La soledad era esto
Ahora que se estrena la nueva entrega de La guerra de las galaxias, Los últimos Jedi, vuelvo a experimentar esa melancólica soledad de no formar parte de la extensa comunidad internacional que ha encontrado en la saga de George Lucas un motivo para vivir, un estímulo considerable y, prácticamente, una causa que defender. Me enfrento al estreno de Los últimos Jedi con el desinterés y la displicencia con la que salí del cine, a finales de los setenta, tras ver el primer episodio de la serie, que me pareció una fantasía popular con toques de humor de patio de colegio muy poco atractiva. Sé que si hubiese pillado la magia de Star Wars sería un hombre más feliz, pero no ha habido manera.
Uno busca causas en la ficción porque no las encuentra en la realidad. Si eres de Barcelona, pero te la pela lo que haga el Barça y, además, no te has apuntado al prusés, te sientes mucho más solo que los que van el domingo al campo de fútbol y se apuntan a todas las manifestaciones para exigir la libertad de los Jordis. Pero mi descreimiento me impide ser como todo el mundo hasta en el campo de la ficción audiovisual. Aunque he hecho mis esfuerzos.
Me tragué la primera entrega de El señor de los anillos a ver si me enganchaba a una historia inspirada en un libro al que no me había acercado jamás en la adolescencia. Había algo en esas aventuras de princesas y gnomos que como que no. La película era larguísima y no me salí del cine porque fuera llovía, pero me aburrí como una seta. Para vengarme, elaboré la teoría de que Tolkien era un pervertido sexual obsesionado por los adolescentes bajitos de pies enormes, que no hizo mucha gracia entre mis amigos entregados a la saga.
Sé que si hubiese pillado la magia de Star Wars sería un hombre más feliz, pero no ha habido manera
Años después, lo volví a intentar con Juego de tronos, llegando a tragarme entera la primera temporada. Pero a principios de la segunda, me encontré preguntándome a mí mismo: “¿Pero a ti qué te importa esa historia de reinos imaginarios regidos por dinastías con apellidos absurdos?”. Sí, vale, el personaje del enano (Peter Dinklage, un actor estupendo) me caía muy bien, pero lo hubiese preferido en una sitcom solo para él. Disfrutaba enormemente de la belleza de Lena Headey y Emily Clarke, pero me estaba entrando la molesta sensación de estar perdiendo el tiempo con una historia que ni me iba ni me venía. Tercera oportunidad perdida de integrarme en un colectivo feliz. ¿Estaré condenado a pasarme lo que me quede de vida leyendo libros que nadie lee y viendo películas de las que la gente pasa olímpicamente?
Me vendría muy bien una causa, real o de ficción, pero no la encuentro. Quisiera sentirme acompañado, pero no sirvo ni para trekkie, pues solo disfruté en mi infancia de la serie original: intenté revisarla y solo vi una fantasía de cartón piedra que no me causó la grata impresión que recordaba. Ya sé que mi actitud denota una personalidad fuerte y marginal, pero créanme si les digo que eso es incomparable con la felicidad que se veía en las caras de los asistentes al estreno a medianoche de Los últimos Jedi, con sus disfraces, sus espadas láser de pegolete y su satisfactoria sensación de pertenecer a una comunidad.