Mario Puzo, el habano grande
El autor de ‘El Padrino’, la novela canónica de la Mafia, nacido hace un siglo, trascendió los arquetipos del género y alumbró secuelas literarias y cinematográficas
4 julio, 2020 00:10Nació hace cien años con un nombre de padrino. Sonoro, de un solo golpe lento y a la vez elegante. Don Mario, le hubiesen llamado en los salones aparte de las bodas, donde los brindis son algo más que una promesa de felicidad. También su apellido era seco, contundente, y con los años igualmente su físico poderoso, los ojos achinándose en un distanciamiento pensativo, orondo su gesto y firme el habano grande entre sus dedos con un silbido de humo en el extremo. Hay quien piensa que nos convertimos en la identidad de nuestro nombre, en aquello a lo que suena. No sé si es cierto.
En el caso de Mario Puzo no es difícil imaginarlo como la cabeza de una saga de familia –la propia de sangre y la de sangre en la que se milita– alrededor de una mesa con mantel de cuadros, en la que todo se bendice con las tres palabras de santiguarse: amiglia, rispetto, caporegime. Se arrastran estos vocablos en italiano igual que un rezo arcaico; en español se expresan con una extraña neutralidad que parece esconder un desprecio en su envés: amistad, respeto, familia, a unas y a otras se las traiciona. Tres sinónimos como un juramento de honor siciliano que recorre las vidas y las muertes, su humanidad, su coraje, sus debilidades y derrotas, de una familia que vestía de negro, y había crecido con el corazón en una isla árida y azul a lo lejos, y con la ambición echando raíces en un país al que hacían suyo a través de un barrio que fuese su aldea.
Edición de bolsillo de El Padrino, de Mario Puzo
El padrino fue un pelotazo editorial. Estuvo 67 semanas en la clasificación de los libros más vendidos de The New York Times, cuando nadie esperaba el éxito de una historia escrita rápida, con oficio de cine, igual que se escribían los guiones de un par de semanas que unas veces llevaban las firmas maestras de Scott Fitzgerald, de Dalton Trumbo y otras de John Fante, más amargo y secundario. En dos años Vito Corleone entró en nueve millones de hogares y, sin hacer ruido ni dejar huellas solventes en las páginas estelares de las revistas literarias, terminó convirtiéndose en uno de los diez libros más vendidos de la ficción estadounidense. Nunca pensó Puzo que saldar una deuda de 20.000 dólares a costa de su escritura iba a colarlo en el paraíso por la principal puerta giratoria.
Desde El padrino no hemos dejado de sentar a la Mafia a nuestra mesa. Gánsteres pesados de kilos, con insomnios, complejos de infancia, amores desdichados y con billetes en la cadera, padres, esposos o hijas que lo mismo se tienden al lado de la infancia a espantarles los miedos a los monstruos, que se suben en un callejón el cuello de la chaqueta y mirándote con tres ojos a bocajarro te despachan un pasaporte a un barrio en el que nadie encuentre el cadáver, o que sea un fiambre cuyas sospechas a su alrededor no puedan rodearse con tiza para tener la certeza de una figura.
El escritor italoamericano, trabajando en su estudio mientras fuma un habano / EFE
Los Corleone en una novela a ritmo parecido al de la escritura de entregas, suelta, torrencial, despeinado el lenguaje literario, pero llena de carnalidad y de matices, con esa seducción que hipnotiza al lector y le provoca aprecio e intriga por los personajes y la subtramas, a modo de puertas de un pasillo que siempre desemboca en la cocina. Uno de los hábitats primordiales de la historia en la que Puzo, como buen falso italiano porque nació en el barrio canalla de Hell's Kitchen, en Manhattan, rinde culto a su estirpe a través de la gastronomía. Espaguetis, gnocchis, cannelloni, todo con la exquisitez secreta de sus salsas. Comer y negociar en la mesa, comer y planear en la mesa, comer y sellar una tregua, comer y morir antes de los postres. Está lleno El Padrino de aromas con especias que abren el apetito al dente, y de escenas en las que el lector ha de estar avizor para que no le salpiquen de rojo ni de pólvora.
No es que la Cosa Nostra no comiese antes de Puzo, es que en realidad sólo eran arquetipos con cara de mala hostia, prestos siempre al eterno gesto de James Cagney de tirar rápido de revólver con la mano pegada al costado, igual que si el arma fuese la costilla de todo capo que se preciase o aspirase a ser el enemigo número 1. Don Mario peinó con coquetería a los criminales, les otorgó la elegancia del esmoquin y el talante de Don Vito, la templanza de Michael, el encanto de Sonny y, además de sus reglamentarias armas de castigo, les inventó certeras estilográficas y contratos con los que doblegar a los enemigos, ganarse adeptos y ponerle a la conciencia seis ceros detrás de sus cabeza.
Títulos (en inglés) escritos por Mario Puzo
Convirtió a los delincuentes de pelo negro engominado y pedrusco en la mano de pleitesía, en aquello que había llevado a sus abuelos a emigrar a Estados Unidos: héroes del sueño americano en el que prosperar dentro de otra cultura, sin perder la suya. Puzo, don Mario, le quitó la penumbra mustia y el sol seco de los pueblos altos de Sicilia, en los que la basura continúa siendo negocio y medida de presión, y dio dignidad a la Mafia. Llegó casi a la vez Gay Talese y ya se sabe, en el puño duro de camisa en el que su padre le apuntaba la cuenta de los trajes de Joe Bonanno fue escribiendo lo que sería el realismo sucio de la crónica narrativa: Honrarás a tu padre. Definitivamente la Mafia estaba de enhorabuena.
Hay novelas que se convierten en un referente intemporal, un lugar al que regresar como quién regresa a una casa en la que siempre espera la Mamma. El Padrino es una de ellas, aunque muchos solo la visiten a través de la saga de Coppola en la que Mario Puzo fue cómplice e hizo su mejor trabajo como guionista. De hecho, está presente en cada una de las entregas cinematográficas la poética de los límites y de la historia, el dibujo expresionista de sus protagonistas y sus excelentes secundarios, el eco de los diálogos y los procesos mentales del drama y del fresco que Lampedusa ya estetizó en El Gatopardo, traducidos al cine pero sin perder esa esencia, ni que el pulso literario lastrase el lenguaje de cine del relato.
Es como si la Mafia se hubiese asegurado –lo hizo, dice la leyenda durante el rodaje de la película– de que la novela que humanizó por dentro su Onorata Societé también tuviese en el cine su latido de gente con pasiones, con lazos de afecto, con desgarros, con las ambiciones y las hipotecas del sistema capitalista que transpira en El padrino. Un retrato a modo de los encargos renacentistas donde los condottieri (refleja igualmente ese mundo la novela con sus consigliere, soldados y tenientes al uso de la jerarquía de las legiones romanas) mostraban el aura de su poder, de su belleza y sofisticación.
Llegaron después Los Soprano y continúo descarnándose domésticamente la Mafia a la que Mario Puzo le cosió las emociones de casa adentro, las pesadillas con peces, las dudas existenciales entre seguir la tradición o traicionarla. Y por el extremo, regresando al origen de lo más duro y violento de aquel gremio de familias repletas de primos, con apodos divertidos y simbólicos, apareció igualmente Roberto Saviano para contar acerca de la Camorra, su nombre napolitano, sin que la literatura embozase la realidad más cruda y áspera.
El escritor, que también trabajó como guionista para la industria de Hollywood, delante de los estudios de Paramount Pictures en Los Ángeles / AP
Gomorra, La belleza y el infierno, Beso feroz, títulos con los que la Mafia detrás de la Mafia de Puzo le colocó una diana en la espalda y promovió un precio a la pieza. Y de nuevo volvió a cambiar todo de nuevo. Pero si echamos la vista atrás y miramos a los lados, antes de doblar una esquina, tendremos claro que a Saviano le debemos que desenmascarase el feo rostro asesino, y a Mario Puzo su extremo idealizado de caballeros con un código de manos y un beso en la mejilla. Entre el realismo casi periodístico y la épica del antihéroe aprendimos de El Padrino que hay que tener cerca a tus amigos pero más aún más cerca a tus enemigos. A mí, cuando me preguntan, no reparo en evocar a don Mario. No es nada personal, pero no he dejado de quererlo como padrino.