La Galería de las Colecciones Reales, un exceso español
El nuevo museo madrileño, que ha costado más de 170 millones de euros, indaga en el coleccionismo emprendido por los monarcas hispanos desde los Reyes Católicos hasta la etapa de Alfonso XIII
2 julio, 2023 17:00Puede que, en realidad, se trate de una consecuencia rabiosamente española. Un museo que prescinde de dicha denominación en el título. Un museo que le da cuerda a la monarquía, pero concebido por el último gobierno de la II República. Un museo que, además de museo, es historia, pues contiene un vaivén de siglos, desde los Reyes Católicos a Alfonso XIII. Un museo que es la suma de varias colecciones, sin otra academia que su pulso insólito, sin más dirección que el gusto de cada uno de los soberanos ni más ciencia que la de los maestros que le dan sentido y forma.
Es la Galería de las Colecciones Reales, el nuevo centro artístico que Patrimonio Nacional ha abierto en el corazón de Madrid, excavado en la roca desde el Campo del Moro hasta la plaza de la Armería, junto a la catedral de la Almudena y el Palacio Real. Se trata de un cofre de granito, hormigón y cristal diseñado por los arquitectos Emilio Tuñón y Luis Moreno Mansilla, con 40.000 metros cuadrados, 145 metros de largo, una altura superior a seis pisos y un presupuesto superior a los 170 millones de euros. Tiene algo de templo discreto y, también, es una cripta fascinante, atiborrada de pasado.
Porque ahí, en sus salas limpias, más allá de fracasos, guerras, traiciones, cruces de familias, tiranías, consensos, infidelidades y otros avatares, la historia de la monarquía española se explica a través del arte. Isabel I de Castilla sintió predilección por los cuadros devocionales de artistas flamencos. Felipe II fue uno de los grandes coleccionistas del siglo XVI. Felipe IV asumió a Velázquez como pintor de corte y Goya trabajó al abrigo de Carlos IV. Y así, hasta comienzos del siglo XX, los reyes fueron atendidos cuidadosamente por una secuencia de artistas escogidos.
Queda, por tanto, una vitrina de lujo que sigue el mapa loco trazado por los artistas, cada uno a su manera. Se puede pasar del esplendor del Renacimiento según la delicadeza de Juan de Flandes (Políptico de Isabel la Católica) al color y la elevación de El Greco, a quien es posible descubrir opositando para trabajar en El Escorial (La adoración del nombre de Jesús). Y por el camino tropezar con Rubens, con Tiziano, con el único cuadro de Caravaggio (Salomé con la cabeza del Bautista) que hay. O llegar hasta Velázquez y entender entre asombros que, a veces, la realidad no es más que una puñalada por la espalda.
Es cierto que la Galería de las Colecciones Reales asombra por su pinacoteca de gran calibre, pero despunta por la acumulación de piezas ornamentales, dando como resultado un vastísimo gabinete de curiosidades animado por el lujo, el dislate y la belleza. Se exponen tapices, relicarios, armaduras, coronas, casullas e incensarios, monedas, carrozas, documentos, instrumentos musicales y mobiliario de todo tipo, como la cómoda utilizada por la reina María Luisa de Parma y el altar portátil utilizado por el emperador Carlos V para rezar durante las campañas militares.
En su condición de cueva del tesoro, una entrada discreta –una suerte de muesca entre la contundencia de la catedral y del Palacio Real– da paso en un recorrido descendente a dos galerías superpuestas: la superior, dedicada a la dinastía de los Austrias, y la inferior, que concentra los bienes de la saga Borbón. Existe un tercer nivel destinado a las exposiciones temporales. La primera de ellas, En movimiento. Vehículos y carruajes de Patrimonio Nacional, reúne los tronos rodantes empleados por los monarcas para viajar, recalcar su hegemonía o para aliviarse de una dolencia, como es el caso de la litera en la que se trasladaba Carlos V cuando la gota le impedía subirse al caballo.
A modo de preludio, para escudriñar en los tiempos anteriores a los Reyes Católicos, el nuevo museo madrileño exhibe la cruz y la corona del tesoro de Guarrazar –el más importante y emblemático conjunto de la orfebrería visigoda del siglo VII–, dos fragmentos textiles de carácter funerario del monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas de Burgos, fechados en el reinado de Alfonso VIII, y una Virgen con Niño (siglo XV), de autor desconocido y realizada en alabastro, procedente del monasterio de Santa Clara de Tordesillas.
Las cuatro columnas salomónicas de seis metros de altura que proceden del retablo principal de la desaparecida iglesia del Real Patronato del Hospital Virgen de Montserrat, en Madrid, dejan turno al políptico de Juan de Flandes y uno de los tapices conocidos como los Paños de Oro, comprados en Toledo en 1502 por la futura reina Juana I de Castilla. A continuación, los espacios se abren al esplendor renacentista del reinado de Carlos V mediante los maravillosos tapices sobre Escipión y la conquista de Túnez, los libros que dieron pública noticia de América y una soberbia armadura del emperador.
Tras la magnífica sala de Felipe II, con su deliciosa evocación de El Escorial, el visitante se adentra en la cultura que se ejercitaba en la corte de los Austrias, desde Felipe III a Carlos II. Destacan ahí la primera edición de El Quijote, el Cristo de bronce y la maqueta de la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini, la talla poderosa de un San Miguel Victorioso a cargo de Luisa Roldán, La Roldana, y la negra carroza de nogal que mandó construir Mariana de Austria, presintiendo tal vez la muerte de su hijo y el fin de la dinastía de los Habsburgo.
En la planta inferior, el gabinete borbónico comienza con los retratos de Felipe V y su abuelo Luis XIV, cuyas pelucas y mantos de armiño, por contraste con los soberbios negros de los Austrias, dan muy bien el tono del cambio de modas que supuso la llegada de la nueva dinastía. A los retratos suceden los planos del Palacio Real de Filippo Juvarra, la silla de manos de Bárbara de Braganza, la serie de cuadros sobre la Pasión de Cristo que Antonio Rafael Mengs pintó para decorar el dormitorio de Carlos III y el besamanos de María Luisa de Parma, de quien, además, se expone el retrato firmado por Goya.
Más tarde, es el turno de las piezas del reinado de Isabel II, quien abrió las puertas de las colecciones reales a la fotografía, al tiempo que ofrece utensilios que rozan lo kitsch, como el quirogimnasio con el que la soberana preparaba sus dedos para el piano–, y también las del tiempo de Alfonso XII y Alfonso XIII, cuando se dejó de prestar una especial atención al coleccionismo. La única obra contemporánea es un tapiz de Guillermo Pérez Villalta, Homenaje al XXV aniversario de la Constitución española de 1978, encargado por Patrimonio Nacional.
Con esta propuesta, la Galería de Colecciones Reales convoca en sus salas una historia que se expande en muchas direcciones. Queda establecido como un lugar que narra, explica, teoriza, confirma. También es un instrumento de memoria porque puedes en él dibujar las cuatro esquinas de España, de una España que fue sublime antes en el arte que en la corte. De un lugar que hace nido en sus casi setecientas piezas y que, desde ahí, se extiende hasta nosotros. Mirarlas es observar un exceso. Eso sí, un exceso español.