Buddy Holly
El día que murió la música
Ayer se cumplieron 65 años de la muerte en accidente aéreo del gran Buddy Holly (Charles Hardin Holley, Lubbock, Texas, 1936 – Clear Lake, Iowa, 1959), al que algunos descubrimos más bien tarde gracias a la canción que le dedicó Don McLean en 1972, American pie. Aunque no dispuso de mucho tiempo para ello, Buddy consiguió dejar una obra muy valiosa y bastante extensa que influyó a muchos de los que vendrían después de él (los Beatles, sin ir más lejos). Además de una tragedia humana (Buddy no llevaba ni dos años casado con la puertorriqueña María Elena Santiago), la desaparición de nuestro hombre a edad tan temprana nos dejó sin saber cómo habría evolucionado su música desde la ingenuidad inicial de canciones como Peggy Sue o That´ll be the day, aunque sus últimas grabaciones, efectuadas durante una larga estancia con su mujer en Nueva York, presagiaban una madurez muy brillante.
Buddy no murió solo. En el mismo avión (pillado para ahorrar tiempo en una gira de invierno con un clima espantoso) que cayó en un lago de Iowa viajaban también The Big Bopper (principal hit: Chantilly lace) y el chicano Ritchie Valens (Ricardo Valenzuela), que lo acababa de petar con La bamba. Para Don McLean, el 3 de febrero de 1959 fue el día en que la música murió (the day the music died), como cantaba en la única canción por la que, injustamente, se le recuerda, ya que el tipo era un buen cantante y un excelente compositor que nunca mereció ser tratado como un one hit wonder. Gracias a él descubrí la existencia de Buddy Holly, el rocker con menos aspecto de rocker del mundo: flaco, larguirucho y con gafas de pasta negra, tenía más pinta de empleado de sucursal bancaria que de paladín de una música nacida para ponerlo todo patas arriba. A principios de los 70 no era fácil encontrar en España grabaciones de Buddy Holly. Afortunadamente, a finales de esa década, cuando trabajaba para la prensa alternativa de la época, una encantadora promocionera argentina de Ariola me regaló una caja con las obras completas de nuestro héroe, a la que dediqué horas y horas de escucha. Hasta llegué a comprarme una chapa con su careto que lucí orgullosamente en la solapa hasta que la perdí no sé cómo (en plena era punk, yo iba por ahí con un muerto miope en la chaqueta, y a menudo tenía que explicar de quién se trataba).
Aunque murió demasiado joven como para plantar cara a Elvis, Chuck Berry, Little Richard o Jerry Lee Lewis, Buddy se hizo notar desde el principio, básicamente por parecer que no pertenecía al mundo en el que se había insertado. Demasiado limpio, demasiado inofensivo, demasiado poco desafiante, escasamente sexy… Así lo consideraban los que no le veían la gracia. Pero el hombre (solo o en compañía del productor Norman Petty) era una fábrica de hits a la que le salían tan bien los temas rápidos como los lentos, mostrando una especial habilidad para las baladas y los medios tiempos. Toda su producción acabó en manos de Paul McCartney, que es ahora quien se lleva la pasta cuando alguien quiere versionar algo de Buddy.
Hubiese sido estupendo verlo atravesar los años 60, verlo evolucionar con su época, ver qué hacía con los hippies o el country rock (se adelantó a los Byrds), verlo formar una familia con María Elena… No pudo ser. Y desde aquel maldito invierno de 1959, para Don McLean y unos cuantos más, el 3 de febrero es el día en que la música murió.