Interior del proyecto cooperativo La Borda /  LLUC MIRALLES (LACOL)

Interior del proyecto cooperativo La Borda / LLUC MIRALLES (LACOL)

Artes

La vida en estancias

El proyecto La Borda, en Sants, impulsado por la cooperativa Lacol, donde se ensayan nuevas formas de habitabilidad, gana el Premio Mies van der Rohe en la categoría de arquitectura emergente

7 abril, 2021 00:10

Un fantasma recorre esta Europa de comienzos de siglo, se agita en las sombras de la vida cotidiana y, a veces, revela su presencia en el agitado soporte de la comunicación. Se viste con diferentes ropajes, pero siempre nos retrotrae a una apuesta, ya lejana, que no ha dejado de estar presente en diversos acontecimientos culturales y urbanos a lo largo del siglo XX. Es quizás la aportación más importante de esa cultura siempre emergente, repentina y cambiante sobre la existencia humana, que cuando se agita nos recuerda que nuestra existencia se desarrolla en estancias, allí donde habitamos

Sean las plazas de cualquier capital o la pequeña cabaña en el bosque, una catedral perenne o una sencilla estación de gasolina, estos lugares forman parte de nuestra vida y están vinculados a la idea moderna de la habitabilidad que, igual que un software, ritualiza el despliegue de nuestros cuerpos en el espacio. En este sentido, la estancias que habitamos actúan como gimnasios, donde educamos nuestro cuerpo y también nuestra mente en un sabio comportase. 

Fue encomendada a la arquitectura la tarea de proveer la instrumentación, la gestión y la implementación de un medio urbano –o territorial– inexistente. Así, comenzó la vieja disciplina artística que debía aunar máquina y costumbres, producción y cultura, en busca de unos lugares ideales que mostraran cómo sería una nueva vida. La arquitectura llegó a convertirse –al menos esa era su pretensión– en la guardiana de la habitabilidad moderna, estableciendo en cada ocasión su naturaleza, sus ideales y su materialidad. Aparentemente, el fantasma había sido conjurado y corporeizado por un soporte técnico extenso que, como un desplegable, se estiraba desde cada elemento de la casa hasta la ciudad o el territorio: casas, bloques, barrios, distritos, infraestructuras, ciudades, comarcas o países eran colonizados por esa habitabilidad concreta y potente de la arquitectura moderna. 

Allá por la década de los ochenta, un arquitecto holandés todavía joven calificaba la arquitectura de su época –todavía moderna– como “la dama gorda del museo de los horrores”. Más allá de la dudosa comparación, el airado y desafiante comentario ponía el acento en su incapacidad para responder a los cambios producidos en la habitabilidad contemporánea. Sus servicios, hallazgos y ofrecimientos ya no eran necesarios, la cultura de consumo y de masas estaba en condiciones por sí misma de ofertar una panoplia de posibilidades a una idea de habitabilidad encarnada como práctica propia y diferenciada por el cuerpo de los individuos que la poblaban; junto con la biopolítica o quizás formando parte de la misma, la habitabilidad había pasado a ser ahora responsabilidad de cada uno de su componentes, que asumían el mandato de instalar la suya propia en un conjunto de estancias dispersas y complementarias. 

Ahora, cuando celebramos como descubrimiento –inercia de la sostenibilidad– el último premio Pritzker a una pareja de arquitectos tan singulares como Lacaton y Vassal, no podemos sino revelar la trama de una producción social en la que los individuos se encuentran y definen una habitabilidad común propia, entendida como parte de una inteligencia general. Esto y no otra cosa era aquella propuesta hecha por la cultura del siglo XX a los hombres modernos. 

Sólo hay que pasear por las ciudades de Europa para encontrar encarnado aquí o allá este fantasma, que por un momento encuentra algo de sosiego. Ocurre, por ejemplo,  en ese el pequeño corredor del barrio londinense de Dalston, denominado como Dalston Eastern Curve Garden: un espacio gestado por la habitabilidad diferenciada de un grupo de vecinos, que escenifican en él su entendimiento de estar en el mundo mediante “la arquitectura como catalizador social y parte de una amplia red de escenarios inclusivos donde numerosos actores se encuentran o son convocados”. Y esto, con el acompañamiento del estudio de arquitectura y arte Muf, de Katherine Clarke y Liza Fior, y los paisajistas J&L Gibbons. En Londres o en Berlín, con la experiencia de los Jardines de la Princesa que inició y alentó Nomadic Green alquilando un solar abandonado de la Moritzplatz para ensayar un modelo participado de agricultura urbana como manera de hacer ciudad y crear un nuevo lugar de aprendizaje urbano.

Tampoco hace falta rastrear demasiado en territorios más cercanos para localizar estas cristalizaciones y contemplar la trayectoria de compromiso y sensibilidad de una producción arquitectónica que en los últimos veinte años ha venido moviéndose en los márgenes, entre membranas, con manifiestos específicos que han visibilizado y caracterizado estos umbrales que invitan y facilitan el tránsito a otros modos de vida. Son notorios los grupos de arquitectos y colectivos que de manera autónoma, o reunidos en redes como La Ciudad Viva (plataforma ahora inexplicablemente desactivada, gestionada por Reyes Gallegos y Laboratorio Urbano) o Arquitecturas Colectivas (el lugar de encuentro impulsado por el Equipo Straddle3), se han hecho presentes a través de sus ensayos alrededor de otros escenarios de habitabilidad más comprometidos y que comparten un formato de trabajo basado en procesos cooperativos desde y para la ciudadanía. 

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En esta urdimbre podemos reconocer, tras dos décadas, los itinerarios de Ecosistema Urbano, guiados por Belinda Tato y José Luis Vallejo, o los de Zuloark, trabajando en plataformas como El Campo de Cebada o Inteligencias Colectivas, para dar forma a procesos de diálogo entre vecinos y técnicos que van desde el diseño a su construcción. Con ellos y otros tantos colectivos de igual interés entrevemos a Santiago Cirugeda en Recetas Urbanas, a Jon Aguirre en Paisaje Transversal o a la cooperativa de arquitectas y arquitectos Lacol, comprometidos con un proceder que se enuncia y hace desde abajo, participativo y como acompañamiento, atendiendo a otras premisas y argumentos de lo arquitectónico y su ejercitación. 

Su visibilidad comienza a extenderse al ámbito internacional, Muchos de ellos estarán presentes en la 17ª Exposición Internacional de Arquitectura de la Biennale di Venezia, comisariada por Hashim Sarkis bajo el lema How Will We Live Together?”, que abrirá sus puertas –Covid mediante– el 22 de mayo. Algunas de estas propuestas estarán presentes en el Pabellón de España y otras se expondrán en el Arsenale, donde el colectivo Lacol, residenciado en el barrio barcelonés de Sants, mostrará el proceso de la vivienda cooperativa de La Borda, ganadora del Premio europeo Mies van der Rohe de Arquitectura Emergente, y que el Colegio de Arquitectos de Cataluña considera una referencia de las nuevas cooperativas en Barcelona en Habitar altrament.

Se trata de 28 viviendas y espacios comunitarios en régimen de cooperativa –cesión de uso– localizadas en la antigua fábrica de Can Batlló. Un proyecto que es fruto de un diseño participativo que, a través del aprendizaje mutuo entre usuarios y técnicos, llevado a cabo con una gran carga de complicidad y confianza, abarca desde la localización del sitio hasta su realización. La obra tiene algo de instalación o mueble que dispone del contenedor para crear una forma de vida propia y singular a quienes van a ocuparla. “Un espacio hecho entre todas y para todas” –dicen– “articulando las redes donde desplegar y encadenar con facilidad las tareas productivas y reproductivas”. 

La Borda trasciende la funcionalidad y convencionalidad de la casa de familia, tiene en cuenta los deseos de sus usuarios, potencia los espacios de encuentro comunitario,  flexibles y creativos y, al tiempo, cubre las necesidades de cada uno de ellos. Tan importante es hacer esto como la manera de lograrlo y la forma de contarlo para poder replicarlo. En este caso, mediante un proceso participativo desarrollado con talleres específicos, que recorren desde la gestión cooperativa y la idea de habitación hasta la definición del programa de la casa, sin olvidar las soluciones o detalles de obra definitivos, que se hacen explícitos en exposiciones y publicaciones como Habitar en comunidad, escrita conjuntamente con La Ciutat Invisible. Lacol, igual que el mimbre de un cesto, propone una forma de habitabilidad moderna basada en la comunidad que viene, un episodio más de esa genealogía mediante la que la arquitectura mutó desde la naturaleza, proyectando su ambición de dominio, hacia una existencia globalizada.