Fantasmas alrededor de Genjuro
Capricci distribuye 'Cuentos de la luna pálida', el clásico japonés de Kenji Mizoguchi, en una versión restaurada por The Film Foundation (Martin Scorsese)
30 abril, 2019 00:00Muchos han intentado calmar, nombrándola de alguna manera, la sacudida que produjo y sigue produciendo esta película, Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953), título emblemático que desde la década que descubrió el cine japonés en Occidente –años 50, festivales de Venecia y Cannes– pasa por resumir el arte de Mizoguchi. Un arte que dependía del dominio de un lenguaje propio, aquella esquiva y problemática puesta en escena, que reforzaba la noción de una especificidad cinematográfica aupada en materiales preexistentes –los cuentos entremezclados de Akinari y la injerencia del Decoré! de Guy de Maupassant– sólo para poder brillar con mayor intensidad. Así, Rivette, Moullet o Daney pudieron coincidir en que poco importaba que el cineasta fuera japonés, el espectador europeo y el contexto medieval, cuando la emoción comparecía y asaltaba, como aquí, a partir de un sofisticado despliegue de la mirada sobre el mundo que devolvía una imagen sensible de su misterio inefable.
En la preciosa correspondencia que mantuvieron Mizoguchi y su principal guionista, Yoshikata Yoda, se va perfilando el andamiaje que sujeta el milagro fílmico a golpe de dudas y, a veces, ásperas reconvenciones mediante las que el maestro acostumbraba a censurar las progresiones dramáticas de sus guionistas. Y si con Yoda se abría a la discusión sobre cómo abordar con mayores garantías el componente fantástico del film –algo novedoso en su filmografía y que le generaba una disyuntiva entre la vía de la explicitud onírico-daliniana y la de un enfoque más ambiguo y realista, por la que finalmente apostaría–, la conversación devenía en monólogo intransigente cuando Mizoguchi ponía por escrito aquello que en toda aventura estética responde a un inasible convencimiento imposible de comunicar del todo ni al más estrecho colaborador: que la película no fuera explicativa, que hubiera una correspondencia exacta entre palabras y gestos, que primara lo arquitectural o ambiental en detrimento de lo dramático. Ante los momentos más álgidos de Cuentos de la luna pálida se puede sentir verdaderamente a qué se refería el cineasta con esta terminología, pero pocos han sido capaces de traducirlo.
Wakasa (Machiko Kyo) espía el sueño de Genjuro (Masayuki Mori).
“La muerte de Miyagi en Cuentos de la luna pálida me clavó, desgarrado, a una butaca del estudio Bernard […] Porque Mizoguchi había filmado la muerte como una vaga fatalidad que, como se veía claramente, podía y no podía suceder”. Reincidimos, como casi siempre, en la cinefilia oracular de Serge Daney, quien en Perseverancia sí supo verbalizar, y en cierta medida completar como el gran crítico que fue, estas vagas expresiones del creador, la intención del cineasta japonés de recolectar destellos en el confuso y abigarrado transcurrir de lo real, explicando el mundo mediante ese tenue coloreado que responde a lo que Paulo Rocha llamó “una especie de síntesis absoluta”, al sorprender en el Mizoguchi de madurez –aquel que caía finalmente en la japonesidad como maldición formalista-decorativa vista con buenos ojos por el distant observer occidental– la sabiduría zen descifradora de las razones últimas de la existencia.
Abandonada junto al hijo común por su esposo Genjuro, vano perseguidor de sueños de ascenso socioeconómico en tiempos de guerra y hambruna, a Miyagi la asaltan dos soldados desesperados, que le arrebatan la poca comida que lleva encima. Antes de darse a la fuga, uno de ellos, con la mujer dando la espalda a la cámara y hurtando así al objetivo este momento decisivo, parece clavarle su lanza, lo que sólo advertimos por la concatenación de los efectos: la caída de la mujer, la expresión de dolor en el suelo, su lenta y maltrecha reincorporación al viaje de vuelta con el niño a cuestas.
Daney, que venía de rememorar la zurra a Pontecorvo por aquel trávelling de Kapo, contrastaba el uso estetizante, amanerado y pornográfico de los movimientos de cámara del italiano con la escenificación de la muerte de Miyagi en la película de Mizoguchi: un acontecimiento que no posaba para la cámara, una manera de señalar con la mirada y no con el dedo, que llegaba a provocar en el espectador el loco deseo de que no hubiera tenido lugar aquello que se había ocultado a sus ojos.
La espectral Miyagi cosiendo mientras Genjuro y su hijo duermen.
De esta manera, en el cine caligráfico –el del trazo ininterrumpido– y horizontal –el asemejado a la narrativa ilustrada del emakimono– irrumpía el desorden, como si un pasaje de newsreel bélico, recordaba el cineasta Masahiro Shinoda, se hubiera colado en la elegante orquestación de Mizoguchi: y eso es lo que clava y desgarra, tener noticias del absurdo de la guerra como a escondidas; que el cine fuese capaz de transmitir un saber “tan furtivo como universal”.
Otro aspecto a considerar recae en la forma en la que Cuentos de la luna pálida añade a la exactitud de su entramado formal el suplemento de su autorreflexión como film fantástico donde se cuenta, entre susurros, cómo viven los fantasmas. Y cómo éstos rodean a los artistas, los acechan y los empujan. Se puede, en este sentido, traer a colación el peso de lo onírico y sobrenatural en tradiciones escénicas niponas como el kabuki o el nō. Pero, evidentemente, en una película en la que se confunden los vivos con los muertos, y viceversa, resulta más provechoso atender a las consecuencias de esta decisión de relacionar tan estrechamente la carne con el espíritu, sin recurrir a los códigos ni a los sobreentendidos del género fantástico. Si es verdad que el cine apuesta parte de su dimensión estética al contrabando de información sobre su naturaleza de frágil fantasmagoría, Cuentos de la luna pálida se señala como esa concatenación de pliegues de espacios y tiempos donde se escenifica la dialéctica entre cuerpos y atracción inmaterial.
Los inolvidables fantasmas de la princesa Wakasa –proyección de la ambición desmedida y del deseo de Genjuro por trascender su artesanía y su miserable existencia– y de su esposa Miyagi –representante, en palabras del propio Mizoguchi, tanto del amor conyugal y la fidelidad como de la nostalgia natal, de la transmisión y el rotar de las estaciones–, noche y día en definitiva, comparten no obstante un emocionante momento de soledad intransitiva.
Los inolvidables
Ambos fantasmas surgen de repente, sea en el trasiego del mercado popular, sea en el recorrido rectificado de un movimiento de cámara que persigue el regreso desesperado del marido a casa tras la egoísta aventura en la ciudad. Y ambos, espíritus femeninos de mujeres sacrificadas y reunidas por desparejadas obligaciones más allá de la muerte, disfrutan de una parecida autonomía mientras Genjuro duerme a sus pies. Sólo el espectador tiene la suerte de espiar esta espalda del tiempo que es la cotidianidad del fantasma, metáfora del propio dispositivo cinematográfico y representación de uno de sus grandes dones —proporcionarnos la posibilidad de ser testigos de nuestra propia ausencia, como cuando Proust seguía los movimientos de su abuela sin que ella lo notara—, que aquí recibimos como el más preciado de los regalos.
Wakasa en el vislumbre poscoital de esos amores que no pudo tener en vida o Miyagi zurciendo en la profundidad de la noche tras convencerse de que su abandono y asesinato al menos habrán servido para hacer de Genjuro un verdadero artista, encarnan una transitoria victoria de la luz sobre las sombras. Resplandores más allá de todas las miradas narrativas –entonces suspendidas– que momentáneamente escapaban a su total absorción por parte de lo oscuro, fugacidades que sólo el cine tiene la modestia de inmortalizar, armonizando las sensaciones de la materialidad del celuloide con las hondas implicaciones de sentido que aquí se despliegan.
Y es que acertaron Jean Douchet y Luc Moullet al poner en duda el moralismo que incluso el propio Mizoguchi veía en las imposiciones a la historia por parte del estudio Daiei, especialmente en su desenlace escatológico. Cuentos de la luna pálida, como notara el segundo en su texto en Cahiers, era una película que incorporaba su propia crítica en su mismo desarrollo, y quizás ni el propio cineasta pudiera reconocer conscientemente a lo que apuntaba aquella Miyagi de postrimerías atada a la eterna penumbra.
Y es que acertaron Jean Douchet y Luc Moullet al poner en duda el
Vinculada a la renuncia, al mono no aware contra el que Genjuro ejecuta su desmesurada aventura, ella posibilita la antítesis –de bondad y moral– para que después de haber yacido con la estetizante Wakasa –el malvado autismo del arte por el arte– el ceramista redondee la síntesis que lo alumbrará como verdadero artista, aquel que tras pagar el precio podrá volver a escuchar la voz desencadenada de la muerta, “la tierna voz amante de la inocencia original, la frescura primera de la inspiración” (Douchet).
Genjuro, como Mizoguchi, termina por saber lo que le debe a sus fantasmas, al sacrificio de las mujeres que lo rodearon. Asimismo, que el verdadero artista es aquel que le puede sacar brillo a su tesoro de dolor escondido, lo que supone aceptar la impureza constitutiva de su arte, los kilómetros de desierto atravesado para conjugar belleza con moral.