Juan Mariné
Loco por el cine
El Goya de este año a toda una carrera cinematográfica está más que justificado: Juan Mariné Bruguera (Barcelona, 1920) ha sido un enfermo de cine desde la más tierna infancia. Concretamente, desde los cuatro años, cuando su madre lo envió a un pueblo del Maresme para que se curara de unas toses y vio sus primeros cortos de Charlie Chaplin. El niño volvió a Barcelona sin toses y enganchado para siempre a las imágenes en movimiento. Con el tiempo, tras especializarse en la dirección de fotografía (actividad compatible con la restauración de películas y hacer sus pinitos en el mundo de los efectos especiales), Juan Mariné llegó a trabajar en más de 140 largometrajes. No siempre tuvo suerte con los proyectos que le cayeron, pero se entregó a ellos como si estuviera colaborando en Ciudadano Kane.
Los comienzos no fueron muy fáciles. Alistado en 1938 en la Quinta del Biberón, acabó pasando una temporada a la sombra por (supuesto) rojo, hizo de fotógrafo de campos de internamiento para perdedores de la guerra civil e intentó acceder al mundo del cine que se hacía entonces, que no era como para tirar cohetes (vamos, igual que ahora, pese a los fastos de los premios Goya). Lo logró y se tiró toda su vida rodando películas --principalmente en Madrid, a donde se había trasladado en 1940--, unas mejores que otras, mientras inventaba artilugios para la preservación del celuloide o se interesaba por los efectos especiales rudimentarios de la época (colaboró con el peculiar Juan Piquer, maestro del cine fantástico de bajo presupuesto). Todo el mundo recordará algunas de sus muchas películas, como La gran familia, Historias de la televisión, Los chicos del preu, Sor Citroen o El turismo es un gran invento. Con algunos cineastas llegó a trabajar en innumerables ocasiones (perfectamente numerables, por otra parte): con Pedro Lazaga, 26 películas; con Pedro Masó, 36. De su faceta de restaurador cinematográfico se han beneficiado la Escuela de Cine de la Comunidad de Madrid y la Filmoteca Española.
Yo lo conocí hace un montón de años a través de sus hijos, Óscar (el artista) y Jorge (el diplomático), quien, por aquellos tiempos del pleistoceno, estaba casado con la hermana de la mujer de uno de mis mejores amigos. Lo recuerdo como un señor muy simpático que siempre hablaba de cine y que parecía conservar intacta -ya tenía una edad, el hombre- la inocencia y la fascinación del crío que descubrió a Chaplin a los cuatro años. De la guerra civil y otras penurias no hablaba nunca. Todavía estaba en activo, pero parecía ya más interesado en las labores de restauración y en la creación de gadgets emparentados con ella.
Juan Mariné vivió la época que vivió y rodó lo que había que rodar. Por mala que fuese la película de turno, su labor siempre fue impecable, aunque nadie se lo agradeciera. En otra época y otro lugar podría haber sido uno de los grandes directores de fotografía a nivel internacional. Por eso está especialmente bien que la Academia del Cine Español se haya acordado ahora de él para un reconocimiento que llega algo tarde, pero lo pilla aún con vida, a sus juveniles 103 años.