Sorolla, la modernidad española
El centenario del artista valenciano permite indagar en la razón de su popularidad y resituar su aportación a la pintura del siglo XIX, en la que destacó por cruzar los 'ismos' de su tiempo
15 febrero, 2023 19:30Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia, 1863-Cercedilla, Madrid, 1923) habita hoy entre nosotros como aquel artista que se abrió hueco con su pintura vitaminada de Mediterráneo dentro del árido paisaje de la España del 98. Frente al monóxido del desánimo, bombeó unos lienzos que tenían su fuerza en la apropiación de la luz, donde halló un caladero inagotable con el que ungir cuerpos y paisajes hasta alcanzar una claridad que estiró, en ocasiones, hasta la transparencia. Acumuló sonoros triunfos en París, Berlín, Londres y Nueva York y se convirtió en uno de los pintores más célebres de un agónico siglo XIX que se prolongó, casi sin querer, hasta la primera década de la siguiente centuria.
No había cumplido los cuarenta años y ya amontonaba una obra, una popularidad y una torrentera de críticas fabulosas como no se le había conocido a ningún artista en una España que permanecía, por entonces, al margen de la zancada radical de las vanguardias. Fue, en este sentido, una estrella. Posiblemente el primer creador que se puso de moda a la manera en la que el siglo XX despacharía sus gustos y predilecciones. Se aupó a las alturas con una pintura de aire burgués y de producción (casi) industrial que, aún hoy, sigue manteniendo intacto un aire de cierto desafío.
Sin embargo, el artista continúa luchando contra muchas cosas cuando van a cumplirse cien años de su nacimiento: el desprecio, el chovinismo, los prejuicios. En vida, su éxito rugiente despertó la desconfianza de algunos críticos que pusieron en cuestión su mecánico virtuosismo. Queda constancia de que trabajó mucho, quizá en exceso, tanto que su catálogo superaría las cuatro mil doscientas obras. Esa actividad lo hizo parecer un artista fácil, acomodado, recurrente, propenso a complacer a su clientela a través de unos lienzos cada vez más voluntariamente decorativos.
Además, ya fallecido, su militancia en el naturalismo –tan vinculado a la pintura española, que conoció de primera mano como copista de El Greco y Velázquez en el Museo del Prado en 1881 y 1882– lo descabalgó del feliz caudillaje de los ismos. Y, al hacerlo, quedó en un cajón sin etiqueta, como el estadounidense John Singer Sargent y los nórdicos Anders Zorn y Peder Severin Krøyer, casi oculto por el impacto de los impresionistas en la construcción del relato artístico de la contemporaneidad. “Sigo el camino normal de la pintura genuinamente española, cerrando ojos y oídos a todo impresionismo y puntismo [sic], beatos nosotros que aquí no tenemos esa plaga de holgazanes”, escribió el pintor valenciano en 1894 desde París, donde asistió alucinado al festival nervioso de la pintura plen air para virar el timón de su estilo y adaptar su mano a la pincelada suelta que irradiaban con emoción deshilachada las telas de Monet, Renoir, Degas y compañía.
Para entonces, Sorolla, el huérfano prematuro (sus padres murieron de cólera cuando él rozaba los dos años de puntillas), el aprendiz de cerrajero y joven hambriento de la academia de dibujo, ya había participado en la transición que propició el cambio de un gusto pictórico desde la temática histórica y dramática hasta el territorio más ancho y con mejor fruto de un luminismo de cuño hispánico donde el esplendor del paisaje iba tomando posiciones. Capitaneó el viraje de la pintura española de la historia a la geografía. Si las pinturas de tema histórico solían ser grandes composiciones, realizadas en estudio y atiborradas de personajes (ahí están, por ejemplo, sus óleos de juventud, El 2 de mayo de 1808 y El grito del Palleter, ambos de 1884), él acabó por acuñar un nuevo estilo, con telas que ejecutaba en el exterior, concebidas para los salones de la burguesía y atentas al paisaje, donde las figuras se desenvolvían alegres y despreocupadas.
Algo de esa mudanza se descubre en el lienzo Triste herencia, galardonado con el Grand Prix en la Exposición Internacional de París en 1900. En un ejercicio de audacia, Sorolla encajó en aquella tela un asunto de temática social –unos niños lisiados bajo el cuidado de un clérigo se bañan en el mar para aliviar sus dolencias– en una playa soleada y con un tratamiento novedoso de los reflejos sobre el agua movida por el viento, dando noticia por primera vez del logro de una atmósfera propia, de su personalísima marca. Su mano virtuosa, la veloz araña de sus dedos, sus paseos por el filo de la luz lo situaron en el huerto de la pintura comercial. Las playas fueron para él lo que Aix-en-Provence para Cézanne, un espacio mítico para descifrar un mundo íntimo y cargado de vida. Las escenas rurales y la luz aullando –en obras como La vuelta de la pesca y La playa de Valencia– fueron el observatorio de su energía en ese cambio de siglo que ya traía la huella de otros artistas imprescindibles como Mariano Fortuny, José de Madrazo y Martín Rico.
“Yo no tengo una receta, porque creo que la pintura es un estado mental”, anotó el artista en una carta a Clotilde, su mujer. Eso es el mejor Sorolla: un estado mental. Un desbordamiento de la razón, de la lógica. Una furia alegre que se manifestó de pleno cuando se volcó en plasmar el perfil amable de la realidad hasta convertirse en uno de esos creadores que para ser gozados no requiere demasiadas disquisiciones. Eso lo debilitó, pero también explica su permanencia. De ahí resulta que Sorolla es, a día de hoy, imbatible en cualquier programación artística de España, multiplicándose el pintor valenciano en innumerables exposiciones temáticas que han permitido escudriñar al milímetro su trabajo o resituar sus aportaciones en la ancha órbita de la pintura del siglo XIX español y europeo. Otras veces, simplemente, el artista ha servido de pretexto para muestras de todo pelaje y algunas citas de espíritu más o menos fallero.
En cualquier caso, se trata de un reclamo de primer orden para el público. Sin ir más lejos, se ha acudido a él para abrir un nuevo espacio artístico en Barcelona, el Palau Martorell –radicado en el número once de la calle Ample, donde tenía su sede la antigua Sociedad del Crédito Mercantil–. En este emplazamiento, la exposición Sorolla. Cazando impresiones ha reunido un amplísimo muestrario de sus apuntes y esbozos, casi dos centenares de piezas pequeñas que quieren dar cuenta del artista en crudo. Todas estas aproximaciones, sin embargo, están lejos de los logros de la antológica que le dedicó el Museo del Prado en 2009. Aquella muestra vino a aclarar cómo, con los años, había ganado peso, demostró que seguidores había tenido muchos pero malos y cerró la herida del pintor del folclore que le habían dejado abierta. A lo largo de ciento dos obras, se atrevió a explicarlo como un artista que cruzó todos los ismos vigentes en su tiempo para fundirlos con la escuela española, de Velázquez a Goya, y sacar después sus propias conclusiones.
Con la pretensión de conocer todo su vuelo, la Fundación María Cristina Masaveu Peterson y el Museo de Bellas Artes de Valencia reunirán a partir del próximo 29 de junio cerca de medio centenar de lienzos para fijar de nuevo la trayectoria del artista, desde su etapa de formación a los últimos trabajos. El Museo Sorolla de Madrid, por su parte, inaugurará el 17 de abril Sorolla frente al mar, que propondrá un acercamiento al pintor a través de la mirada del escritor Manuel Vicent. Pese al riesgo de las reiteraciones, conviene asomarse a Sorolla porque en el fondo hay mucho más. Está el hombre desbocado por encontrar su lugar. El infatigable huroneador por las cuatro esquinas del arte. El reflexivo acelerado. El capaz de tocar todas las teclas del piano de la pintura, desde las obras de temperamento social, como ¡Aún dicen que el pescado es caro!, hasta otras reconocibles por su carnadura y exuberancia, como El baño del caballo o Paseo a la orilla del mar.
Hablamos del mismo pintor que compensaba luego la multitud de lo exterior con unos retratos de precisión psicológica, íntimos, tocados por ese misterio de quien se abandona al azar de su propia fuerza, de las circunstancias. De ellos hay una soberbia selección hasta el 18 de junio en el Prado, que presenta dos nuevas piezas, el retrato de Manuel Bartolomé Cossío, adquirido recientemente por la pinacoteca madrileña, y el de Francisco Giner de los Ríos, prestado por la Institución Libre de Enseñanza.Otros trabajos, como los catorce murales sobre las regiones y costumbres de España que pintó por encargo del Archer M. Huntington dan testimonio del pulso febril de un creador que concebía la pintura como un ejercicio físico directo.
Sorolla trabajó desde 1913 a 1919 en los 240 metros cuadrados que sumaban las telas para decorar la biblioteca de la Hispanic Society of America. Y, por todo ello, cobró 150.000 dólares. Sin embargo, jamás pudo ver instalada su Visión de España, como tituló aquella titánica aventura. Porque su pintura de salón burgués –tal y como conserva el ambiente preciso de la época su casa museo de la calle del General Martínez Campos, 37, en Madrid– se apagó en 1920, cuando una hemiplejia lo desahució definitivamente mientras pintaba en el jardín el retrato de Mabel Rick, la estudiante de bel canto que había contraído matrimonio con Ramón Pérez de Ayala. Sorolla murió tres años después, el 10 de agosto 1923. Se ponía punto final a una modernidad a la española.