Rock Hudson, Jane Wyman y Agnes Moorehead junto a Douglas Sirk.

Rock Hudson, Jane Wyman y Agnes Moorehead junto a Douglas Sirk.

Cine & Teatro

Douglas Sirk, oráculo desvelado

Denis Rossano novela en ‘Un père sans enfant’ sus investigaciones sobre el olvidado hijo de Sirk, proporcionando una mirada inédita sobre la filmografía del cineasta

26 noviembre, 2019 00:00

Muchos fueron a entrevistarlo a su retiro de Lugano. También a filmarlo o, simplemente, a hablar con él. A partir de estos encuentros finales, incluso de postrimerías en algunos casos, se forjaría el mito Douglas Sirk, la consagración definitiva de un cineasta fundamental que, sin embargo, había conocido tantos éxitos como reveses y exilios, y bien podría haber quedado olvidado como tantos otros.

Si la entrevista con Jon Halliday (que cristalizaría en el aún influyente Sirk on Sirk, publicado en 1971) puso la semilla de la supervivencia en el tiempo, fue Antonio Drove, en su híbrido e inclasificable Tiempo de vivir, tiempo de revivir (Athenaica), quien, a mediados de los años noventa, completó la operación cinéfila al rememorar su revelador encuentro en Suiza, diez años antes, con el cineasta (y su esposa Hilde), al que fue a entrevistar para televisión española dando lugar a una experimental y casi maldita serie, Directed by Douglas Sirk, quince inolvidables capítulos que adornaron el ciclo dedicado a su cine por el ente público. 

Drove, que llegó a Lugano, tal y como cuenta en los apartados autobiográficos del libro, inmerso en una profunda crisis existencial derivada del fin de su primer matrimonio, buscaba en Sirk no sólo un modelo a imitar: la posibilidad, el ensueño más bien dentro de las estructuras industriales patrias, de convertirse él también en un cineasta capaz de trascender con la puesta en escena cualquier material literario por ínfima calidad que tuviera. También, como lo sentían aquellos primigenios creyentes, a uno de esos padres putativos que aliviaron a las generaciones cinéfilas de la esencial orfandad que los imantaba a las butacas de la caverna oscura, frente a las que titilaban las imágenes luminosas con otras noticias del mundo.

Así, el intenso, el maravilloso Drove, filmó a dos viejecitos simpáticos y temblorosos en su pisito frente al lago, para, primero con su serie y luego con su libro, completar la enseñanza proustiana recogida en las últimas líneas de El tiempo recobrado: “Describir a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos)”. Se trató, en definitiva, de pagar una deuda, la de la cinefilia, con aquellos cineastas oraculares que les habían ayudado a vivir.

Y si, como advertimos, al libro de Drove lo recorrían profundas inquietudes literarias, desde esa misma orilla de la imaginación creadora se acaba de añadir un iluminador nuevo capítulo a la encrucijada del último Sirk, a partir de otro viaje a Lugano imaginado un poco antes del de Drove, protagonizado –y novelado tras un minucioso proceso de documentación– por Denis Rossano en Un père sans enfant (Allary Éditions). Aquí, el entonces joven Rossano, apenas 23 años, estudiante al abrigo de la especialista Madeleine Vernon, se cultiva en la producción cinematográfica bajo el nazismo y, conmovido desde el deslumbramiento que le produjo en la infancia Escrito sobre el viento, se fija en Douglas Sirk —Detlef Sierck por aquellas fechas—, rutilante estrella de teatro primero y luego del cine en la UFA ya tomada por Goebbels, que abandonó Alemania rumbo a Hollywood cuando el clima político se volvió insoportable para él y, sobre todo, para su segunda esposa, Hilde, de origen judío.

Rossano, además de para el careo con el cineasta admirado, se teletransporta a los ochenta en Lugano por una necesidad de saber que le obsesiona, un hecho que pocos conocen y nadie había investigado (sólo la actriz Lil Dagover, al recontar su vida, parecía haber convocado al innombrable): el primer y único hijo de Sirk, Klaus Detlef Sierck, quien absorbido por su madre, Lydia Brincken, actriz despechada tras el divorcio y pronto fanatizada por el ascenso del nazismo, dejó muy pronto de tener contacto con su padre y se mantuvo en Alemania convertido en un prototipo, primero de niño, luego de joven ario –pelo rubio, ojos claros– en una serie de películas (algunas dirigidas por Veit Harlan, el responsable de El judío Süss) donde encarnaba el espíritu avasallador de la juventud hitleriana, el futuro del todopoderoso Reich.

Cartel de 'Kopf hoch, Johannes' (1941), protagonizada por Klaus D. Sierck.

Cartel de 'Kopf hoch, Johannes' (1941), protagonizada por Klaus D. Sierck.

Todo esto, que no deja de ser verdad, Rossano lo sabe porque lo ha visto en las películas. Es decir, los pocos indicios del cierto y obligado abandono de su hijo por parte de Sirk, le han servido al crítico para interpretar la obra, primero alemana y luego hollywoodiense, a partir de este desgarro. Y es que en no pocas obras del alemán el conflicto entre padres y descendencia ocupa un lugar central; incluso hay, desde su desembarco en el cine, cuando el traumático divorcio ya lo había separado de un Klaus de cuatro años, tantas imágenes, tantas líneas de diálogo, alrededor de niños huérfanos y desamparados, que bien podría pensarse, con Rossano, que la filmografía de Sirk escondiera, bajo la superficie de los géneros y las convenciones, una única carta de amor fácil de descifrar, una respuesta en imágenes dirigida al hijo ausente. 

Cuando el joven investigador se instala en el pasado y acierta a conversar a solas con el cineasta, se establecen las barreras; primero la de la timidez, pues la edad no le permite presionar a un hombre carismático, con el pie en el estribo; luego, la de la admiración y la idolatría. Mientras éstas van poco a poco cediendo, el aprendiz de detective parece llegar a la misma conclusión a la que advino otro de los que más obtuvieron del roce con el último Sirk, Rainer W. Fassbinder: si, para éste, Sirk fue capaz de esquivar el fácil desprecio y amar a los hombres tal y como son –cosa que el propio Fassbinder encontraba difícil de llevar a cabo–, Rossano halla en la lenta, y nunca definitiva superación del trauma de la pérdida del hijo, la clave, el perpetuo dolor íntimo, que le hizo comprender y respetar el género melodramático hasta llevarlo a sus últimas consecuencias desde la generosidad y la voluntad de entendimiento.
'Un père sans enfant'.

'Un père sans enfant'.

Un père sans enfant penetra así poco a poco en una herida, un abismo que también explica la perspicacia y gravedad definitiva del Sirk anciano y ciego, nueva encarnación del visionario Tiresias tal y como lo filman Drove o Eckhart Schmidt en Nach Hollywood. Douglas Sirk erzählt (1991). Pues esa herida, drástica desde el principio, se había suturado de mala manera cuando el cineasta y su segunda esposa vivían en la soleada California, lejos de la vieja Europa donde la destrucción avanzaba impidiendo obtener alguna noticia fiable del paradero de su hijo, para finalmente asumirse como inevitable, como propia de un tiempo fatídico en el que los hombres le habían dado la espalda a razón.

Rossano termina por recoger el secreto guante del esquivo Sirk y, décadas después, se pone a fabular los acontecimientos y a rellenar los intersticios, completando este sueño “de lo que pudo ser mi vida y lo que pudo ser la vida de mi hijo”, como le vaticinaba el alter ego del fatigado cineasta. De esta manera, el escritor imagina, desde lo que obtiene en documentos y huellas espigadas por allí y por allá, y teje, apoyada en la recuperación de la memoria de los variados encuentros del Sirk vuelto a Europa, una ficción a lomos de una investigación detectivesca que dibuja los contornos de una época compleja y difícil de asumir desde los postulados puritanos que ahora lo contaminan todo. Rossano ilumina los acontecimientos, sigue el rastro del frágil Klaus hasta el frente soviético, y elucubra sobre su caída en desgracia frente a Goebbels, que habría sellado su trágico destino en los estertores de la guerra. 

En definitiva, al escritor no le queda otra que perseguir sombras, ya que, cuando Rossano imagina a Sirk, no eran pocos los espectros que lo rodeaban: los de su etapa en la UFA bajo dominio nazi, los del propio Hollywood clásico ya desaparecido, y, los más penosos, los personales, ya que no le resulta arduo advertir que buena parte de la reputación obtenida por el cineasta en EEUU –aunque su tardío desembarco en la tierra de las oportunidades nunca fuera bien visto por los exiliados de primera hora– pasó por el enterramiento público de esa primera vida junto a Lydia y del fruto de ambos, aquel tímido Klaus de pantalón corto que agitaba la bandera de la cruz gamada en las películas.

Lo que transpira esta emocionante y elocuente novela, a la vez que añade otro destino más a la lista de aquellos que han sido imantados por Douglas Sirk –un auténtico excitador de escritura heterodoxa–, es la vertiginosa y grata sensación de que todo está aún por contar. Rossano, por un lado, cumple con Sirk, asume su silencio y elucubra con dignidad, y tentándose la ropa, los densos agujeros negros de una historia sumida en el escrúpulo y el olvido y donde no quedaban muchos hilos de los que tirar. Por otro, también respeta una promesa digna del cineasta, la de dejar constancia de aquellos emigrados en peores condiciones que las suyas y de los que casi no han quedado trazos. 

Así, Un père sans enfant, al hilo de esa extraña serie B que Sirk rodó en 1943, Hitler’s Madman, una suerte de carta de presentación con la que ahuyentar cualquier duda sobre su compromiso político antes y después del desembarco en EEUU, sirve para rescatar a ese “país abandonado en un plató”, como lo llamó el propio Sirk, compatriotas que el cineasta convocara para aquella ocasión y que luego, en muchos casos, no han arañado ni tan siquiera la fetichista memoria cinéfila: Richard Ryen, Louis V. Arco, Walter Bonn, Ernst Hausman, Adolf E. Licho… nombres que en el libro se reúnen con otros más famosos, e incluso malditos, como el de Kristina Söderbaum, la famosa actriz y viuda de Veit Harlan, a la que Rossano invoca en busca de pistas sobre los últimos años de Klaus.

'Tiempo de vivir, tiempo de morir' (Douglas Sirk, 1958).

'Tiempo de vivir, tiempo de morir' (Douglas Sirk, 1958).

En contrapartida, Rossano adquiere en este viaje literario –y nos las traspasa mediante sus intuiciones y descubrimientos– las herramientas con las que continuar aprendiendo a penetrar oblicuamente en la historia del cine. A saber atender a lo que las películas esconden debajo de argumentos y peripecias: el cine, en definitiva, como reunión de fantasmas que nos susurran los secretos más íntimos de las personas que las pusieron en marcha.

Después de Un père sans enfant costará no ver en Rock Hudson al sustituto soñado de Klaus, hijo añorado por un padre preso de un hondo sentimiento de culpa; por no hablar de la resonancia que adquiere su adaptación de Remarque, Tiempo de vivir, tiempo de morir (1958), ahora una bellísima parábola póstuma; o de la pátina trágica con la que se recubren los dramas y comedias anestesiantes o propagandísticos donde se fijara para la posteridad el reflejo del pequeño actor-prodigio azuzado por la sed de venganza de una madre nazi. La paradójica conclusión podría ser la siguiente: cuanto más claro se nos presenta o más conscientemente participamos de un contexto histórico, más compactos se muestran los muertos que nos miran desde la pantalla (y más abrasivo nuestro delirio).