Su metáfora del mundo ha roto barreras. Se lleva el título de contador de historias, de narrador que llegó plácidamente a todo, sin escamotear la verdad del dolor ni la carcajada sarcástica que se salta las barreras de la convención. Hoy despedimos a Josep Maria Benet i Jornet, un símbolo y un icono de la clase media catalana, adicta a TV3. Llaman poderosamente la atención las delicadas palabras de Carlota Benet, la hija del escritor, cuando habla de Papitu (así le llamaban sus amigos y familiares), el padre que no iba nunca a las fiestas de final de curso, pero que acompañaba cada día a su hija a la escuela entre cocodrilos (el tráfico de Barcelona) y mastodónticos animales malolientes (los camiones de la basura). Fue siempre, el hombre que siente desde la imaginación; el de las tortillas “refritas y del bistec como una suela del zapato” y desgraciadamente el paciente al que el Alzheimer le había anulado la empatía, una de sus mejores armas, como lo cuenta la misma Carlota en El somriure sota el bigoti (Columna), una biografía festoneada por todos.
Benet i Jornet dejó 117 obras de teatro y 4.493 capítulos de series televisivas. Ha sido un inventor verbal desde la complaciente normalidad que exigía su auditorio; podríamos decir que su estilo ha asistido siempre a las fiestas en traje de faena. Ha sabido ser un velocista en series, como Poble Nou, Laberint d’ombres, Ventdelplà o Nissaga de poder, pero también un corredor de fondo, al mismo tiempo. Quién no recuerda a los Aiguader, dueños del colmado de Poble Nou o al aquel Falcon Crest a la catalana que fue Nissaga de poder, situado en el Penedés, culebrón vitivinícola con el trasfondo de la Guerra del Cava; la Amar en tiempos revueltos reconvertida en Amar es para siempre por la mala acogida que tuvo la primera versión en Antena 3; El cor de la ciutat, que pìlló a más de un millón de espectadores pendientes de la familia Peris o Vent del pla, rodado en la localidad de Breda, con Emma Vilarasau y Ramon Madaula.
Decisivo para la dramaturgia catalana
Antes de que la televisión se lo llevara del mundo real, sus mejores lectores parecían haber firmado un juramento de lealtad al autor. No lo habían olvidado desde el lejano estreno de 1965 de Una vella coneguda olor, en la que el nudo argumental presenta el trasfondo de un barrio de humildes viviendas, el Raval, que enmarcan la pobreza material y espiritual agobiadora de sus gentes, en los años difíciles; una recreación cercana a los entornos que nos brindaron novelistas ambiciosos, como González Ledesma o Juan Marsé, en el Casco Antiguo del comisario Méndez o en el Carmelo de Un día Volveré. A aquella ópera prima le siguieron Testament, Desig o Revolta de bruixes, entre otras. Benet i Jornet iba a convertirse en el fetiche de la nueva mercancía dramática ofrecida al deleite de ingentes masas, dispuestas a vivir con el corazón en un puño en cada entreacto
Hoy se destaca que Benet i Jornet ha sido un nombre decisivo para el boom que vive actualmente la dramaturgia catalana, “al ponerse a escribir teatro en catalán en los años de plomo”. Así lo recuerdan hoy sus exégetas. Y esta apreciación puede aceptarse solo en parte, siempre que no se olvide el papel de los grandes, como Josep Maria de Sagarra --cumbre de la dramaturgia poética-- en la recuperación del teatro en prosa durante la inmediata posguerra, con obras como Ocells i llops, Galatea y L’alcova vermella, obras con las que Sagarra se instaló en las corrientes renovadoras europeas de Cocteau, Sarte o Eugene O’Neill. Fue muy pronto, antes del medio siglo, con mucha anterioridad respecto a la irrupción de Benet i Jornet. Es de justicia decirlo hoy, porque eso no disminuye el calor de la despedida que hoy lamentamos.
Llorar y reír hasta la bajada del telón
Dada su conexión con la piel del público y el exceso sentimental asumible, puede decirse que la mayor parte de la obra de Benet i Jornet es un Bildungsroman, un trabajo de aprendizaje para el corazón; una educación sentimental, como lo fueron piezas concretas de Dickens, al estilo de David Copperfield, o la particularísima Jane Eyre de Charlotte Brontë. La facilidad con la que Benet i Jornet rescataba de lo más hondo de la sociedad sufrimientos y euforias para devolverlas por escrito en sus ficciones, es lo que hoy se le tributa. Lo que le convirtió en un escritor prolijo. En el centro de sus historias, la capacidad de los supervivientes se impone a la piedad por los suicidas. Él poseía el latido vitalista del dramaturgo, en cuyas obras, el público llora y ríe hasta la tranquilizadora bajada del telón, “la hora de la consciencia”, habría dicho Arthur Miller.
Su discurso teatral, siempre ingenioso, constituye el ejemplo del artista que se vende a la aceptación de su público. Su obra está modelada por su genio, pero también por el sentido de las conveniencias; la presión moral sobre sus arquetipos, sean madres abandonadas, amores consanguíneos, homosexualidades no confesadas, negocios sucios o crímenes, se ve aligerada por la pluma del autor dispuesto a impedir que la sangre llegue al río. Puede ser fruto del humor o del juego que impone la invención de fragmentos y palabras; sea como sea, la parte Bildungsroman de Benet i Jornet toca el moralismo de Bajo las ruedas de Hermann Hesse. Pero el autor catalán se desentiende de aquel viaje iniciático; digamos que sus personajes le sacan partido a los jóvenes ambivalentes de Hesse, pero olvidan la construcción del super ego en la adolescencia, descrita en la obra original.
Conspicuo e impactante
Benet i Jornet ha roto el molde que quisieron para ellos los grandes dramaturgos nacionales, los social-literatos como Goethe, en su Wilhelm Mister’s, o como Hugo en la Francia del XIX, épocas en la que no existía la TV. Pero atención, los enormes pedestales de aquellos se mantienen al pasar de los siglos, mientras que la época dorada de los medios de masas deja olvidado aquello que ayer era sagrado.
Además. hoy, el mito cultural se sirve frío; nadie encarna ya a Mitteleuropa y menos a una aleatoria Mittelcataluña, y menos a la que solo exigiría teatro en catalán. Tampoco lo querría, espero, Benet i Jornet, un hombre que a la hora del reconocimiento, solía sacar a flote su moral de combate. Cuando le dieron el Premi d’Honor de les Lletres Catalanes, destacó que este galardón no se le había entregado “nunca a un dramaturgo”; y concretó y “menos a una mujer dramaturga”. Era conspicuo, además de impactante.