Abel Gance, el círculo y la espiral
‘La rueda’, un melodrama que revolucionó la historia del cine en 1923, vuelve a la vida después de un arduo proceso de restauración que nos devuelve su metraje original
4 noviembre, 2020 00:10El esfuerzo conjunto de instituciones –cinematecas, especialmente la francesa y la suiza, la fundación Jérôme Seydoux-Pathé o el laboratorio de L’immagine Ritrovata de Bolonia– y particulares –la minuciosa investigación del restaurador François Ede, que completa el impulso de sus mayores, Henri Langlois, Marie Epstein o Freddy Buache– han obrado un nuevo milagro en la conservación del cine mudo en general y del monstruoso legado de Abel Gance en particular. Como antes ocurriera con su Napoleón –cuyo lento, azaroso e increíble proyecto de remontaje y paulatina reanimación ya contara su principal baluarte, Kevin Brownlow, en un justamente famoso libro–, ahora, tras décadas de espera, comparece ante nosotros La rueda, aquel apasionante melodrama ferroviario que revolucionara las formas del cine y que ahora nos mira desde el facsímil digital (gran hallazgo de una investigadora en Gance, Elodie Tamayo) como un Frankenstein recién despertado, aún con las costuras frescas.
Lo más curioso es que esta operación participa de la hybris que siempre caracterizó al proceder creativo, tan desmesurado como el de Erich von Stroheim, de Gance, igualado aquí por un parejo exceso cinéfilo, el de recomponer una versión de la película lo más cercana posible a la que titiló frente a sus primeros espectadores, allá por 1923. Así, tras la lidia con más de 150.000 metros de película y 10.000 páginas de partitura –esencial, la música, para guiarse en la maraña entretejida por el guión original y las distintas versiones que circularon por Francia y el extranjero–, gozamos de otro renacido anhelo de totalidad, una copia integral que nos acerca a las casi ocho horas primigenias.
Abel Gance (París 1889-1981)
Reluce de nuevo el genio de Gance, su poderío visual y rítmico, su atrevimiento, su audacia; pero también su enigma, la interrogación nunca resuelta que le propuso al naciente cinematógrafo –cuyas posibilidades artísticas fuera capaz de sancionar, tan prematuramente, su visionario amigo Canudo–, cuando ya atrapado en el fango de las imposiciones del entramado industrial que apenas balbuceaba –“en su estado actual el cine es un crimen contra la sensibilidad del artista”, se quejaba en la época– mantenía intacta su creencia en las posibilidades futuras del invento.
Gance, en esta inmoderada pasión por el porvenir –que se suturaba, como al otro rostro del bifronte Jano, con su inclinación por completar, mediante las herramientas del nuevo medio, la herencia de las artes preexistentes–, recuerda a otro genio bulímico y escurridizo, Orson Welles, con quien, sin embargo, rara vez se le compara. Además de por el carácter melancólico y la alergia a la clausura, al gesto definitivo que pone punto final a una obra que, sin él, huérfana y errante, se asemeja más a una constelación de fragmentos (un interminable work-in-progress) que a un todo unitario e intencionado, Gance y Welles, con el tiempo, han quedado hermanados por un elusivo estatus de cineastas más allá del cine que muchos especialistas y fanáticos seguidores –el caso de Brownlow y su persecución detectivesca de los restos de Napoleón, con no pocos roces con el propio Gance, fue en este sentido paradigmático; de la cohorte de filólogos fílmicos alrededor de Welles y, luego, su viuda, no creo que haga falta hablar demasiado– nunca llegaron a asumir del todo.
Fotograma de La rueda (1923)
Ambos, siempre hacia delante, ajenos tanto al mercado de la cultura como al aura que otorga la cinefilia, no pudieron evitar en cierta medida ir defraudando, en distinto grado, a aquellos que nunca llegaron a comprender que no se trataba sólo de directores, sino de extraños alquimistas obsesionados con el arte en su versión más impura, misioneros heridos de curiosidad, por naturaleza anhelantes, a la espera. Así, ante la dispersión y segmentación de sus películas, Gance gustaba de comparar su obra con la Victoria de Samotracia, es decir, con un arte mutilado, donde lo oculto influía tanto como lo visible, en el aire, de manera sorda.
En La rueda, justamente, lo que molestó desde primera hora fue la mescolanza. Cómo cohabitaban –según su primer gran comentarista, Jean Mitry– lo bajo y lo alto: el melodrama folletinesco y popular de un padre, Sisif, y su hijo biológico, Élie, enfermos de amor por Norma, hija y hermana que nunca llega a conocer su condición de expósita recogida por el primero de entre los hierros del accidente ferroviario que inaugura la película, y las mil y una innovaciones visuales –exposiciones múltiples, tintados expresivos, inauditos puntos de vista, montaje ya frenético, ya lírico y pausado– que aún hoy día siguen sorprendiendo. Cómo se entretejían los mayores artificios, las fugas anacrónicas y estetizantes con el realismo crudo y un rodaje in situ –en las vías primero, entre locomotoras tiznadas de negro; luego, en la blancura cegadora del Mont Blanc– desprovisto de romanticismo.
Sisif (Séverin Mars) en La rueda
Sólo los más adelantados, como su amigo Epstein, reconocieron en este rozamiento entre la tragedia sentimental y la ferroviaria un cúmulo de opciones, una aventura para el vuelo creativo, una vez percibido el descomunal arrojo de Gance, que trascendía cualquier canon establecido. Es esta magnífica imperfección que ante la obra de Gance sintiera Epstein la que nos puede aclarar en qué radica un ejercicio donde las tesis y antítesis se interrelacionan sin síntesis alguna en el horizonte.
Para ello convendría refrescar el apasionamiento nietzscheano que por entonces consumía al cineasta –ahí está su inclasificable y heterogéneo dietario, Prisma (que Cactus editara en castellano hace algunos años), para corroborarlo–, salpimentado por una real desesperación, pronto amortiguada por la dulce necrofilia, ante la irreversible enfermedad de su joven pareja, Ida Danis, a la que terminaría dedicando una película cuyo rodaje coincidió con su rauda consunción y tránsito por tuberculosis; un estado mental enfebrecido que, en su decisiva etapa muda, sintoniza con las altísimas expectativas que Gance depositara en el cine, un delirio que desemboca en esas maneras desaforadas que tanto desconciertan a los defensores de las gramáticas y los vocabularios cinematográficos.
Edición en español de Prisma
Así, en Prisma, Gance podía escribir cosas como que buscaba “una nueva forma de arte para hacer elevar la cabeza a los hombres que ya no miran más que al suelo donde están el oro, el carbón y el féretro, para retemplar su coraje, estimular sus energías, ensanchar sus prisiones, suprimir sus crepúsculos”. Es decir, presentarse como un godardiano avant la lettre, buscando, ya entonces, la manera de expandir el cine, de engrandecerlo sacándolo de sus casillas (no muy tarde, y no desde los márgenes guerrilleros del avant-garde, sino desde el mainstream, buscaría hacer de la pantalla un tríptico donde las imágenes propusieran nuevos alfabetos a partir de renovadas relaciones e impactantes encontronazos). Se trataba de que todo pasara por la imagen, hasta la palabra; también, entonces, del deseo de verlo todo, el sueño del infrarrojo y el ultravioleta.
Estos dones de la máquina cinematográfica, Gance los sublima oblicuamente en La rueda, espesando el melodrama con un buceo en la fotogenia ferroviaria, en locomotoras, ruedas, pistones, raíles, calderas, cajas de humo y chimeneas que, como bien supiera ver Raymond Bellour –la solidaridad de las máquinas lo llamó–, nos atrapa al estar íntimamente fusionada con el propio funcionamiento de la cacharrería del cine, de la cámara al proyector que arrastra la película donde los fotogramas son como pequeñas ventanas de vagones rumbo a las entrañas del imaginario.
Abel Gance y un joven Kevin Brownlow
Gance, más que con Élie, el luthier enfrascado en dar con la fórmula perfecta del barniz que depare la excelencia para sus violines, queda en esencia vinculado al maquinista Sisif, quien poco antes de su ceguera definitiva –periplo parejo al de Edipo, aunque quede sin consumar una (consciente) pulsión incestuosa que estrictamente no es tal– estrella voluntariamente a su otra Norma, la locomotora-Ersatz, el sustitutivo amoroso ya en su totalidad personificado, en una de las secuencias más imborrables de la película. Antes, en la enajenación que le hacía atribuir sentimientos a la física de la máquina, Sisif se había comportado como un auténtico cineasta a la manera de Gance, reuniendo matemática y poesía, ciencia y religión, al leer extasiado en la belleza de las volutas de humo producidas por la combustión del carbón.
Para Gance, el bruto y desesperado Sisif queda como la sombra del genio, pero en cierta medida participa de él, al compartir con lo elegidos el almacenaje de dramas y el fuego interior. El cineasta, por su parte, alimentaba la lumbre de sus entrañas con grandes bosques de poesía, y, en línea con su admirado Lamarck, esperaba que la herencia genética lo emparentara con ilustres antepasados que le permitieran recordar lo que todavía no podía conocer. Su lira, entonces, era la que le proponía el cinematógrafo –¿sería posible, se preguntaba leyendo los pensamientos de Zaratustra, una nueva lira con cuerdas de luz?–, y con ella se propuso darle un vuelco a la realidad.
Edición en blu-ray de La rueda
La rueda canta al círculo, a la inevitabilidad del destino, donde todo se presenta interconectado, al duro trabajo cotidiano, al eterno recomienzo de lo mismo, pero Gance, en su coyuntura más oscura, anotaba en sus encendidos papeles: “¡Qué necesidad de parar la rueda!”. Como Sisif en el intencionadamente moroso desenlace, asomado ciego a la noche estrellada sobre la nieve de la montaña, Gance soñaba con que el cine pudiera hacer revivir la existencia, “pero desde el balcón”. El movimiento, así, se saldría de sus cabales, convertido en un potencial dinámico donde se entreverían las posibilidades de otra fuerza, la espiral, que en sus indefinidas vueltas nos empujaría a regresar al mismo punto, pero siempre más alto. El cine es esa espiral, esa rueda que avanza por su centro.