El lienzo ‘Ofelia’ (1871), que tiene trazos de boceto, ilustra el impacto que la obra de Shakespeare tuvo en Rosales.

El lienzo ‘Ofelia’ (1871), que tiene trazos de boceto, ilustra el impacto que la obra de Shakespeare tuvo en Rosales. MUSEO DEL PRADO

Artes

Eduardo Rosales, el moderno fugaz

El Museo del Prado reivindica en el 150 aniversario de su fallecimiento el trabajo del pintor madrileño, uno de los grandes artistas del siglo XIX pese a vivir sólo 36 años

16 agosto, 2023 19:00

El pelo engreñado y una barba con aire de ballenero enmarcan el rostro del pintor Eduardo Rosales, que se presenta en un retrato de perfil firmado por Federico de Madrazo con una palidez inquietante, algo metálica, como si acusara ya la gravedad de la tuberculosis que lo llevaría tempranamente a la tumba. Viste chaleco, corbata y levita negros, y ostenta sobre el ojal de la solapa la escarapela roja de la Legión de Honor Francesa, concedida en la Exposición Universal de París de 1867 por el lienzo Isabel la Católica dictando su testamento, con toda seguridad, su obra más célebre. 

Frágil e intenso, hijo de un modesto funcionario y una costurera, nació en 1836. No tuvo, por tanto, la experiencia sagrada de otros creadores. Era un arrapiezo de la calle. Los fieles de la acera lo tenían por raro a cuenta de una débil salud, pero sus profesores le detectaron en la escuela una bocanada de viveza distinta. El muchacho tenía quince años y los dedos untados de tinta cuando ingresó como alumno de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Fue el comienzo de un breve comienzo. Murió a los treinta y seis años, distinguiendo de forma repentina lo prometido de lo logrado.  

Detalle del retrato del pintor Eduardo Rosales, ejecutado por Federico de Madrazo en 1867

Detalle del retrato del pintor Eduardo Rosales, ejecutado por Federico de Madrazo en 1867 MUSEO DEL PRADO

Porque, para entonces, Rosales era uno de los pintores con mayor proyección del arte español desde Goya. Se volcó en los lienzos como pocos lo habían hecho hasta ese momento, empeñado en renovar el género histórico y, con ello, dar un vuelco al devenir de la pintura de su tiempo, volviendo los ojos desde el purismo académico hacia la lección realista del pincel de Velázquez. Con esas credenciales, estuvo entre los primeros de aquella generación fabulosa que en este país dotó al siglo XIX de nuevas vibraciones: Mariano Fortuny, Martín Rico, Vicente López, Joaquín Sorolla.

Se sabe de él que vivió, sobre todo, lejos de España. Más fuera que dentro del terruño, salvo breves estancias en Madrid, Irún y Barcelona. Pasó doce años casi interrumpidos en Roma, a saltos entre su casa ubicada en la Via della Purificazione y el hospital de Montserrat, donde ingresó de gravedad en varias ocasiones a causa de los pasadizos de aire que le taladraban el pecho. “Estoy convencido de que mi porvenir es ahora pintar un cuadro. Lo he pensado mucho y estoy tan decidido a pintarlo que lo haré aunque me quede sin camisa”, escribió sobre su destino artístico. 

Una mujer se abanica junto al lienzo de Eduardo Rosales ‘García Aznar, conde de Aragón’ (1857)

Una mujer se abanica junto al lienzo de Eduardo Rosales ‘García Aznar, conde de Aragón’ (1857) EFE

A tirones, con los pulmones desflecados, fue ganando virtud su obra, que logró su mejor versión al asentarse en un naturalismo realista derivado del conocimiento de los pintores académicos italianos y franceses de su generación y la revalorización de la tradición española del Siglo de Oro. Fue un creador maniático, atentísimo al detalle, depurado, sabio, portador de una rara modernidad técnica (la utilización realista de la materia pictórica, la factura amplia y directa y los vigorosos golpes de pincel) que resumió en una frase espléndida: “¡Sí, el cuadro no está terminado, pero está hecho!”. 

Con todo, Rosales tiene más nombre que sitio. Podría decirse que su trabajo quedó aparcado mucho tiempo en esa zona de sombra que tiene la Historia del Arte. Después de tantos años como apunte suelto, el Museo del Prado ha sacado brillo a la amplísima reunión de obras que posee del pintor para poner en circulación un total de catorce lienzos y tres dibujos que se suman a las piezas de su autoría que se exhiben en la colección permanente (sus cuadros de temática histórica y su óleo El Salón del Prado y la iglesia de San Jerónimo, instalado en la sala que explica el origen de la pinacoteca).   

‘Cabeza del evangelista San Mateo’ (1873), por Eduardo Rosales

‘Cabeza del evangelista San Mateo’ (1873), por Eduardo Rosales MUSEO DEL PRADO

Para poner en pie este homenaje –abierto hasta enero de 2024–, el Prado ha acudido, en buena medida, a las obras incorporadas en fechas recientes a través de legados y donaciones. Ocurre así con dos pinturas de historia en paradero desconocido desde hacía mucho: Doña Blanca de Navarra entregada al captal de Buch y La reina doña Juana en los adarves del castillo de la Mota, y uno de los bocetos de su obra maestra final, La muerte de Lucrecia, que no vio la luz hasta la Exposición Nacional de 1871, cuando el pintor la dio por terminada y cuya modernidad no fue comprendida por sus contemporáneos.

Junto a esa vertiente, Rosales se ocupó del retrato, del que se conservan numerosos ejemplos hechos por encargo, pero entre los que destacan especialmente los realizados a personas de su entorno más inmediato: Sobresalen, en este ámbito, los trabajos dedicados a su prima Maximina Martínez Blanco, con quien contrajo matrimonio en 1868, su hija Elisa –fallecida en enero de 1872, de la que dejó ya sin vida un asombroso dibujo a lápiz– y al violinista y compositor italiano Ettore Pinelli, con quien el pintor llegó a tomar clases de música por temor a quedarse ciego.  

Un cámara toma imágenes de la sala temporal dedicada a Eduardo Rosales con motivo del 150 aniversario de su fallecimiento

Un cámara toma imágenes de la sala temporal dedicada a Eduardo Rosales con motivo del 150 aniversario de su fallecimiento EFE

En paralelo, el artista madrileño realizó pequeñas composiciones de ambientación histórica, pero con argumentos intrascendentes, con las que se acercó a los tableautins preciosistas de moda en París, y cuyo mejor ejemplo es el espléndido lienzo Presentación de don Juan de Austria al emperador Carlos V, en Yuste, ejecutado en 1869. En todos ellos, su lenguaje monumental y solemne pierde cierta agilidad compositiva y no se ajusta al gusto de pincelada menuda, prieta y de brillante colorido que caracterizaba a esas obras.

Además, en los últimos años, desarrolló interés por la pintura de paisaje al aire libre, llevada a cabo sobre todo durante sus largas y numerosas convalecencias en el puerto de Panticosa, en Huesca, así como en sus dos estancias por tierras murcianas. También en sus años finales elaboró grandes composiciones decorativas, como las dos del palacio del marqués de Portugalete, hoy desaparecidas, o las pechinas para la iglesia madrileña de Santo Tomás, que representan a los cuatro evangelistas, que no llegó a concluir.

Vista a todo lo amplio, la pintura de Rosales tiene esa urgencia del que muere joven. Rompe con la tradición encorsetada del clasicismo y en sus lienzos exhibe un realismo de nuevo cuño y la furia de una pincelada rápida. Se diría que es un pintor isla, un moderno de primera hora en el lugar equivocado. También se trató de un artista con un barniz cosmopolita. Leyó con pasión a Shakespeare y fue propuesto en el verano de 1873 para dirigir la Academia de España en Roma, cargo que no llegó a ejercer por su salud. Hoy está enterrado, junto a Larra y Espronceda, en el cementerio madrileño de San Justo.