière, a propósito de la publicación de otros libros suyos, como el segundo volumen de El círculo de los mentirosos o Nadie acabará con los libros, su diálogo con Umberto Eco acerca de la pervivencia del libro en nuestra cultura. Como Eco, Carrière era un bibliófilo obsesivo y tenía una biblioteca espléndida, aunque no tan espectacular como la de su amigo italiano, que llegó a tener tres (¡tres!) First folio de Shakespeare. Durante alguno de aquellos encuentros, le propuse que escribiera sus memorias españolas, la recopilación, de hecho, de todas esas anécdotas que no dejaba de contar en las comidas, no sólo sobre su relación con Buñuel sino también acerca de su amistad con José Bergamín, Pepín Bello, Fernando Rey o Paco Rabal.
España había sido para él un mito desde que en la escuela, su profesor, en un pequeño pueblo del Sur de Francia, había pedido a la clase que acogiera a dos niños republicanos que acababan de huir del país vecino, remoto y ancestral en su imaginario. Luego, cuando Buñuel le eligió, entre todos los candidatos, para escribir Diario de una camarera, viajó por primera vez a Madrid en coche y en los Pirineos se encontró con tres seminaristas españoles que pretendían llegar a la capital. Carrière decidió llevarles y como entonces él no hablaba aún español, los cuatro se pasaron todo el trayecto hablando en latín, una anécdota que por supuesto entusiasmó a Buñuel.
Para trabajar en la edición de las memorias, que terminarían titulándose Para matar el recuerdo –una frase de Buñuel, que siempre decía que había que volver a los lugares que han sido importantes en la vida con el fin de matar los recuerdos–, fui a su casa de París, en un rincón de Pigalle, un maravilloso palacete de tres pisos que en el siglo XIX había sido un prostíbulo –me enseñó los espejos originales que conservaba– y luego el taller de Toulouse-Lautrec. Ahí vivía rodeado de libros, obras de arte, imágenes orientales y fotos de sus amigos en el cine, entre ellas la famosa de la comida en casa de Cukor, que presidía la escalera. Trabajar con él fue un verdadero privilegio y un placer, sobre todo porque me permitió disfrutar de su cultura y de su experiencia, de su memoria y de su sentido del humor a lo largo de ricas y largas conversaciones. Fue inevitable recordar al mismo Carrière redactando Mi último suspiro, la autobiografía dictada de Buñuel.
Para trabajar en la edición de las memorias, que terminarían titulándose
Los franceses, siempre tan etnocéntricos, suelen tener una idea estereotipada de España, pero en los casos en que logran traspasar esa barrera, se quedan deslumbrados. Fue el caso, por ejemplo, de André Malraux, que escribió el que quizá sea el mejor ensayo sobre Goya, Saturno, lleno de reflexiones inteligentísimas, como cuando dice que el lienzo Fernando VII presidiendo la Junta de Filipinas es “el funeral de España”. Carrière tenía una sensibilidad parecida y supo entender la riqueza que se esconde en nuestra cultura y que nosotros mismos no somos muchas veces capaces de apreciar, entretenidos como estamos en lanzarnos a la cabeza nuestras diferencias superficiales y folklóricas.
Cuando publicamos Para matar el recuerdo, organizamos una rueda de prensa y una comida en Toledo, una ciudad que él había descubierto de la mano de Buñuel y que a mí me enseñó como si yo fuera el extranjero. Aunque ya había estado, en realidad fue como si la visitara por primera vez. Fuimos por supuesto a ver el sepulcro del cardenal Tavera, la escultura de Berruguete con la que Catherine Deneuve, con su belleza gélida, se encara en un fotograma estremecedor de Tristana: “Es el triunfo de la muerte sobre la vida, el mármol contra el cuerpo”, dijo Carrière, con la expresión iluminada. Estuvimos luego frente a El entierro del conde Orgaz, cuyos detalles se sabía de memoria. Paseaba por la ciudad matando el recuerdo de sus visitas con Buñuel, cuya voz se entreveraba con la suya propia rememorando anécdotas de sus excursiones en los años treinta con Lorca y Dalí. A veces uno tenía la sensación de que el espíritu de Buñuel seguía vivo en Carrière, a quien el encuentro con el director le cambió para siempre.
Cuando publicamos
A finales de aquel mismo año, en 2011, Carrière vino a Barcelona por última vez y Emilio Manzano quiso entrevistarle en su casa. La conversación, que puede encontrarse en la red, es ya de otra época. Sentado en un cómodo sofá, con una copa de vino, sin prisas ni dictados comerciales, Carrière va contestando a las inteligentes preguntas de Emilio. Al volver a verla estos días, me di cuenta de cómo ha pasado el tiempo. Todo lo que entonces parecía casi normal se ha vuelto excepcional. Carrière navega por su memoria y su cultura con su charm habitual y alguien le escucha sin más propósito que el de seguir hablando.
En un momento, reflexionando sobre su educación, dice Carrière: “Soy un producto de la educación francesa”. Él había nacido en una familia humilde de pequeños productores de vino, en un pueblo del Sur de Francia, sin libros ni referentes culturales. Fueron sus profesores de la escuela quienes se dieron cuenta de su valía y le consiguieron una beca para estudiar que le llevó hasta la École Normale Supérieur de París. Quizá por ello, Carrière siempre conservó la inocencia a la hora de hablar de literatura o de cine. A los ochenta años aún no había perdido la ilusión por ese mundo que había descubierto de niño y que le seguía pareciendo fascinante e inagotable. Fue una de sus grandes lecciones.
Aquella noche, después de cenar en casa de Emilio, nos despedimos. Él siempre decía que en francés no había equivalente a la bella palabra española despedida. Muchas veces me había contado su último encuentro con Buñuel, en México, en 1983. Los dos salieron a pasear y, en un momento, Buñuel, que ya estaba enfermo, le dio un abrazo rápido, se giró y se fue, sabiendo que no se volverían a ver. Cuando me enteré de su muerte, me acordé de esa escena así como de alguno de sus consejos: “No vayas a la India hasta cumplir los cincuenta. Te va a cambiar para siempre”. Y al saber que se nos había ido, durmiendo en su casa de Pigalle, también recordé esta otra frase suya, que de pronto cobró aún más sentido: “Si volviera a nacer, me gustaría vivir la vida que he tenido”.