John Sinclair
El quimérico inquilino
Nos dejó hace unos días el poeta y activista norteamericano John Sinclair (Michigan, 1941 – 2024), del que ya no se acordaba casi nadie, sobre todo en Europa, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que hablamos de un genuino fósil de la era hippy (y yippy, dada su amistad con Abbie Hoffman) y de la nación de Woodstock y de esos años 60 del Anything goes, que diría Cole Porter.
John Sinclair nació en el lugar adecuado y en el momento preciso. Le gustaban el jazz y la poesía, y llegó a grabar un montón de álbumes de lo que ahora se conoce como spoken word (faltaban muchos años para que apareciera Laurie Anderson). Además de escribir, ejerció de manager del grupo de Detroit MC5 (al principio, Motor City Five) entre 1966 y 1969, y hasta creó un grupo pseudopolítico conocido como el Partido de las Panteras Blancas, hermanado con los célebres Black Panthers. Devoto del ácido y de la marihuana, cometió el error de pasarle dos canutos a una chica muy simpática que resultó ser agente de policía: lo trincaron, lo juzgaron por tráfico de drogas y le cayeron diez años de cárcel, de los que, afortunadamente, cumplió sólo dos, ante las protestas de una gran parte de la sociedad alternativa de la época (de la que, al parecer, no formaba parte el líder de los Who, Pete Townsend, quien desalojó del escenario del festival de Woodstock al pobre Abbie Hoffman cuando éste le jorobó la actuación al hacerse con el micro y clamar por la libertad de su amigo Sinclair).
Tras su temporadita a la sombra, John Sinclair abandonó Estados Unidos y se instaló en Ámsterdam, donde creó su propia emisora de radio, bautizada como Radio Free Amsterdam, desde la que ponía música y recitaba sus poemas antisistema. Sinclair siempre fue un izquierdista a la americana (que suele consistir en una mezcla de buena fe e ignorancia de todo lo que sucede fuera de los Estados Unidos), y se distinguió por sus posturas radicales a favor de las drogas y de una cierta anarquía. También defendía el derecho del pueblo a fornicar en la calle y otros bienintencionados delirios de los que se arrepintió un tanto en su madurez, cuando reconoció que tal vez sus puntos de vista juveniles pecaban de un exceso de ingenuidad.
Hijo de los 60, John Sinclair hizo siempre lo que le dio la gana y conoció a todo aquel al que valía la pena conocer (hizo amistad, entre otros, con John Lennon y Yoko Ono, que salieron en su defensa cuando lo entrullaron). Mentiría si dijera que he leído o escuchado sus poemas, pero siempre le he valorado como personaje pintoresco de una época única que nunca volverá. No hace mucho falleció el líder de los MC5, Wayne Kramer, y no pasa un día, prácticamente, sin que la diñe algún elemento fundamental de la década prodigiosa (tampoco hace tanto del deceso del bufón alternativo Wavy Gravy), cuando podía triunfar hasta un friki como Tiny Tim, el melenudo del ukelele y la voz de pito.
Sí, probablemente, nadie se acordaba de John Sinclair, que sobrevivió varias décadas al hundimiento de su mundo. Pero no me negarán que la gente como él le dio vidilla suplementaria a unos tiempos ya de por sí euforizantes