Fragmento de un  Autorretrato de Lucian Freud / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Fragmento de un Autorretrato de Lucian Freud / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Artes

Los cuerpos descarnados de Lucian Freud

La obra convulsa y expresionista del artista británico, de cuyo nacimiento se cumple en 2023 el primer centenario, protagonizará una de las exposiciones del año en febrero en el Museo Thyssen

31 enero, 2023 21:00

Cuando en 1950 Cyril Connolly decidió cerrar la mítica revista Horizon, se despidió en el último número con un editorial en el que, entre otras cosas, se lamentaba de que “de ahora en adelante, un artista será juzgado solo por la resonancia de su soledad y la calidad de su desesperación.” Estas palabras parecen escritas pensando en Francis Bacon y Lucian Freud (quien llegó a colaborar en la publicación). Ambos iban ya en aquel entonces camino de convertirse los dos artistas británicos más relevantes de la segunda mitad del siglo XX, junto con el más joven David Hockney. Eran además las dos cabezas visibles de lo que se dio en llamar la escuela de Londres, de la que formaban parte también Frank Auerbach y Leon Kossoff y que tenía su base de operaciones noctámbulas y etílicas en el Colony Room, el club privado montado por Muriel Belcher encima de un restaurante italiano, en Dean Street, en pleno Soho. Sobre este periodo y el posterior del pop hay un libro estupendo: Modernists & Maveriricks de Martin Gayford (Thames & Hudson, 2018, no hay traducción al castellano).

Bacon dio un golpe en la mesa del mundo del arte con su celebérrimo tríptico Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión, pintado en 1944 y exhibido por primera vez en la Galería Lefevre de Londres, junto con obras de Henry Moore y Graham Sutherland. El artista era consciente de que ahí empezaba algo nuevo, porque destruyó la práctica totalidad de su obra anterior (apenas sobrevivió la Crucifixión de 1933, un lienzo de pequeño formato, hoy propiedad de Damien Hirst). Desde ese momento su carrera fue en ascenso hasta la definitiva consagración internacional con la exposición en el Grand Palais parisino en 1971, a cuya inauguración acudió sin inmutarse pese a que su amante George Dyer acababa de suicidarse en el hotel. El despegue de Lucian Freud fue más lento, pero llegó a la cima en 2008, cuando Inspectora de beneficios sociales durmiendo, uno de los retratos de la obesa Sue Tilley, pintado en 1995, se convirtió en una subasta de Christie’s en Nueva York en el cuadro más caro de un artista vivo.

Reflejo con dos ninos (Autorretrato) / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Reflejo con dos ninos (Autorretrato) / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Los estilos de Bacon y Freud son muy diferentes y muy identificables, pero ambos compartieron, aparte de amistad, tres aspectos básicos: su vinculación con el existencialismo entonces en boga (sus equivalentes parisinos serían Giacometti, Gruber y Fautrier); su fidelidad inamovible a la figuración, jugando a la contra en tiempos en que el papanatismo crítico la daba por muerta y cantaba las alabanzas del informalismo abstracto y otras tendencias que directamente pretendían condenar al lienzo y al caballete al baúl de los recuerdos; y por último su fructífero diálogo con la tradición (otro anatema de las vanguardias que pretendían romper con todo lo que oliese a pasado).

Sobre este estimulante diálogo piénsese en los papas aullantes de Bacon inspirados por Velázquez o en los cuadros que homenajean a maestros antiguos (por ejemplo, Gran interior (1983) a Watteau) y en la huella de Ingres, Grünewald, Degas y Cézanne en las sucesivas etapas de Freud. De este último se acaba de cumolir el centenario de su nacimiento y para celebrarlo la National Gallery ha organizado una exposición en colaboración con el Museo Thyssen, que se exhibe en Londres hasta mediados de enero de 2023 y viaja este febrero a Madrid.

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Como es sabido, Lucian Freud (Berlín, 1922-Londres, 2011) era nieto de Sigmund. Su padre, el arquitecto Ernst Freud, era el hijo menor del psicoanalista, y al analizar la obra del artista se ha tirado mucho de explicaciones y claves psicoanalíticas por este vínculo. La familia de Lucian emigró a Londres en el temprano 1933; en cuanto Hitler subió al poder, tuvieron la clarividencia de intuir que las cosas solo iban a empeorar. El abuelo llegó años más tarde, en 1938, y cuatro de sus hermanas se quedaron en Viena y perecieron en los campos de exterminio. Un apunte: otras figuras relevantes de la cultura inglesa de posguerra fueron también refugiados del nazismo que llegaron a la isla de pequeños: tanto el pintor de origen alemán Frank Auerbach, compañero de generación y amigo de Freud, como el cineasta de origen checo Karel Reisz fueron niños judíos salvados de una muerte casi segura gracias a filántropos británicos que, con la excusa de colonias de verano, los traían a Inglaterra, donde obviamente ya se quedaban.

Los inicios pictóricos de Freud tienen una clara conexión continental. Sus obras más tempranas beben de Otto Dix y de la Nueva Objetividad del Berlín de la República de Weimar. Después pasó por un breve periodo surrealista, en el que destacan varias obras con presencia de una cebra (que tiene una explicación muy sencilla: el artista poseía una cabeza de cebra disecada), la más conocida de las cuales es La habitación del pintor de 1944. Siguen unas fugaces tentativas cezannescas, de las que es un buen ejemplo Naturaleza muerta con cuernos de 1947. Ese mismo año se produce el salto a su primera etapa madura con una serie de retratos en los que destaca el trazo dibujado, cierta distorsión de las proporciones y ojos de gran tamaño. La principal modelo es Kitty Garman, hija del escultor Jacob Epstein y primera esposa de Freud.

Tres studios / FRANCIS BACON

Tres studios / FRANCIS BACON

De entre esos retratos destacan dos tempranas obras maestras: Muchacha con un gatito (1947) y sobre todo Muchacha con un perro blanco (1951), buena muestra del dominio técnico de Freud, que pintaba en aquel entonces con finísimos pinceles de marta cibelina, inspirándose en los maestros flamencos por un lado y  por otro en los retratos y autorretratos de Stanley Spencer, interesantísimo pintor británico, poco conocido y valorado fuera de su país. A Kitty Garman la sustituirá como modelo Lady Caroline Blackwood, segunda esposa del pintor e hija de la heredera del imperio Guinness. Blackwood era además novelista (tres de sus obras están traducidas al castellano en la editorial Alba) y fue la última esposa del poeta Robert Lowell, al que conoció cuando este fue a Inglaterra a dar unas clases y todavía estaba casado con la gran ensayista Elisabeth Hardwick (el triángulo está minuciosamente documentado en cartas y poemas).

Cuenta la leyenda que cuando Lowell murió de un ataque al corazón en un taxi en Nueva York, adónde había ido a visitar a su ex esposa, llevaba en el regazo uno de los retratos que Freud había pintado de Blackwood. Entre estos destacan dos: Muchacha en la cama (1952) y otra de las cumbres de la primera etapa del artista, Habitación de hotel (1954), uno de sus lienzos más narrativos y psicoanalíticos, que la muestra a ella metida en la cama con expresión desolada y a él de pie y en sombras junto al lecho, lanzando al espectador una inquietante mirada, mientras por la ventana se ve la casa de enfrente, con otra ventana en la que acaso se esté produciendo una escena similar.

Muchacha con perro blanco / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Muchacha con perro blanco / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Aquí conviene apuntar una cuestión: la pintura de Freud, centrada en el retrato y el desnudo (tiene también unos pocos cuadros muy interesantes de plantas en jardines asilvestrados; de caballos, animal que le fascinaba, y algún paisaje urbano e interior), es de carácter marcadamente autobiográfico. Salvo en los no muy abundantes retratos pintados por encargo, quienes posaban para él eran mayormente personas de su círculo íntimo, formado sobre todo por amantes e hijas. Según la leyenda, Freud llegó a tener más de una treintena de vástagos, aunque reconocidos hubo catorce. El número de amantes fue también muy elevado y el pintor plasmaba a través de sus obras la evolución de estas relaciones.

Con respecto a esto, acaba de publicarse en la pequeña editorial Chai Autorretrato de Celia Paul, pintora que conoció a Freud cuando era alumna de Slade y se convirtió en su amante. En su interesante autobiografía, cuenta un episodio revelador: la relación cambió después de que ella quedó embarazada y tuvo un hijo del pintor, que se desinteresó de ella como amante, y la retrató –ahora vestida, antes la había pintado desnuda– por última vez en uno de sus cuadros más extraños: Pintora y modelo (1987). Cuenta Paul: “Me honraba que Lucian me pintara como artista, en esa posición de poder. Era un reconocimiento y significaba mucho para mí. Me sentía orgullosa, y al mismo tiempo el orgullo se mezclaba con un poco de nostalgia, porque ya no era representada como objeto de deseo”.

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Tras la ruptura con Caroline Blackwood, a finales de los cincuenta, de forma abrupta, se produce un cambio radical en la pintura de Freud, que da pie a su estilo definitivo: la preeminencia de la línea y el uso de pinceles finos dan paso al impasto, al brochazo e incluso al uso de la espátula. El gesto pictórico se hace expresionista, violento. La gama cromática se reduce y se circunscribe a tonos neutros. En los retratos aparecen las marcas del tiempo: venas azuladas, ojeras, estrías y piel fláccida. No buscan la representación del estatus como en la pintura clásica, ni la estilización de los grandes retratistas del XIX como Sargent o Boldini, sino que muestran al modelo con desgarrada crudeza. Y de los rostros Freud pasará, como una evolución natural a finales de los sesenta, a los cuerpos. Los desnudos, que se convertirán en sus obras más célebres. Funcionan como prolongación de sus retratos, en los que al despojar al modelo de todo envoltorio protector y someterlo a poses en ocasiones forzadas e incómodas, lo deja indefenso ante la mirada escrutadora del pintor.

Sus desnudos no buscan la idealización, la belleza o la sensualidad, como hacían los grandes maestros del género, desde Tiziano a Bonnard, sino la cruda verdad. Si se parecen a los de algún otro pintor es a los de Egon Schiele, que aplicaba la misma mirada descarnada y hasta despiadada, aunque en su caso más cargada de un turbio erotismo, que no aparece en Freud. Sus modelos yacen mostrando sus imperfecciones en el estudio del artista, entre trapos para limpiar pinceles y manchas de pintura en el suelo. En ocasiones muestran, sin atisbo de erotización, los atributos sexuales (penes flácidos que cuelgan inertes; vulvas semiabiertas, con abundante vello; senos en los que se hace presente el peso de la gravedad y de la edad frente a la liviandad de lo juvenil o idealizado).

Bella y Esther / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Bella y Esther / THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

El pintor huye de la belleza canónica, los cuerpos que retrata son reales, en ocasiones obesos o extremadamente delgados y huesudos. Posan para él amantes, hijas, ayudantes del estudio, amigos… En ocasiones incorpora a la composición elementos adicionales, a veces sorprendentes (un huevo duro partido por la mitad, un mortero en el suelo…), que acaso pueden tener una lectura simbólica como los emblemas de la pintura antigua. El trabajo en cada uno de estos cuadros se prolonga durante meses en largas sesiones. En una conversación con el crítico Robert Hughes, al hablar sobre la pintura con modelo y los desnudos, Freud le explicó que “el cuadro necesita mucha cooperación por su parte. El problema a la hora de pintar un desnudo es que se ahonda en esta disposición. Al pintar el rostro de alguien, pones mucho menos en peligro su autoestima que al pintar su cuerpo desnudo. Después de todo, estamos familiarizados con nuestros rostros. Los vemos a diario, en el espejo o en una foto. Pero no escrutamos nuestros cuerpos al mismo nivel, a menos que se trate de un modelo profesional, que yo no uso, o de un narcisista, al que jamás le pediría que posara para mí”.

En los años ochenta. Freud utilizará por primera vez a dos modelos que no formaban parte de su círculo íntimo, fascinado por sus cuerpos desproporcionadamente voluminosos. El primero es el performer y transformista australiano Leigh Bowery, que posará para él con total desinhibición en las posturas más estrambóticas hasta su fallecimiento por sida en 1994. Lo sustiuirá Big Sue (Sue Tilley), a la que conoció a través de Bowery y que es la que posa en el ya mencionado lienzo Inspectora de prestaciones sociales descansando que convirtió a Freud en el artista vivo más cotizado. Frente a la espectacularidad un poco jactanciosa y circense de estas obras, hay dos series menos aparatosas que representan lo mejor de Freud.

FREUD Doble retrato, THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

FREUD Doble retrato, THE LUCIAN FREUD ARCHIVES / BRIDGEMAN IMAGES, 2022

Por un lado, los autorretratos, entre los que destaca el más descarnado: Pintor trabajando, reflejo (1993), en el que aparece pintando desnudo y calzado con unas botas sin cordones. Este ciclo de autorretratos puede vincularse con los de Rembrandt, que constituyen la cumbre del género y en los que el pintor holandés, en la intimidad alejada de los encargos, fue mostrando los estragos de la vida en sus rostro, el envejecimiento y las decepciones.  La otra serie es la de retratos que entre mediados de los setenta y mediados de los ochenta realizó Freud de su madre anciana, que estaba superando la depresión tras el fallecimiento de su marido y con la que el pintor había tenido una relación complicada. En ellos se refleja una conmovedora mezcla de tesón, dignidad, desolación y decrepitud física.

Por último, hay que referirse a los retratos de encargo, en los que el artista somete a sus poderosos clientes a su dominio. Nunca hay en ellos una mirada complaciente ni enaltecedora. Son un buen ejemplo los de dos multimillonarios como el barón Thyssen y Jacob Rothschild, captados ambos en picado, en una pose sumisa que para nada transmite poder. O véase el minúsculo retrato de la Reina Isabel II –llamativo en un artista que solía trabajar con lienzos de gran tamaño–, que generó revuelo e hizo que algún tabloide comentara con escándalo que la soberana parecía un mono. Su Majestad, que tenía muchas tablas, se lo tomó con deportividad.

Envuelta en su insularidad y excentricidad, Gran Bretaña mantuvo a lo largo del siglo XX una presencia de relevantes artistas figurativos, muy superior a la del continente. De la llamada escuela de Londres, los más dotados técnicamente son Bacon y Freud, que epractica un realismo más ortodoxo. La generación posterior, la de los artistas británicos que inventaron el pop, dará lugar a una figuración muy distinta. La que arranca con los pioneros Paolozzi, Hamilton y el norteamericano Kitaj, sigue con Peter Blake, Patrick Caulfield y la malograda y subvalorada Pauline Boty y tiene a su artista más sobresaliente en David Hockney.

Cuadro Garden with blue terrace, de David Hockney

Cuadro Garden with blue terrace, de David Hockney

La herencia de Freud la retoma en la actualidad Jenny Saville, una de las figuras más sólidas del tinglado promocional de los Young British Artists. Y fuera del ámbito pictórico, puede verse un vínculo con Freud en los portentosos retratos filmados de Tacita Dean, en los que la artista explora las huellas del tiempo en los rostros y las figuras de personajes como Merce Cunningham, David Hockney, Mario Merz o el actor David Warner. Más allá de la visión que proyecta Freud, hay que destacar de su obra –y en esto pretende incidir especialmente la exposición organizada por su centenario– la calidad técnica. No está de más reivindicarla en tiempos en que se desliga con demasiada frecuencia la idea de su materialización formal.

Son las consecuencias del virus duchampiano del urinario, una boutade dadá mal digerida que acabó generando una nube tóxica que permite consagrar a cualquier personaja banal pertrechado con una idea ingeniosa o un panfleto político como gran artista, jaleado por grandilocuentes sentencias de críticos y comisarios. El tiempo acaba –casi siempre– poniendo las cosas en su sitio y la impecable técnica de Freud, la fuerza de su discurso pictórico y su fructífero diálogo con la tradición han permitido a su obra entrar en el siglo XXI por la puerta grande. No pueden decir lo mismo algunos ídolos evanescentes de la segunda mitad del siglo XX, cuyas obras producen hoy risa, pena o simple apatía.