Horas en la escalinata del Tinell, joya del gótico civil catalán, en los bancos de Plaza Real o en las sillas de Canaletas, carcomidas por el salitre y el smog. En esos sitios, mis amigos tarareaban temas de Aute, hablaban de Cuba y de la muerte del Che, en Bolivia. Un día apareció el profesor Vidal Villa, que volvía a casa desde la Universidad de La Habana y canturreaba a Luis Eduardo recordando que, en el campus de la isla caribeña, los jóvenes disfrutaban con las letras del cantautor español, casi desconocidas aquí. Aute se relacionó con la trova, con el son de Compay Segundo, héroe del antiguo Buenavista Social de la Habana, con el bolero tropicazo de Tres triste tigres (la gran novela de Cabrera Infante) y con los inocentes cabarets “infectados de mulatas chico”.

Nació y fue criado en Manila (Filipinas), durante la Segunda Gran Guerra. Primero bajo las bombas de  McArthur y, poco después, protegido por el régimen de bienestar que impuso el mismo general en contra del criterio de Eisenhower. Fue un niño de padre catalán, colegio inglés y tagalo callejero, sepultado por el tiempo, de donde de vez en cuando le salían a trompicones palabras, como maganda, que significa, bello, hermoso. Un día decidió construir su Manila en el corazón de Madrid: refundó su vida y obra cerca de la Quinta de la Fuente del Berro, cuyos jardines festonean las rimas de Gustavo Adolfo o los sonetos de Quevedo. 

Allí está su atelier de pintor, adornado de óleos y acuarelas, de hojas disecadas como palimpsestos, con dedicatorias de Paul Bowles o Jean Cocteau; de zapatos de escenario y bastones con empuñaduras de marfil; de sombreros de paja toquilla, de dulces almíbares de Oriente o de fragancias de té y miel. Pinta mejor que canta, decían de él los cantautores envidiosos; canta mejor que pinta, dijeron muchas veces los pintores abrumados por la modernez conceptual. Y es que la asimetría del arte lo puede todo; incluso a Dalí se le permitió decir “soy mejor escritor que pintor”, como afirma en su célebre libro Mi vida secreta

En el ecuador del pasado siglo, Aute pisó por vez primera Madrid, adonde se habían trasladado sus padres. Formó un grupo de rock en el colegio, Los Tigres, del que se convirtió vocalista porque era el único que podía cantar en inglés los temas de Elvis Presley; fue pionero del pop español con Los Sonor y hasta metió un pie en el cine, nada menos que con Joseph Mankiewicz, como ayudante de dirección de Cleopatra, rodada en Almería. Fue el letrista de su amiga Masiel con Rosas en el mar, el Blowin´In The Wing español, cuya versión en EEUU le proporcionó el salto a la revista Billboard. 

Sin proponérselo, su nombre como autor y cantante le propulsó, en los sesenta, a los podios más altos. Le costó grabar su primer disco, pero le costó mucho más salir a un escenario; le ha perseguido siempre el trac escénico, que a la postre le convirtió en un clásico con grandes pausas, hasta el punto de transformar el miedo en un mar de sensualidad. Desde el momento de conocer su fallecimiento, centenares y miles de voces lamentaron su pérdida con la tristeza alegre de su música; el gran Pedro Guerra, canario y cantautor de raza, dice que Luis Eduardo ha dejado su rastro para siempre. Aute compartió la excelencia con Patxi Andión y hasta le disputó la maestría a Joan Manuel Serrat, el más completo, en liza con el cronista musical y urbano por antonomasia, Joaquín Sabina.

Ahora, solo ha dejado para más adelante canciones que todos hemos ensayado en tardes de media luz. Unos querían ver en él una reproducción de Dylan; por su parte, los resistencialistas lo llamaban sin inmutarse el Brassens español. Ahora mismo, en pleno confinamiento, camino de la panadería, al pasar por delante del bar de la esquina, cerrado a cal y canto, te parecerá escuchar de fondo Pasaba por aquí o Mira que eres canalla. Los ceremoniosos optan reproducir confinados Al alba, aquella canción en la que homenajeó a los caídos en las últimas penas de muerte del general: Txiki o Salvador Puig Antich y otros. En un amplio repertorio como el suyo, hay otras piezas menos oficialistas pero nunca revisionistas: Las cuatro y diez, Una de dos, Cine, cine. Nadie le discutirá jamás la calidad a este príncipe melódico, amante del humor y convencido de lo que decía a modo de descompresión: “Soy un cantante aburrido; cansado; soy un cansautor”.

Aute aportó a la canción la distancia precisa frente a un público de aluvión político. Su atrezzo era un pequeño altar sobre el que descansaban la cuerda, el viento o el piano a una distancia fácil de recorrer para un hombre lánguido de lentos movimientos. Con los ojos exigía clemencia al auditorio porque un concierto es un río en el que no volverás a bañarte. Eternizaba los segundos al estilo de Moustaki, del flautista Jean-Pierre Rampal, del violonchelista Rostroprovich o del trompetista Miles Davis. Era un dandy dispuesto a singularizar sus acordes, capaz de reinventarse desde su aparición sobre el proscenio hasta la caída del telón. Su autoexigencia le condujo derecho al I would prefer not do, pero tuvo la suerte de que el éxito le permitiera cambiar de arte, como los políticos listos cambian de camisa. Dominó la escultura, el dibujo, los pinceles, la letra y el más excelso, la música; nos hemos quedado sin saber si amaba también la medicina y la economía, como exigió Leonardo al duque de Mantua, que le suplicaba una nueva Mona Lisa con la duquesa de muestra.

“Hasta siempre Kapatid” (amigo, en tagalo), se despide en un artículo Jesús Valbuena en el que cuenta que Aute le cantó la habanera Yo te diré, marcada a sangre por la nostalgia de un tiempo en que la metrópoli y la colonia se entendían a través de sus gentes: “No me abandones nunca al anochecer que la luna sale tarde y me puedo perder”. Un fondo de tristeza elevado a los cielos por Machín y por Aute, cada uno a su manera, sobre  el amor perdido entre Juan, un soldado español, y Tala, una muchacha de Luján, la gran isla del archipiélago del Pacífico. Triste metáfora de la insostenibilidad de la fallida relación colonial entre Filipinas y España. Benjamín Prado, poeta, al recodar a Luis Eduardo habla del “ojo del pintor y la narrativa del cineasta”; se conocieron en el Rincón de Arte Nuevo de Madrid, bajo el viaducto que frecuentaban los suicidas antes de que el Ayuntamiento sellara aquel maldito agujero. Así despide Prado al sabio que viaja ya hacia las estrellas: “conversación deliciosa, educación intachable y capacidad de seducción enorme”.

Los álbumes de Aute son los márgenes de un camino de continuidad desigual, porque al gran Luis Eduardo no se le podían exigir prisas. Rito, producido curiosamente por el escritor Caballero Bonald y arreglado con mucha austeridad por el argentino Carlos Montero, contó con el impacto de la voz de Rosa León, un trabajo de manos exclusivamente artísticas dirigidas a un público minoritario sobre la historia del reencuentro con un viejo amor que recuerda con nostalgia el primer beso en la oscuridad del cine, donde proyectaban Al este del Edén, el clásico de Elia Kazan con el mítico James Dean. 

No era nuevo. El mismo Aute la había adelantado en su disco Albanta, producido por Teddy Bautista. Canciones escritas antes del 75, retenidas por la censura, que anticiparon aquellos músicos y estudiantes cubanos referidos, todavía en la Habana mítica que se iba diluyendo como la libertad de aquel triste Malecón frecuentado por disidentes incapaces de cambiar el rumbo de su historia. Hubo versiones de todo tipo y, entre las mejores, vale destacar la de José Mercé, desde el flamenco académico. 

Rito estuvo llamado a pasar sin pena ni gloria hasta la llegada de Entre amigos, grabado en directo en el Teatro Salamanca de Madrid a la altura del 83. Sin haberlo proyectado, aquel día le rescató un casi clandestino grupo de íntimos y sabios. Para su sorpresa, fue un éxito de masas. Más tarde se hizo luz con Segundos fuera, donde se incluye La belleza. Se había acostumbrado a significar piezas muy concretas que definían su trayectoria; Aute trataba de mostrar aquello que realmente se salva cuando llega el fetiche de la mercancía y de sopetón anuncia su ocaso.

Siento que te estoy perdiendo abría la cara B del mítico Fuga, otro trabajo trascendental en su carrera, que giraba en torno a la fugacidad de las cosas. Cuando salió Pasaba por aquí llegó al cenit con la ayuda del guitarrista Luis Mendo, que llegaba del folk-rock Suburbano, capaz de obrar el milagro del Aute más contemporáneo a pesar de su visión intimista y minimalista. Me va la vida en ello, toda una declaración de principios incluida en un álbum doble extensísimo (con 16 canciones en castellano y 15 en inglés nada menos) que Luis Eduardo publicó en 1998 bajo el título de Aire. Y Sin tu latido, otro tema que definió su sello inconfundible. Un cruce de caminos entre la belleza, el lirismo y su atractivo incontrolable. 

A los ocho años ya quería ser pintor. En Manila, la ciudad más bombardeada en la Segunda Guerra Mundial después de Dresde, no había casi nada que hacer. “Ni siquiera había ciudad”, decía. Solo quedó una librería donde pasaba las tardes de tedio con su padre, hasta que entre libros de arte descubrió a los pintores clásicos. Sería pintor para siempre. Empezó admirando a Rubens y a Botticelli y clavó sus ojos en La maja desnuda de Goya. Sintió el arañazo de la “voluptuosidad”.

Joana Bonet escribió una crónica sobre la vuelta de Aute a Manila, de la mano del poeta Gil de Biedma, que frecuentaba la capital filipina por su cargo de secretario del consejo de administración de Tabacos de Filipinas, la última reliquia de los llamados trasatlánticos, que fletaron los vapores de la compañía mercante más poderosa en ultramar desde el dique seco de las Atarazanas de Barcelona. La idea partió del poeta; él aportaría el diario, Las islas de Circe, que mantuvo inédito hasta su muerte y que junto al Diario de un artista seriamente enfermo, publicado en 1974, compone el volumen Retrato del artista en 1956. 

Aute musicaría aquellas rimas directas en las que el sustantivo lo es todo y finalmente Pepa Flores, Marisol, las cantaría con la voz cortada que le quedó para siempre a aquella mujer llena de misterio. Se reunieron en casa de Luis Eduardo y se conjuraron para llevar a buen puerto un proyecto que languideció tras la triste separación de Pepa y Gades. Un episodio dejó mal recuerdo al cantante: el baño de superficialidad de una ninfa de Paco Umbral, que acabó por convertir a Pepa en el juguete roto de Brigitte Bardot, inspirándose en BB y el personaje de Lolita, el libro de Simone de Beauvoir. En la casa-taller del artista quedó para siempre un libro titulado Manila, siempre Manila. Una ciudad a la que Aute no regresó más porque cada vez que lo intentaba le cortaba el paso la caja de óleos, las acuarelas y los lienzos, que son como páginas en blanco del próximo libro. A esa intimidad volvió siempre, antes de emprender su último viaje.