Imagen de archivo del actor Eduard Fernández

Imagen de archivo del actor Eduard Fernández Europa Press

Examen a los protagonistas

El arte de ser siempre creíble

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Como la mayoría de mis compatriotas, descubrí a Eduard Fernández (Barcelona, 1964) en 1999, gracias a la película de Mariano Barroso Los lobos de Washington, basada en un guion de mi amigo Juan Cavestany (excorresponsal de El País en Nueva York con el que habíamos cubierto en 1994 el remake del festival de Woodstock del 69).

Me constaba que el hombre venía del mundo del teatro, pero como es un mundo que no frecuento en exceso (mea culpa, mea culpa, mea grandísima culpa), para mí era como si el señor Fernández hubiese empezado su carrera como actor con la película de Barroso (luego me enteré de que el hombre había pasado por Els joglars y trabajado a las órdenes de Lluís Pasqual).

Lo que más me sorprendió del bocazas cantamañanas al que Fernández daba vida en Los lobos de Washington fue lo creíble que resultaba todo lo que decía y, sobre todo, cómo lo decía. Con esa película me enganché a Eduard y empecé a tragarme todos sus largometrajes: su mera aparición incrementaba de manera exponencial el interés de la obra de turno.

No tardé mucho en conocerlo, por mediación de Isabel Coixet, y Edu (como le llamaba su entonces mujer, la escritora Esmeralda Berbel) se convirtió durante una época en una presencia habitual de los fines de semana en los que uno gorroneaba en un apartamento frente al mar de Sitges que tenía Isabel por aquel entonces y donde conocí también a una niña encantadora que ahora es la notable actriz (y sex symbol, con perdón) Greta Fernández

Como suele pasar (o suele pasarme a mí), Edu y yo fuimos perdiendo el contacto, pero hice todo lo posible por mantenerlo, aunque fuese a distancia, por escasa que fuera (suelo sentarme en las primeras filas de los cines). Como era de prever, Los lobos de Washington fue solo el primer paso del señor Fernández en la precaria industria del cine español.

Casi un cuarto de siglo después y con tres Goyas en su haber, el hombre se ha convertido en una de las presencias más estimulantes del audiovisual nacional, y actualmente está al frente de dos de las películas más notables de la reciente producción española, El 47 y Marco, en las que vuelve a demostrar su capacidad para resultar creíble en una pantalla, sin importar la categoría moral del personaje interpretado.

Poco en común tienen el heroico autobusero extremeño de El 47 con el patético impostor catalán necesitado de atención y casito de Marco, biopic del extrañísimo Enric Marco, aquel señor que presidió la Amical Mathausen y se hizo pasar durante años por un prisionero de un campo de concentración nazi, hasta que se descubrió que todo era mentira y que el sujeto se había inventado su condición de víctima para ser alguien en esta vida (Javier Cercas llevó su caso a la literatura hace unos pocos años).

Gracias a Edu, el autobusero y el impostor resultan igualmente creíbles y yo diría que hasta incrementan su interés humano. El primero es un héroe tradicional, como James Stewart en alguna película de Frank Capra. El segundo, más complejo, resulta más fascinante, pues el fantasma de la insania le sobrevuela. Eduard Fernández se deja poseer por ambos (o al revés) y nos ofrece dos nuevas interpretaciones de esas que llevan garantizándole desde finales del siglo XX una posición preminente en el cine español.