No todos los centros de creación están en las grandes capitales. En lo se suele llamar provincias hay mucho talento. Una de las pruebas más recientes que tenemos en Cataluña es Albert Serra, el cineasta de Banyoles que lleva años triunfando en Cannes, pero Buñuel era de Calanda, Berlanga de Valencia o Saura de Huesca. Todos estos cineastas han realizado grandes obras de arte sin renunciar a sus esencias a aquello que aprendieron en su tierra natal.
En una época donde la globalización se impone y donde todo parece hecho en cadena, es cada vez más importante apoyar ese talento local, dinamizar la cultura autóctona y potenciarla. Espacios como La Panera de Lleida son un claro ejemplo de ellos. Un dinamizador cultural que le dio la vuelta a una ciudad e impulsó la creatividad compartiendo la obra de otros artistas catalanes.
Artistas de La Panera
Un ejemplo salido de esta incubadora artística es Pol Merchan, un artista multidisciplinar que utiliza la escritura, la fotografía y el cine para plantear cuestiones relacionadas con las identidades de género y la manipulación de los cuerpos. Prueba de ello son sus cortos El jardín de los faros o La llum que cobreix les ferides o su película experimental Pirate Boys con la que participó a la Bienal d’Art Leandre Cristòfol.
Este centro de arte ha sido de gran ayuda para impulsar el talento de este leridano y muchos otros. No sólo porque ayudan a producir, sino a exhibir sus trabajos y los de otros. Es el caso de Isaki Lacuesta, Jordi Colomer y demás exposiciones realizadas que sirven también para que ciudadanía y artistas dialoguen con ellos.
Un edificio de la Edad Media
Pero lo más curioso es que este mismo centro dialoga también con la historia de la ciudad. El lugar donde se encuentra La Panera es un edificio construido entre los siglos XII y XIII, uno de los momentos de la Edad Media en los que Lleida florecía económica.
Su primer uso fue el de almacén y eje comercial. El Almorí, como se llamaba entonces, era la lonja de la ciudad, un lugar de contratación y el centro de todo tipo de transacciones: cereales, aceite, uva…
Primero de los curas, luego del ejército
De la construcción medieval apenas se conserva columnata, un espacio donde lucen 21 columnas de piedra de 5,70 metros de alto. Un lugar que sirvió de base para elevar una nueva planta. Eso fue en manos de los canónigos de la catedral, que se quedaron con la propiedad de la lonja para almacenar y vender sus propios productos recolectados por los canónigos. De esa época parte su nombre, en 1606 ya se llamaba La Panera dels Canonges.
El uso civil llegó varios siglos después, con la desamortización de Mendizábal. En 1835, La Panera pasó a ser propiedad de la Paeria, que cedió el edificio al Ejército y de allí pasó a convertirse en 1860 en caserna militar de la Caballería.
De caserna de la policía a centro de arte
Este uso por parte de las fuerzas y cuerpos seguridad del Estado se extendió a lo largo de los siglos. De hecho, hasta finales de los años 80 del siglo XX fue caserna de la Policía Nacional. Allí la Paeria de Lleida, el ayuntamiento, volvió a tomar las riendas de este espacio. Lo remodeló y decidió destinarlo a centro de arte.
Las reformas se extendieron varios años. No fue hasta 1997 que el edificio reabrió como lo que es ahora el Centre d’Art la Panera. Si al principio fue más un espacio dedicado a las exposiciones, el impulso que ha adquirido lo han convertido en “una plataforma de producción y difusión de las artes visuales contemporáneas que desborda el hecho expositivo”.
El dinamizador cultural de Lleida
En sus instalaciones hay espacio para artistas de todas las disciplinas posibles: fotografía, pintura, cine, arte visual… Sus responsables han dedicado esta antigua caserna en un espacio de investigación y creación, que convive con espacios comunitarios públicos, tanto educativos como sanitarios.
Fruto de la cooperación entre el Ayuntamiento de Lleida y el Departament de Cultura de la Generalitat, La Panera se integra en la Xarxa de Centres d’Arts Visuals de Catalunya y ofrece una programación que pone el acento en prácticas que desafían el acto de ser expuestas. Se trata de un espacio que abre las puertas a los “heterónimos del arte”, y a “la incorporación de líneas de fuga y derivas” artísticas que desafían cualquier regla. Nunca un cuartel de la policía dio para tanto.