Antoni Tàpies, la vida en un calcetín
La fundación creada por el artista catalán para conservar y difundir su legado creativo cumple su tercera década de actividad dedicada al estudio del arte contemporáneo
18 noviembre, 2020 00:10A partir de una foto de Robert Capa en la que se ve a un niño en las calles de Barcelona con un colchón atado con una cuerda, durante la entrada en la ciudad de las tropas nacionales, en 1939, Antoni Tàpies entró en la obra como experiencia. Miles de personas huyen con lo puesto; con la casa a cuestas. Así lo expresó en Matalàs, una obra muy posterior (1987) a la primera impresión; una pieza escultórica que relaciona la guerra española con otros conflictos vividos, como los Balcanes, la deportación de los kurdos en Turquía o la guerra de Irak. El dolor de una escena vivida en plena adolescencia se unió a la violencia cercana de conflictos ampliamente conocidos, gracias a los medios. Y se concretó en un colchón (Matalàs) sobre la espalda de un niño: el origen como peso del mundo.
Matalàs es Tàpies en estado puro: conjuntos homogéneos de fragmentos que responden a imágenes del pasado, y que han permanecido latentes hasta su regreso a la mente del artista, reactivada por otras imágenes más recientes. Así es en las obras de volumen. Las piezas escultóricas de este artista singular no pertenecen al ámbito del inconsciente sino a la memoria latente; reconocen el origen organoléptico de la naturaleza transformada en arte. Tàpies selecciona con esmero los fragmentos que un día compondrán un conjunto, una obra. Se aleja del fruto del momento, como podría ser la serie pictórica de Le Corbusier en La chute de Barcelona, (1939) una incursión en los pinceles por parte del arquitecto vanguardista relacionado con el GATCPAC en los años treinta. La chute es una exclamación, una invitación al horror, como el Guernika de Picasso es una impresión denunciadora, inundada por la iconografía de la piel de toro. Tàpies es otra cosa; se acerca a la recomposición lenta del expresionismo alemán.
Antoni Tàpies en su estudio / TERESA TÀPIES DOMÈNECH
Se cumplen los treinta años de la Fundación Antoni Tàpies –creada en 1990– que, además de difundir la obra del artista, es una ventana abierta de par en par sobre el arte contemporáneo, siguiendo el pie de la letra su espíritu fundacional. Este patronato despliega por géneros los surcos abiertos por el pintor y escultor barcelonés, desde Comunicación sobre un muro hasta los lienzos de Comunicación de la miel, pasando por el dibujo o el collage en Los carteles de Tapies, y el conjunto El Tatuaje y el cuerpo. Recoge también los libros del artista, reunidos bajo el epígrafe Escritura material; su obra política se reúne en Biografía política; su relación con las artes escénicas está compilada en Teatro, y los empeños de última hora, dedicados al grabado en el El ácido y mi cuchillo.
La Fundación Tàpies tiene su conocida sede en un edificio barcelonés del arquitecto modernista Lluís Domènech y Montaner, en cuya fachada se han ido colocando, a modo de imagen de marca, toques peculiares del artista, como Nubes y Silla, la obra que corona la sede. Su trayectoria ha sido museizada en la institución y ha vivido casi siempre marcada por polémicas, entre artistas y curadores, a lo largo de las tres décadas; las dos últimas décadas, transcurridas tras el remozamiento del centro, la mirada de Tàpies puede recorrerse en la Fundación a través de las sucesivas rupturas conceptuales y estéticas del artista, de la mano especialmente de Xavier Antich, filósofo y actual presidente del patronato.
Edificio de la Fundación Tàpies en la sede de la antigua Editorial Montaner y Simón, obra de Lluís Domènech y Montaner, restaurada por los arquitectos Roser Amadó y Lluís Domènech Girbau
La obra más polémica de Tàpies es el famoso Calcetín, montado en su momento en el taller de Pere Casanovas, en Mataró, sobre una estructura reticular de acero inoxidable que le da forma. Es un gigante calcetín de apariencia textil y entraña metálica, levantado a escala desde la maqueta del artista, que sirvió de inspiración a los artesanos divididos entre la mística del arte por el arte y el humor sarcástico contra el genio de la inmaterialidad. La pieza fue instalada en la Sala Oval del Palau Nacional de Montjuïc, durante el paréntesis olímpico de 1992, y fue rechazada por el influyente Museo Nacional d’Art (MNAC). Finalmente fue trasladada a la terraza interior de la Fundación Tàpies el día de 2010 que el centro reabrió sus puertas, después de una profunda remodelación. Los fondos de la Fundación, formados con la obra donada por Teresa y Antoni Tàpies, constituyen la más completa colección de las obras del artista catalán.
El Calcetín es también un logro de artistas y artesanos, la colectividad creativa que impulsó a Gaudí para levantar la Sagrada Familia, la que puso sobre el escenario al Ubu Rey del dramaturgo francés Alfred Jarry, la misma que Miró estableció en diferentes momentos escénicos en busca del llamado teatro del absurdo. Formando parte de este conjunto –el momento modernista del tiempo de las catedrales– podría decirse que Tàpies siempre trabajo a posteriori; después del pensamiento alejado de la engañosa inspiración del ojo humano.
Calcetín, de Antoni Tàpies (Fundación Antoni Tàpies / CAAAN
Sirve de ejemplo su paso por la corriente del arte pobre, donde sobre sus propios óleos el artista proyectó arena, colores, cenizas, objetos en suma, para ofrecer relieves y sombras. El arte pobre coincide con lo que los especialistas en la obra de Tàpies han llamado la neofiguración, aparecida en la mitad de los sesentas con obras como Materia gris en forma de sombrero, 1966; Tres sillas, 1967; Dos cruces, 1967), todas ellas una repetición de maderas ensambladas, ropa, sillas o libros quemados, objetos con los que el relieve sale de la tela y se inmoviliza en el espacio. La difusión internacional de Tàpies en los años setenta de la pasada centuria es deudora de sus esculturas en el espacio; fue su momento explosivo de la realidad áspera, cuando el artista se sintió más escultórico que pictórico y, sin tal vez perseguirlo, abrió la puerta a la carga emocional del arte pobre.
Tàpies es uno de los comienzos de la individualidad en el arte contemporáneo, sabiendo de antemano que su tiempo –nació en 1923 y falleció en 2012– estaba marcado por el aligeramiento de la personalidad. La figura del creador endiosado –Dalí, Duchamp, Picasso– es un contrasentido; Tàpies lo reconoce, pero está dispuesto a levitar como el que más si aparece la ocasión. Y la ocasión se deja ver nítidamente a través de la reflexión: su obra esta intencionalmente contenida en sus libros. La práctica del arte, (1970); El arte contra la estética, (1974; Memoria personal, 1978; Por un arte moderno y progresista, (1985) son las piezas de pensamiento literario y artístico que le encumbrarán ante la crítica y le abrirán las puertas en bienales y premios. Fue miembro de la Academia de San Fernando y Premio Príncipe de Asturias.
En los comienzos, la duda es enemiga de la pasión. A los veintidós años, Tàpies renunció a la carrera de Derecho para dedicarse de lleno a la pintura, arte que abordó a través del collage (hojas de periódico, papel de estaño, cuerdas) y de pinturas terrosas que presentan grattages (raspaduras) y graffitis. Antes de la obra aletearon la impresión y el deseo, dos cosas que en Tàpies fluyeron empezaron a fluir en el Círculo Maillol, impulsado por Ramon Rogent, Josep Guinovart y otros artistas, a la sombra del Liceo Francés de Barcelona. Fue su primer paso; el impulso llegaría tiempo después y se haría visible en exposiciones combinadas con sus colegas de Dau al Set –entre 1948 y 1962–, un grupo en el que coincidió con Joan Brossa, Tharrats, Joan Pons y Modest Cuxart.
El Tàpies primerizo bebió en la herencia de Paul Klee y de Max Ernst. Del primero tomó el claroscuro para desplegar un movimiento alternativo entre los polos blanco y negro. La austeridad cromática de su extensa obra, emparentada con el informalismo, nace de un trabajo posterior a la experiencia vivida. La escuela de la mirada en Tàpies no es un apriorismo estético sino el resultado de una larga inmersión en el objeto que se convierte en arte. El pintor se situó en las antípodas del impresionismo, un grupo de maestros “situados en la maleza, donde nacen las apariencias” –Paul Klee en Teoría del arte moderno, (Cactus)–. Tàpies ocupa el reverso de la moneda: en una cara va el color, el fauvismo de maestros como Manet; y en la otra cara, Tàpies impregna el claroscuro, la materia inerme.
Cuadro de la serie Tàpies a los treinta / FUNDACIÓN ANTONI TÀPIES
Décadas más tarde, el Tàpies de la plenitud renunció a los efectos impactantes de la materia; entró para siempre en el predominio de los tonos grises, solo a veces interrumpidos por colores vivos (verde, rojo), y en los que aparecen impresiones textiles, signos (semicírculos, triángulos) y letras deformadas. Un regreso al origen en pleno éxito; la reiteración de Klee; el momento de la argamasa, mezcla de óleo, mármol pulverizado y pigmentos en polvo disueltos en látex. La consagración de un mundo fosilizado, desvaído más que incoloro, que le fue reconocida con un alto galardón: el premio Carnegie. La influencia del expresionismo sobre su obra borra los restos de las vanguardias en sus trabajos para centrarse en el rebote del creador, donde los estímulos de la naturaleza son devueltos por un conjunto clasificable de signos. En el expresionismo de Tàpies pasan años entre la impresión recibida y la restitución productiva, convertida ya en obra de arte.
En su momento, se dijo que Calcetín representaba una bocanada de aire puro en un ambiente museístico marcado por un exceso de eclecticismo. La imagen más emparentada con su autor pudo haber anunciado un tiempo nuevo, frente a Matalàs, citada al comienzo, que abunda la distancia temporal entre el impacto y la devolución (medio siglo). Lo nuevo y lo antiguo; la creación y su ocaso en el Campo de Marte (la caída de Barcelona); la vida y la muerte.