Fellini  posibilidad de la fascinación

Fellini posibilidad de la fascinación

Cine & Teatro

Fellini, la posibilidad de la fascinación

El director de cine italiano, que el pasado mes de enero hubiera cumplido un siglo, fue uno de los artistas más populares y visionarios del moderno cine europeo

11 abril, 2020 00:10

Como ocurrió con otros grandes cineastas reincidentes, Federico Fellini ha atravesado su purgatorio –había algo intolerable en sus profecías, las que justo desembocan en nuestra actualidad hipermediatizada– y aún está por ver que su legado pueda resucitar sin dificultades; menos por sus sonoras indagaciones en el misterio de la alteridad, la imprudente seducción por el continente-mujer, insondable e ignoto, que por el paralelo y paulatino descenso, desde los primeros títulos, a una esquiva inocencia creativa, un estadio donde cada película, como observara Jacqueline Risset, ocupaba una “franja de duda”, donde cada ficción se personaba en “estado naciente”. 

Fue, en definitiva, el Fellini del bloc de notas (Block-notes di un regista, 1969), de la mezcla abigarrada de ficción, ensueño, documental, simulacro autobiográfico y desnortada concatenación de escenas-fragmento con aroma de números de avantspettacolo –el antiguo, el difunto espectáculo de variedades–, el que dejó de interesar. Propuestas libres, inclasificables, que se fueron rechazando mientras sobre su autor se adhería la etiqueta de nostálgico recalcitrante por parte de aquellos que nunca advirtieron lo primordial de sus búsquedas (Fellini no tardó en aprender a hacer siempre el mismo film), el “rastreo de todas las líneas infinitas que se entrecruzan en la apariencia de un fin”, en palabras del ensayista Jean-Paul Manganaro, autor del mejor libro contemporáneo sobre el cineasta, Federico Fellini Romance (P.O.L., 2009). 

Caricatura de Federico Fellini / RULO

Caricatura de Federico Fellini / RULO

Con Fellini conviene tener la desbrozadora de tópicos a mano. Y no ayuda que los orígenes del cineasta se encuentren en el neorrealismo italiano, un malentendido movimiento de ruptura y borrado con respecto a los tipos de imágenes que lo precedieron y donde se atiende, más que a un suplemento de real, a un exceso óptico y sonoro, a una impotencia frente a lo desmesurado que se traduce, dentro de las ficciones, en la proliferación de errancias, paseos y escapadas en busca de una salida, y, en el régimen de imágenes y sonidos, en la contaminación entre el presente y su espalda virtual, un crisol de tiempos sazonado de imaginario

Hablamos ahora el idioma de Deleuze, quien mejor trazara, junto al también teórico y crítico Barthélemy Amengual, la evolución de aquel Fellini-discípulo que siempre reconociera la deuda con Rossellini –él solo fue el neorrealismo– en términos menos fílmicos que cinematográficos: magisterio expresado al verle reinar en el maremágnum del rodaje; la enseñanza de que se puede hacer cine de igual manera que el escritor escribe o el pintor pinta.

Fellini

Ilusión/desilusión

Pero aunque Fellini –lo felliniano– se consolide con las películas (La dolce vita, 1960; Ocho y medio, 1963) en las que, dejando atrás las presiones veristas, empezara a perseguir aquello que no se encuentra en la realidad pero que ésta ayuda a vislumbrar gracias a los matices y variaciones que la vida imprime en el celuloide; películas donde el cine, su propio funcionamiento interno como gestor de imágenes, asalta el predomino horizontal de historias y relatos para proponerle verticales, ya en su primer largometraje en solitario, El jeque blanco (1952), se concentra buena parte del proyecto estético y del espesor de ideas que el cineasta afinaría, variándolo, a lo largo de su carrera. 

Se podría ya intuir en el gesto ensimismado, digno de un encuadre de terror psicológico, con el que Brunella Bovo mira por la ventana del hotel romano –la llegada a la capital, la ciudad mítica, iceberg dispuesto en estratos, la reescribirá el italiano en múltiples ocasiones–, en el arranque de su ajetreada luna de miel. Rapto óptico delirante en el que luego se abisma completamente, al producirse el azaroso pero anhelado encuentro con el auténtico y subterráneo objetivo de su viaje romano: un ídolo de foto-novela, el exótico jeque al que encarna un actor de pacotilla –estelar Alberto Sordi– que se balancea inverosímil en los pinares cercanos a la playa donde el equipo registra sus aventuras para una revista ilustrada.

En su apasionante librito Fellini, le Cheik blanc, subtitulado, a lo Péguy, l’annonce faite a Federico, Jacqueline Risset ralentizó, para mejor desmenuzarlo, este careo entre la espectadora de espaldas y la imagen columpiada en tanto que plano-emblema felliniano, núcleo irradiador de su concepción del cine como lugar de la contaminación entre lo objetivo y lo subjetivo. Se asistía, así, a un primer vislumbre de esa imagen rica en afectividad que supone, además, una suerte de resistencia al propio devenir, al propio movimiento de la película; la escenificación original, asimismo, de una “simultaneidad o casi simultaneidad de ilusión y desilusión” que depara una parada momentánea del tiempo al hilo de una paralela suspensión de la razón y el juicio. 

Lo que Fellini ya adelantaba, según Risset, era su posicionamiento con respecto a la ficción, una apertura donde lo determinante recaía en la fascinación por la misma: por un lado el esfuerzo deseante en la fabricación de su universo y, por otro, más tarde y para quien mira, el indisimulado afán de sustituir la realidad por ese mundo extraño y acorde a una intimidad volitiva donde todo queda entremezclado. Así, la recién casada ante el rijoso jeque prefigura al Fellini-niño frente al circo desierto en Amarcord (1973), que como otros lugares-cristal (también el barco o el hotel), comunican una sacudida afectiva que sobrepasa las estrecheces de la memoria individual alimentándola de otras fuentes ensoñadoras, revoltijo indiscernible desde el que Fellini emerge como ese gran mentiroso que siempre se autoproclamó, el bugiardo que se afana en el sincrónico gesto de ilustración y desmontaje de la sed de ficción que atraviesa a los humanos. 

De igual manera lo expresó, desde un amortiguado reconocimiento, João Bénard da Costa, uno de los más conspicuos detractores del italiano, en su texto en torno a Y la nave va (1983): “Personalmente no conozco una actitud más exasperante que la de convocar todos los encantos para desencantarnos”, en alusión a esta sístole-diástole del corazón felliniano, si bien asumiendo luego que otros podrían igualmente deslumbrarse ante este vértigo entre el adentro y el afuera, esta cohabitación entre la celebración del imaginario y la negatividad catastrófica que sus films parecen arrastrar.

El espectro de la autoría

La colonización del cine de las historias por esta imagen afectiva que trasciende la memoria emborronándola se produce poco a poco y desemboca en ese último Fellini –por ejemplo el de Entrevista (1987)– donde el cineasta ya celebra el film “sin relato ni ideas, uno que se hace solo”. Hablamos de una pérdida progresiva del sentimiento de lo real a lomos de una intensificación en el reflejo de los mundos interiores donde lo poético se sobrepone a lo patético y el relato, incapaz ya de articular los films, deja que la continuidad recaiga en un minucioso trabajo de estilización, un apabullante detallismo artesanal que a veces ha sido confundido con una superficial tendencia al barroquismo. 

El giro acaece explícitamente en La dolce vita (1960), donde la postrera definición de Daney (“los films de Fellini son lugares de pasaje donde no pasa gran cosa”) empieza a cobrar sentido, ya que recae en el proyecto visual el verdadero movimiento de la película. Es decir, ya no sólo viajan los personajes –como en Luci del varietà, Los inútiles, La Strada, Almas sin consciencia o Las noches de Cabiria–, también se ponen en ruta las imágenes, y son ellas, como señala Manganaro, las que tartamudeando, al margen y emancipadas de las palabras, expresan una nueva fórmula de vagabundaje: una escena fragmentada y como montada al infinito.

La multiplicación de la forma quiebra la percepción enraizada del neorrealismo y Fellini y su equipo inventan una fotogenia otra a partir de una imagen –presa en una revolucionaria claridad, emisora de un “color nuevo en el blanco y negro”, como detalla Manganaro– que acarrea el peso del argumento, ejemplificando con su tráfico –las cámaras con ruedas que son los paparazzis– un cambio de paradigma en la historia de su reproducción técnica, una nueva fabricación y culto cada vez más despegados de la mitología hollywoodiense. 

Y dentro de este renovado circuito de explotación plástica, adviene un tipo inédito de actor, Marcello (en la realidad y en la ficción), una de las apuestas fellinianas más radicales e influyentes –modelo ideal, Adán del cine (Manganaro), hombre sin atributos, a la espera, al acecho–, que antes había sido Moraldo (Los inútiles) y luego será Guido (Ocho y medio), Snàporaz (La ciudad de las mujeres), Mandrake (Entrevista) o Fred (Ginger y Fred): inocente, idiota, niño, imagen aplanada en resumidas cuentas, dueño de una flexible curiosidad que duplica la de la cámara. 

Marcello representaba así a ese testigo indolente –hijo de aquella Italia; Fellini siempre se mantuvo periodista, la profesión inaugural– cuyo salto de película en película (hasta que la misma idea de un protagonista dejó de tener sentido en su cine) manifiesta la necesidad de relacionarlas a través del cuerpo del actor, ecuación mediante la que el cineasta deshizo la presión por lo autobiográfico complicando los elementos: la única biografía importante, a partir de entonces, será la de la propia obra, que supera, devora, confunde y trasciende la de los sujetos Fellini y Mastroianni. Puede que con Giulietta Masina se iniciara este poderoso ideario, pero ella fue más bien un dibujo, un arabesco, no esta placa solar dispuesta a reflejar todos y cada uno de los rayos.

Ocho y medio (1963) profundizaría en la demolición de la coartada del yo para más festivamente superar sus prisiones (incluso la onírica), no muy lejos en esto de Proust y su descripción de seres monstruosos que atraviesan las épocas, ni de Flaubert –precisamente en la caracterización proustiana de su discurso indirecto libre– y las filigranas de la pequeña distancia con respecto a las criaturas de ficción. Y junto a la genealogía de los escritores, la herencia solitaria del pintor, pues a partir de entonces Fellini descarta atacar la complejidad de lo real si no es con el apoyo de un denso imaginario que complete y coloree la lógica de lo vivido: film agrietado, descosido, deshilvanado, Ocho y medio no se deja atrapar por fórmulas reconocibles (work in progress, cine dentro del cine), sino que arriesga la única respuesta que parece apropiada a la ficción de una crisis de cineasta: el reflejo de la posibilidad de un antes del film, una inaudita antesala donde todo lo que desborda al discurso (lo que no cuaja, lo apenas perceptible) puede ser utilizado en la descripción de universos dispersos y multiformes –como por ejemplo el femenino– que se vinculan ilógicamente.

Una cuestión de entradas

De estas experiencias nace el Fellini maduro, también lo felliniano, etiqueta casi tan problemática como la kafkiana, y no hay que olvidar que la adaptación de Amerika fue uno de los sueños incumplidos de este cineasta del desastre (de otro naufragio, asimismo, Il viaggio de G. Mastorna, auténtico pecio burbujeante, se seguiría nutriendo hasta el final de su filmografía). Ésta es la cuna del demiurgo, del pintor, del falsificador y maestro de ceremonias, del obcecado megalómano que, enclaustrado en Cinecittà –se trata, junto a Syberberg, del gran cineasta moderno del encierro, ambos desmentidores de Joris Ivens en su persecución nocturna del registro del viento desde un exilio artificial y delirante de estirpe mélièsiana–, contempló en el bosquejo de films la oportunidad de introducirse en lo múltiple utilizando como trampolín sus más queridos mundos agonizantes.

No conviene olvidar la paradoja de que este vanidoso irredento nunca dejara el tono menor, una extranjería difícil de cercar, incluso en sus títulos más grandilocuentes –Satyricon, Casanova, que llevaron su apellido, o el más famoso de todos, Amarcord– donde la supuesta (y costosa) recreación del pasado escondía una ensoñación de lo que nunca fue: una apariencia de unidad que maquillaba el ensamblaje de fragmentos heteróclitos donde lo antiguo quedaba sometido a una revisión plástica que nos acercaba el falso conjunto vertiginosamente. Así por ejemplo, en su acercamiento al polémico buceo en el clásico de Petronio, Manganaro propone caracterizar una plausible ciencia-ficción felliniana, una evocación del pasado asaltada por las sugestiones de un mundo desconocido, como si sobre los lugares comunes de la representación de la Antigüedad recayera una estilización anacrónica que los transformara en potencia virtual, en una bola especular donde se llegaran a reflejar hasta los hippies contemporáneos al momento del rodaje. Sea como fuere, cada escena nace para morir joven y precipitarse en su sima.

Y si en él lo grande nunca difiere demasiado de lo pequeño (por ejemplo Los clowns, rastreo de la huella de los últimos payasos, auténticas instrucciones de uso de su arte fílmico), en ambos casos se imponía un hablar de lo extinto como si un niño grande y cansado, su antiguo yo, el caricaturista forjado en la mítica revista satírica Marc’Aurelio, desdibujara los contornos pretéritos sustrayendo de ellos la marca temporal para proyectarlos como si nunca hubieran tenido lugar, propuestos así como apariciones novedosas. En este mareo de tiempos no sólo comparece el pintor, también el músico, pues Fellini, artesano del sonido doblado y a disgusto con el capacidad de la música como agente de melancolía, encontraría al Mastroianni de la banda de audio en su inseparable Nino Rota.

Al compositor se le deben parecidos efectos renovadores, un establecimiento de primeras veces, de experiencias inaugurales, que, en un legendario pasaje de sus clases en Vincennes, Deleuze conceptualizó en la taracea musical entre el galope y el ritornelo: la orquesta jocosa, acelerada, que convive con lo repentino, el pellizco, el pequeño motivo que remonta la carrera. Momentos sonoros reconocibles, mil y una veces escuchados (de nuevo, lo felliniano), pero que en el fondo resultan imposibles de discernir del todo, aunque se distinga –más bien se sienta– en ellos la insinuación de un tempo acelerado (hacia la tumba; el propio de un orden que corre hacia su disolución) y un repliegue, un pasado que se conserva y coexiste con el presente que se va extinguiendo. Entre apariencias de desencanto y derrumbe, el cine de Fellini establecería un arte de la entrada –metáfora cuyo término real no queda nada lejos de los escenarios y las variedades–, y su epítome lo ilustraría aquella Roma (1972) en la que la ciudad comparece en forma de accesos (la urbana, la periférica, la arqueológica, la memorial), colección de vías de entrada que no siempre llevan a alguna parte 

¿Cómo penetrar ahí, en ese mundo cristalino donde se nos pueda aureolar con la capacidad de que niño, adulto y viejo coexistan en nosotros? ¿Cómo salvar algo de lo que irremediable se dirige hacia el ocaso? Fellini respondió haciendo films sobre cómo entrar, sobre cómo atajar un tema –de Ocho y medio a Los clowns, Amarcord o Entrevista–, y no otra cosa fueron sus amalgamas de pequeñas ficciones: ensayos, tentativas, en busca de una respuesta, como esa que inopinadamente acontece –y que tanto gustaba al filósofo-espectador– cuando, en la escena del funeral de Los clowns, la trompeta del payaso muerto responde al llamado del payaso vivo. Algo, ahí, recomienza.