La extrañísima Shirley Jackson
La escritora tiene un público escaso, pero fiel, con sus historias atormentadas que se meten bajo la piel y se quedan para siempre
4 noviembre, 2020 00:00La escritora norteamericana Shirley Jackson (San Francisco, California, 1916--North Bennington, Vermont, 1965) ha pasado a la historia como autora de historias fantásticas y/o de terror, pero no estoy muy seguro de que esa definición haga justicia a esa mujer extrañísima que ahora vive una especie de revival que incluye hasta una película, Shirley, que no es exactamente una biopic --está basada en la novela homónima de Susan Sarif Merrell y dirigida por Josephine Decker--, pero está protagonizada por la autora de La maldición de Hill House o Siempre hemos vivido en el castillo. La elección de Elisabeth Moss (Mad men, El cuento de la criada) en el papel de Jackson es un acierto, pero habrá que esperar a que se estrene en España --si es que se estrena o, en su defecto, va a parar a alguna plataforma de streaming-- para ver qué ha hecho Hollywood con esa mujer con la que la sociedad de su época no supo muy bien que hacer. De momento, hay que decir que las diferentes adaptaciones de La maldición de Hill House se parecen tanto a la novela como un huevo a una castaña. Probablemente, porque la idea del horror que tenía Jackson era inadaptable con fines lucrativos: toda la obra de esta mujer consiste en historias, cortas o largas, en las que aparentemente no pasa nada. O lo que pasa no sale de la mente de sus usualmente desquiciadas, en mayor o menor medida, protagonistas.
Shirley Jackson fue una niña feúcha y solitaria a la que sus padres no trataron con mucho cariño. Su marido, el crítico literario Stanley Edgar Hyman, se limitó a hacerle cuatro hijos, a ponerle cuernos sin parar y a confinarla en el hogar familiar, donde ella se fue volviendo loca a base de alternar antidepresivos con anfetaminas, mezcla letal que regaba con abundantes dosis de alcohol. En sus últimos años, Jackson era una gorda mórbida aquejada de agorafobia que escribía no se sabía muy bien para quién. Aunque en 1948 saltó a la fama por un cuento publicado en The New Yorker, La lotería --sobre un pueblo de la América profunda en el que se conservaba la tradición, supuestamente salvífica, de lapidar a un conciudadano una vez al año-- y en 1959 publicó La maldición de Hill House (rápidamente adaptada/traicionada al cine, en dos ocasiones, y recientemente convertida en una serie de Netflix), Jackson no movió un dedo para darse a conocer y se pasó la vida rechazando entrevistas, cuidando de sus hijos, encajando estoicamente la displicencia de su marido y encerrada en casa para que nadie la viera: falleció de insuficiencia cardíaca antes de cumplir los cincuenta.
Tras leer hace unos años Siempre hemos vivido en el castillo (llevada también al cine en 2018), abandoné a Shirley Jackson con la sensación de haber asistido al desarrollo de una historia tan inquietante como aparentemente apacible. El horror se intuía más en la mente de la autora que en las páginas del libro. Volví a ella hace un par de semanas, cuando me tragué, seguidos, sus Cuentos escogidos (Minúscula) y The haunting of Hill House (Penguin Classics). Con el primero, al principio, la sensación de que en esos relatos no pasaba nada, aunque no podía dejar de devorarlos; con el segundo, la evidencia de que las adaptaciones audiovisuales habían convertido en sendos trenes de la bruja una historia en la que el horror iba por dentro de los personajes y, siendo de origen doméstico, solo podía funcionar sobre el papel, nunca en una pantalla; en ambos casos, la evidencia de que Shirley Jackson nunca fue una escritora de relatos fantásticos al uso, sino un alma atormentada que, forzando un poco las cosas, podríamos emparentar con Daphne Du Maurier, pero nunca con los clásicos del género.
Shirley Jackson no es una autora fácil para los lectores en general ni para los lectores de ficciones fantásticas en particular. Sus horrores son tan discretos y apagados que a menudo cuesta detectarlos, pero cuando lo haces, se te meten bajo la piel y ahí se quedan para siempre. Es evidente que no fue feliz, pero le debemos a su tormento interior una serie de novelas y relatos que por fin encuentran un público en España. Escaso, pero fiel.