Rosa Regàs
Una mujer libre
Ya no recuerdo quien me presentó a Rosa Regàs (Barcelona, 1933 – 2024), pero lo más probable es que se tratara de algún amigo: mi compañero de la facultad de periodismo, Fede Montagud, se había casado con su hija Anna; mi viejo compadre del underground en la revista Star, Manuel Huerga, había hecho lo propio con Mariona; y mi querido y difunto redactor jefe en El País, Agustí Fancelli, estaba casado con su sobrina Susanna. Alguien no muy bien informado me había dicho que no me esperara gran cosa de Rosa, pues, según él, tenía fama de mujer arisca y displicente. Nada más lejos de la realidad, pues enseguida me trató con una simpatía y un coleguismo notables, y siempre fue así cada vez que me la cruzaba en algún acto social o literario. Creo que le caí bien, y ella siempre me había caído bien a mí (como su hermano Oriol, fundador de Bocaccio, al que tuve el placer de tratar durante sus últimos años de vida).
Para un pardillo de mi quinta, Rosa (o La Abuela de Verano, como empezamos a llamarla algunos cariñosamente) era un personaje casi mítico: editora, traductora, escritora, columnista, exnovia de Juan Benet y Oriol Bohigas, musa de la gauche divine (aunque creo que esa definición nunca le hizo mucha gracia) y, sobre todo, una mujer libre que lo fue en una época en que ejercer de tal no era la cosa más sencilla del mundo (especialmente, si como era su caso, tenía cinco hijos). Su infancia no fue fácil, por motivos demasiado largos como para explicarlos aquí. Su juventud, casada con el señor Omedes, un buen burgués, ya fallecido, a quien conocí en un almuerzo y que, pese a su fama de tarambana, me cayó muy simpático, parecía condenarla a ejercer de ama de casa y cuidar de su vasta prole y no meterse en quimeras. Justo lo contrario de lo que ella hizo: con cinco retoños colgando, se metió en asuntos literarios, fundó una editorial, llevó la vida social que juzgó conveniente, llegó a trabajar de traductora en la ONU y a dirigir la Biblioteca Nacional en Madrid y publicó un montón de libros, uno de los cuales dio origen a aquella serie de televisión sobre una abuela de verano a la que daba vida la gran Rosa María Sardà.
Cuando me disponía a rodar mi primera (y me temo que última) película, Haz conmigo lo que quieras (2004), mi director de fotografía, David Omedes, hijo de Rosa, me propuso planificar el largometraje en la casa que Rosa tenía en Llofriu. Naturalmente, acepté la oferta e hice muy bien: Rosa era una anfitriona encantadora que me trató de maravilla, me alimentó de manera gloriosa y me dio conversación sobre los más variados temas. Volví en algunas ocasiones a esa casa del Ampurdán, donde a veces se celebraban unas divertidas comidas de cumpleaños coincidiendo con el de Anna (que era también el de mi viejo amigo Llàtzer Moix), donde se comía y bebía sin tasa y la diversión estaba asegurada.
La última vez que la vi fue en una de esas fiestas de cumpleaños (celebrada esa vez en la segunda residencia del amigo Moix) y la encontré ya ligeramente apagada. Pese a todo, tuve derecho a dos besos y a una breve conversación en la que su avanzada edad no parecía interponerse en su lúcido discurso habitual (fiel a sí misma, creo recordar que aprovechó una vez más para ciscarse en el PP). Rosa nos ha dejado a los 90 años con la satisfacción del deber cumplido. Y yo creo que todos los que tuvimos la suerte de conocerla la recordaremos con cariño hasta nuestros últimos días de estancia en este inhóspito planeta.