Ozzy Osbourne
Un misterio para la ciencia
Hace años, un grupo de médicos británicos rogó a su compatriota John Michael Osbourne, alias Ozzy (1948 – 2025), que, tras su fallecimiento, donara su cuerpo a la ciencia. ¿Motivo? Querían estudiar sus órganos para entender su capacidad de resistencia, absolutamente inhumana.
Según los galenos, alguien que se hubiera metido tanto alcohol y tantas drogas como el bueno de Ozzy era muy improbable que llegara no ya a una edad provecta, sino simplemente madura. No sé si Ozzy se dejó convencer por esos médicos ni si su cuerpo será donado a la ciencia, pero creo que, como en el caso de Shane McGowan, debería haber sido puesto a disposición de los especialistas para descubrir las causas de su casi inmortalidad.
Ozzy Osbourne pagó un precio por su vida de excesos, al igual que el líder de los Pogues. La vida es esencialmente moralista y se comporta con dureza con quienes abusan de las alegrías etílicas y químicas, sobre todo si no muestran la menor voluntad de enmienda. Esas sustancias se comen las neuronas, y a quienes abusan de ellas les suele ocurrir, a partir de cierta edad, que están más allá que aquí, ofreciendo un aspecto de tontos de baba o, por lo menos, de estar ligeramente lelos.
Es la impresión que daba ya el amigo Ozzy a principios de este siglo, cuando triunfaba su reality show The Osbournes, en el que le acompañaban su segunda esposa, Sharon, y sus tres hijos (con la primera, Thelma, también alumbraron a tres retoños). A esas alturas, quien se lo hubiese tomado en serio cuando era el cantante de Black Sabbath, pioneros del heavy metal, llevaba cierto tiempo viéndole hacer el payaso por dinero.
En The Osbournes, el cantante antaño conocido como el Príncipe de las Tinieblas era, básicamente, un metepatas vigilado de cerca por la parienta y con unos hijos que, además de no tomárselo en serio, parecían despreciarle ligeramente. En su mansión de Los Ángeles, los Osbourne recordaban poderosamente a los Munster o a la familia Addams.
Había pasado ya mucho tiempo desde la aparición del segundo disco de Black Sabbath, Paranoid, con el que el grupo lo petó en 1970 y en el que aún no habían pasado del rock duro al heavy metal. También había llovido lo suyo desde que Ozzy se cargara a un murciélago a mordiscos en el escenario (y, si no recuerdo mal, a una gallina que le arrojó alguien del público en otro concierto).
El Ozzy de The Osbournes era un personaje autoparódico cuya familia parecía su propia corte de freaks. Las pocas veces que vi el programa, me debatí entre la compasión y la grima y la hilaridad, aunque reconozco que muchas veces acababa con la sonrisa congelada: el chaval de los años 70 se había convertido en un señor mayor, disfrazado como de satanista, que solo decía chorradas y parecía haberse quedado medio lelo por culpa del alcohol y las drogas.
Ozzy Osbourne tuvo tiempo de despedirse de su público con un concierto en Inglaterra del que dijo que, si la palmaba después, lo haría feliz. Así ha sido, más o menos. Y el hombre se llevó el cariño de unos fans que se lo habían perdonado todo, que es lo que hay que hacer con esa clase de gente.