
‘Mondrian’, 1973. Acrílico sobre tabla. Soledad Sevilla.
El espacio reinventado de Soledad Sevilla
La exposición retrospectiva que organiza el Museo Reina Sofía en colaboración con el IVAM, donde viajará a continuación, reivindica la abstracción geométrica de la artista valenciana, Premio Nacional de Artes Plásticas
Por una parte, está lo que la realidad hace a la pintura. Es decir, moldearla a su imagen. Llevar las líneas por donde ha pasado antes el ojo, como sucede en los contornos precisos de las estampas venecianas de Gentile Bellini a la témpera. Por otra parte, lo que la pintura le hace a la realidad, llevando el ojo por donde pasan las idas y venidas un poco caprichosas del pincel, como empezaron a hacer su hermano, Giovanni Bellini, y Tiziano con la libertad que permitían sus experimentos al óleo.
Ambas tendencias coexisten en diferentes grados desde la noche de los tiempos. Antes de Piet Mondrian, que pertenece a la segunda—igual que Soledad Sevilla (Valencia, 1944) y su admirado Velázquez— nadie había llegado nunca tan lejos en el intento de imponer al cien por cien una sobre la otra. Reduciendo la realidad a las líneas de una cuadrícula, él quiso descubrir, bajo el aparente caos, una armonía universal que debía incluso sustituir a la religión y crear un mundo nuevo.

‘Las Meninas’, 1983. Acrílico sobre lienzo.
La clave estaba en limitarse a la horizontal y la vertical (para equilibrar los opuestos), eliminar la perspectiva (para fundir el ego con lo colectivo) y usar colores primarios (para evitar los matices de la sentimentalidad subjetiva). Como el de todos los grandes, su fracaso tuvo algo de glorioso porque, mientras buscaba un idioma común, creó el estilo individual más reconocible del siglo XX.
Así las cosas, resulta muy sagaz la idea de la comisaria de la exposición, Isabel Tejeda, de colocar a la entrada del recorrido un cuadro de la primera etapa de la artista que se titula, precisamente, Mondrian, de 1973. Allí se ve el gusto que Sevilla comparte con el holandés por el rigor del lenguaje geométrico, al que siempre ha sido fiel, pero sobre todo se aprecian —en un uso de los colores que insinúa la ilusión tridimensional— un par de diferencias determinantes. Ella necesita la emoción y necesita el espacio: los místicos olvidan demasiado a menudo que hay que respirar.
Soledad Sevilla fue una de las pioneras del Centro de Cálculo de Madrid, donde se empezó a trabajar con ordenadores muy pronto, a finales de los sesenta. Aprendió mucho sobre lo que aportaba la geometría pero también que la informática no la convencía. La mano aún era más rápida que la máquina y además ella quiere mantener siempre el contacto físico con la pintura.
En muchas de las piezas de esa época, reinterpretando instintivamente el lenguaje minimalista, se resiste a despojar sus líneas de emoción. Imaginemos una red detrás de otra: si la giramos, la desplazamos, o utilizamos el color, o varias cosas a la vez, como en el cuadro dedicado a Mondrian, aparecen efectos de luz, ritmos. No hay un crecimiento real hacia el fondo, pero sí en potencia.

Cuadros de la serie ‘Alhambra’ en parejas con luz de noche y de día.
Precisamente, la beca de Harvard de principios de los ochenta se le concedió por su propuesta de echar las redes en nuevos caladeros, en vez de limitarse al papel. Sin embargo, le dejaron menos sitio del que ya tenía en casa: la mesa de un estudio que también hacía de dormitorio y papel Kraft en rollos. Su solución consistió en desplegar largas tiras con sus tramas en el césped del campus, y hasta especuló con la posibilidad de pintarlas en el suelo de un claustro, anunciando la querencia a envolver al espectador sin salir del plano. Fue el primer paso hacia su idea del espacio no como algo invadido de objetos sino susceptible de ser ocupado como lo hace la luz, o un aroma.
A su regreso estaba lista para transformar todos los recursos aprendidos en atmósfera. Sevilla es uns de esas escasas artistas a las que se otorga por consenso, aunque no se sepa muy bien por qué, una bula para perseguir de manera explícita la belleza, sin pretextos. Tal vez sea, sencillamente, porque lo hace con éxito. En sus series dedicadas a Las Meninas (1982) y La Alhambra (1984-1987), las redes se vuelven casi matéricas y vibran sobre superficies coloreadas en ángulos que evocan la profundidad.
Ningún cuadro está completo por sí mismo, sino que hay que mirar una serie entera, o parejas opuestas con luz de día y de noche, para entender la composición, como si la pintora la ofreciese por capítulos. Así, es capaz, a través de meras formas y colores, de ocupar un espacio más amplio, que nos incluye, con la esencia emotiva de esos lugares —la penumbra del Real Alcázar o el centelleo de las albercas nazaríes.
Sus intervenciones se basan en el mismo concepto. Se puede caminar por ellas sin tropezar con nada pero no sin encontrarse algo. El patio del castillo de Vélez-Blanco, al proyectar en sus en muros desnudos imágenes del expoliado claustro que alojaban, se llenó de memoria. En la delicada instalación El tiempo vuela (1998), donde suele acumularse inadvertidamente el público, vemos escrito el verso de Machado, "Y es hoy aquel mañana de ayer", mientras cientos de mariposas idénticas giran en la pared, colocadas cada una sobre el mecanismo de un reloj. Es una sala repleta de tiempo. El tic tac provoca tanto la punzada de los segundos que se van como el acto de distraernos con el aleteo, administrando a la vez el veneno —necesario— y su antídoto.

‘Díptico de Valencia’, 1996. Óleo sobre tela. Soledad Sevilla
En los noventa, problemas de movilidad obligaron a Sevilla a hacer que se desplazase el cuadro, ya que ella no podía, para mantener los formatos grandes. Optó por una acumulación de pinceladas cortas. Primero, compuso con ese lenguaje mínimo una visión sublime de la naturaleza en forma de jardines colgantes. Después, con el nuevo siglo, los trasladó a las horas del insomnio, muy a su estilo, vacías pero llenas, liberadas de las obligaciones diurnas. En uno y otro caso, el golpe de pincel que sustituye a la línea sigue siendo un único elemento repetido. Forma una trama que, como todas las suyas, termina en el borde del cuadro pero es prorrogable en la imaginación hasta el infinito.
Los años posteriores, volvió a emplear patrones más lineales. El efecto surge, como sin querer, de la literalidad. “No copiar lo existente”, dice ella, “sino agitarlo, reproducir el impacto original que produjo al verlo”. En Los apóstoles (2006-2008) —presentes en Valencia después de haber faltado en el Reina Sofía por falta de espacio—, las vetas pintadas que recuerdan la madera son un eco de las tablas en que Rubens creó su serie de El Prado. En Luces de invierno (2018), cuadros inspirados por la vista difusa desde las arpilleras de los secaderos de tabaco granadinos, las tupidas rayitas del velo que oculta el paisaje a la vez lo llevan encima, gracias a la simple elección de sus tonos.
El recorrido de la retrospectivas, en Madrid y en el IVAM, es circular. Empiezan donde terminan. La propia artista confirma la idoneidad del diseño con su sospecha de haber estado siempre pintando el mismo cuadro, compartida con tantos otros del oficio. Las obras en homenaje a Eusebio Sempere, del 2024, vuelven, por ejemplo, a la línea más pura, ilustrando aquella lección inicial que aprendió con el gran pintor alicantino en el Centro de Cálculo: ¿la abstracción geométrica es fría? Pues no tiene por qué. Depende de cómo se coloquen las líneas y cómo se iluminen.

‘De seda azul a medianoche’, 2018, de la serie ‘Luces de invierno’ Óleo sobre tela. Soledad Sevilla,
Otros de los trabajos más recientes lo prueban. Son los enormes—y no solo en tamaño— Horizontes blancos (2024). Ocupan la pared casi de incógnito sobre un fondo que apenas se distingue de ella, pero absorben la mirada. Sus finas líneas paralelas a grafito están hechas con regla y después repasadas con rotulador, a mano, animando el conjunto con suaves modulaciones de luz. Como siempre, la artista elige mostrarnos lo que la pintura hace a la realidad. En este caso, poner el horizonte, fundido con la huella del pulso, a todas las alturas posibles a las que se nos antoje mirar.
El progreso es un concepto discutido en arte, pero cada creador aporta nuevas maneras de ver a quienes vinieron antes. Mondrian arroja su mirada sobre los clásicos —esquemática, despojada de lo que considera superfluo— y otros han hecho lo propio con él. Como lo ya visto no se puede dejar de saber, podríamos sentirnos tentados de pensar que va tejiéndose, al menos, un hilo de sentido que todavía se nos escapa pero, sin el cual, el disfrute de recorrer estas salas de Soledad Sevilla, aun siendo muy real, también sigue resultando muy difícil de explicar.
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Soledad Sevilla. Ritmos, tramas, variables está en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía hasta el 10 de marzo de 2025. En el IVAM, desde el 10 de abril de 2025 al 12 de octubre de 2025.