El escultor Richard Serra.

El escultor Richard Serra. OLIVER MARK/WIKIMEDIA

Artes

Richard Serra, la aristocracia rotunda del acero

El artista estadounidense, fallecido a los 85 años en Long Island de una neumonía, fue en el escultor más poderoso de su tiempo gracias a sus piezas escultóricas de metal situadas entre la sugerencia y la polémica 

31 marzo, 2024 19:00

Richard Serra fue un escultor de línea purísima que hizo del acero una aristocracia. Un creador capaz de hacer hablar a sus piezas sin forzar en exceso la voz del metal. No hay muchos que gasten el sentido de la monumentalidad que tienen sus trabajos, marcados por una punzada de extrañeza que se sitúa más allá de la armonía. “En el arte me interesa el conflicto. Es la salvación”, aseguró el artista, fallecido hace unos días a los 85 años a causa de una neumonía en su residencia de Long Island (Nueva York).  

Hasta ese apagón, Serra era el escultor más poderoso del mundo del arte. El gran monarca de las formas. Se supo merchandising de sí mismo, por eso pilotó el zepelín de su firma con la habilidad del que mide a la perfección las apariciones públicas. Sabía que el secreto para mantener el foco era presentarse a medio camino entre el eremita y el semidiós. Por eso se dejaba ver lo justo. Por eso solo aceptaba alabanzas a una prudente distancia, la máxima posible para que no le llegaran a rozar. 

Richard Serra, junto a una de las piezas de ‘La materia del tiempo’ en el Museo Guggenheim de Bilbao.

Richard Serra, junto a una de las piezas de ‘La materia del tiempo’ en el Museo Guggenheim de Bilbao. EFE

Salta a la vista que este hombre era un producto intelectual que no se improvisa. Un ejemplar de estadounidense sofisticado, de fina neurosis y con un fuerte tirón entre la élite, que era su clientela. Igual la saga de los Pulitzer que la hermana del emir de Catar. Siempre utilizó la escultura para ir más allá de la escultura. Hacía espacios que tenían que ver con la teoría política, con la reflexión sobre la realidad social, con una voluntad de pensamiento global. La creatividad viajaba revolucionada en él estableciendo un voltaje de sospechas y hallazgos.

Su historia, en cambio, fue la de alguien que arrancó en la vida desde una cierta vocación de frontera, de límite, de margen furtivo. Y desde esas presuntas periferias se situó en el centro del circo del arte contemporáneo exhibiendo una potencia ideológica que no rehúye del roce de las contradicciones. Nació en San Francisco. En 1938. Era hijo de un emigrante de origen mallorquín y de una rusa de Odessa. Parece evidente que aquello debió dispensarle una rareza intransferible, casi un reflejo condicionado en favor de la diferencia.

Pasó la infancia corriendo por las dunas de las playas de California, observando los barcos que partían −cuando uno es niño los barcos casi siempre se marchan− desde el palomar de la casa de los padres. Pero cuando dudaba en qué empeñar la vida, tropezó con la botadura de un enorme petrolero y la sorpresa de comprobar cómo aquella inmensidad de acero flotaba en el agua. Al parecer, esa zancadilla del destino le sirvió de astrolabio para el viaje. “Esa memoria contiene todo el material en crudo que he podido necesitar”, recordó en alguna ocasión. 

nstantáneas de Serra en una reciente reconstrucción llevada a cabo por el Museo Macro de Roma de su exposición ‘Animal Habitats’ (1966).

nstantáneas de Serra en una reciente reconstrucción llevada a cabo por el Museo Macro de Roma de su exposición ‘Animal Habitats’ (1966). MACRO 2022

Serra estudió Literatura en Berkeley y Santa Bárbara. Posteriormente, se alistó en la disciplina de Arte en Yale. Trabajó por temporadas en una acería para pagarse los estudios. Viajó a París. Residió en Florencia. Y, finalmente, llegó a la escultura por el accidente de soñarse pintor. En los años sesenta descubrió la obra de Velázquez en una visita a Madrid y el éxtasis del hallazgo le aceleró el riego de las sienes. “Jamás hubiera podido superar el virtuosismo de Las meninas, la manera en la que convierte al espectador en sujeto del cuadro”, declaró. 

En el arranque están algunas de sus experiencias artísticas más radicales, lejos de sus trabajos más prestigiosos. Así, todavía durante su estancia europea, el artista abrió en mayo de 1966 su primera exposición individual, Animal Habitats, en la galería Salita de Roma, en la que exhibió, con gran escándalo, diecinueve jaulas llenas de animales vivos y disecados. Por esa época, también escribió Verb List (1967), acaso su texto más célebre, una lista de cien verbos transitivos (“enrollar, arrugar, doblar, almacenar, inclinar…”) que aplicó a su trabajo escultórico.     

‘El muro’ de Richard Serra, en la plaza de la Palmera del barrio de la Verneda, Barcelona.

‘El muro’ de Richard Serra, en la plaza de la Palmera del barrio de la Verneda, Barcelona. WIKIMEDIA

Tras su regreso a Estados Unidos, Serra comenzó a experimentar con materiales crudos y poco usuales −el caucho, el cuero, el neón−, que a menudo colgaba de las paredes a la espera de que la gravedad hiciera su trabajo. Logró plaza en la exposición Nine at Leo Castelli (1968), donde logró destacar gracias a la película Hand Catching Lead y una pieza surgida tras arrojar plomo fundido a las paredes de la galería neoyorquina. Concluidas estas tempranas incursiones, su idilio con el acero y los espacios al aire libre irrumpieron hasta convertirse en lo más reconocible de su producción.

Desde entonces, el artista mantuvo con el mercado una relación de distancias, a sabiendas de que estaba en la cúspide. No fue de esos creadores que fluctúan como el mercado de valores. Nunca bailó el foxtrot salvaje de las galerías comerciales. Él gastaba reglas propias, tal como demuestra que sus esculturas estén repartidas por museos y ciudades de todo el mundo, desde el parque al aire libre de Glenstone, a las afueras de Washington, a los exteriores del Museo Stedelijk, en Ámsterdam. 

La reproducción de la pieza ‘Equal-Pararell/Guernica-Bengasi’, en el Museo Reina Sofía.

La reproducción de la pieza ‘Equal-Pararell/Guernica-Bengasi’, en el Museo Reina Sofía. MNCARS

No faltan, por supuesto, los episodios polémicos. La ciudad de Nueva York terminó por retirar su obra Tilted Arc (1981), una pieza de acero de unos treinta y siete metros de largo y casi cuatro metros de altura instalada en una plaza del bajo Manhattan contra la que se llegaron a recoger más de trece mil firmas. Más recientemente, por encargo del gobierno de Catar, levantó cuatro enormes monolitos de acero (East-West/West-East, 2014) a lo largo de un corredor de 800 metros en la reserva natural de Brouq, a unos 65 kilómetros a las afueras de Doha, la capital del emirato.  

Ninguno de ellos alcanza, con todo, la desaparición en un almacén arrendado por el Museo Reina Sofía de la pieza Equal-Pararell/Guernica-Bengasi, de 38 toneladas. La desidia burocrática facilitó que esta obra –que costó 37 millones de pesetas en 1986− se esfumara sin dejar rastro. A cambio de otro desembolso de 100.000 euros, Serra autorizó en 2008 su reproducción, que hoy se exhibe en la sala 102 del centro artístico madrileño. Con la suma de los materiales de este disparate, el escritor Juan Tallón levantó una excelente novela en Obra maestra (Anagrama).   

‘East West/West East’ (2014), la instalación de Richard Serra en el desierto de Catar.

‘East West/West East’ (2014), la instalación de Richard Serra en el desierto de Catar. QATAR MUSEUMS

Al margen de este vodevil, mantuvo una intensa relación con España. A comienzos de los ochenta, trabajó sin fortuna en una escultura para la plaza de Callao por encargo del alcalde de Madrid, Tierno Galván. Años más tarde, en la Barcelona de la aceleración urbanística a cuenta de los Juegos Olímpicos, levantó la obra El Muro en la plaza de la Palmera del barrio de la Verneda. Finalmente, la galerista Juana de Aizpuru se gastó toda la subvención que otorgó la Diputación de Sevilla a la primera edición de la Bienal de Arte Contemporáneo (2004) en alquilar la obra New Union, valorada en 2,5 millones.      

Por lo demás, el estadounidense instaló en el Guggenheim de Bilbao a cambio de 17,5 millones de euros (una operación plagada de errores, según el Tribunal de Cuentas vasco) lo más próximo al sancta sanctorum de la escultura contemporánea: un conjunto fabuloso de siete esculturas en acero con un peso total de 1.200 toneladas reunidas bajo el título La materia del tiempo. Una vez instalado, puede decirse que la percepción de las exposiciones de esculturas cambió, convirtiendo al público en sujeto activo, en habitante más que en espectador.

Por aquí también se le asestó el Premio Príncipe de Asturias de las Artes (2010), al tiempo que se le multiplicaban las citas en suelo español. En 2021 abrió exposición en la galería madrileña Guillermo de Osma, en la que mostró una decena de los dibujos a los que se entregaba cuando le dejaba la enfermedad. Tinta y papel por toda mercancía para un artista que fue capaz de dar cuerda a nuestros vértigos con planchas de acero que pasaban de ser impureza compactada a caja de música de lo imposible, como si el mismo cielo se hubiera puesto en pie.