El nieto favorito de Miró
David Fernández Miró nunca fue el pobre niño rico que tira su vida a los cerdos porque no sabe qué hacer. Los textos que dejó, sobre su abuelo y otros asuntos, muestran a un tipo culto y sensible
8 julio, 2019 00:00Le conocí a principios de los setenta, en la facultad de periodismo de la universidad de Bellaterra, donde se hacía notar por su aspecto y su actitud flippant entre la desaliñada masa antifranquista de la época. Lucía trajes de terciopelo y melena escarolada, y a veces llevaba bajo el brazo algún elepé -eran los años del glam rock- de David Bowie, Lou Reed o Roxy Music, en vez del preceptivo ensayo de Vázquez Montalbán o Marta Harnecker. Sabíamos que su abuelo era Joan Miró, pero el hombre no se lo pasaba a nadie por la cara: David Fernández Miró era un tipo encantador con el que se podía hablar de temas culturales y que casi nunca se refería a la política, como si le pareciese -y no le faltaba razón- un asunto muy poco interesante comparado con la poesía de Mallarmé, que más adelante traduciría por placer en sus ratos libres.
Aunque le perdí de vista después de la universidad, la vida se apañó para que nos cruzáramos con cierta frecuencia. A finales de 1980 me lo encontré en Nueva York y, tras una cena copiosa regada con abundancia, nos fuimos juntos al CBGB, mítico tugurio del Bowery que, sin que nosotros lo intuyéramos, ya había iniciado su larga decadencia. Los tiempos en que por su escenario pasaban luminarias como Blondie, Television o los Talking Heads habían pasado a la historia, así que nos tuvimos que conformar con un dúo tecno que daba bastante grima (aunque con la tajada que llevábamos tampoco habríamos sabido apreciar algo mejor: yo me quedé frito en el taxi de vuelta a casa). Comprobamos ambos, eso sí, que el CBGB, comparado con los bares de diseño de Barcelona, era un sumidero infecto en el que bastaba con mirar fijamente el retrete para pillar alguna enfermedad chunga. Para entrar había que esquivar borrachos tirados en el suelo -que igual estaban muertos- y saludar educadamente a las ratas del Bowery, que en aquellos tiempos era el vertedero oficial de Manhattan.
No sé en qué momento empezaron sus problemas con el alcohol y las drogas, pero fueron esas sustancias las que se lo acabaron llevando por delante en 1991, a los treinta y cinco años. Cuando lo desintoxicaban de la heroína, se lanzaba a beber como un cosaco. Cuando lo secaban de whisky, volvía al jaco. Y así sucesivamente. Seguía siendo un tipo estupendo, eso sí, pero le podía la autodestrucción. A veces se ponía un poco pesadito, como cuando le daba por chinchar a alguien porque sí: de ahí el puñetazo que se llevó una noche en la puerta de Zeleste por parte de un amigo común, un peruano muy simpático, pero con poca correa, que le hizo volar las gafas (creo recordar que yo mismo las recogí del suelo, intactas). En otras ocasiones le daba por intentar suicidarse de manera festiva. Recuerdo una noche, a la salida de Bocaccio, en la que se plantó en mitad de la calle Muntaner y se puso a torear a los coches que bajaban a toda pastilla con la chaqueta reconvertida en capote: hubo que devolverlo a la acera con carácter de urgencia, pero no fue fácil.
David nunca fue el pobre niño rico que tira su vida a los cerdos porque no sabe qué hacer con ella. Los textos que dejó -sobre su abuelo y otros asuntos- muestran a un tipo culto y sensible que podría haber hecho un montón de cosas, como así fue en el caso de Nuevos Medios, la discográfica de Mario Pacheco en la que metió dinero y cuyo logotipo fue un dibujito del abuelo que David le sacó un buen día. Dirigió una galería de arte en París durante un tiempo, leyó sin parar durante toda su vida, cuidó de la obra de Miró y siempre pareció que estaba a punto de alumbrar una novela que nos encantaría a todos sus amigos y que no llegó nunca.
Lo recuerdo toreando coches en mitad de la calle Muntaner y me pregunto, una vez más, en qué momento se le torcieron las cosas.