Taylor Swift
¿La voz de la democracia?
Vamos de mal en peor. Si en tiempos de Barack Obama la voz de la América progresista y democrática era Bruce Springsteen (que a veces se pone demasiado intenso para mi gusto, pero parece buen chico y tiene un álbum, Nebraska, que me encanta), en los de Joe Biden ese papel lo interpreta Taylor Swift (West Reading, Pensilvania, 1989), una chica que empezó interpretando un country western banal y tirando a blandiblub y que luego fue ampliando su paleta de estilos hasta convertirse en la diva que (algunos) sufrimos en la actualidad y que cuenta con millones de fans. Tantos, que ha acabado convirtiéndose en la voz de los anti-Trump y, por defecto, en la de Joe Biden, ese señor que se hace un lío con los presidentes extranjeros, pierde el hilo en sus declaraciones y a menudo ofrece un preocupante aspecto de estupor vital. Supongo que, como se dice en estos casos, a tal señor, tal honor. Pero pasar del Boss a esta pepona rubia a la que nunca he visto la gracia se me antoja un desdoro para los Estados Unidos, en cuyas próximas elecciones se enfrentarán un buen tipo que está un poco para sopas y un indeseable pendiente de tropecientos juicios que, encima, nos dice a los europeos que nos gastemos más dinero o en defensa o nos dejará en manos de su querido amigo Vladímir Putin (la cosa solo puede empeorar si se presenta a la presidencia el chiflado de Kanye West, lo que no sería de extrañar y constituiría una sima política a la que nunca nos habíamos asomado).
Quedan lejos los tiempos en que los Beatles representaban a una Inglaterra moderna y renovadora, o que Simon & Garfunkel o Bob Dylan hacían lo propio con Estados Unidos. Pero todo tiene un límite y creo que el progresismo norteamericano podría haber encontrado un portavoz más interesante que la pobre Taylor Swift. Debí haberme olido algo cuando observé que la crítica de su país se la empezaba a tomar en serio (lo que también ha ocurrido en España, lo cual resulta aún más incomprensible). Actualmente, a Taylor se la toman en serio en todas partes, e incluso hay críticos que cargan despiadadamente contra cualquiera que siga sin verle la gracia a la muchacha (como es mi caso).
Si esto no es un ejemplo de la decadencia del imperio americano, que baje Hank Williams y lo vea. Mientras su amiga Lana del Rey es respetada, pero no deja de ser una intérprete para minorías selectas, Taylor, que debe estar muy bien aconsejada (¿por Satán?) es una estrella rutilante que, encima, va de progresista. Todos le agradecemos mucho que no sea fan de Trump, pero que su voz sea la que teóricamente representa a la América democrática resulta preocupante, tanto política como musicalmente. En fin, supongo que hay que apañarse con lo que hay y que es imposible que la voz de la razón sea la de Phosphorescent o la de Eef Barzelay, pero el culto casi religioso que ha generado la señorita Swift (sus seguidores se autodefinen como swifties) y al que tanto parecen temer los republicanos (que por el lado cultural flaquean, como suele pasarle a la derechona) dudo que sea una buena señal para el posible triunfo del progreso en los próximos comicios.