Mario Vargas Llosa
El escritor se despide de ustedes
El novelista peruano Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) se va despidiendo, lenta pero decididamente, de sus lectores. Primero anunció que su nueva novela, Le dedico mi silencio, sería la última que escribiera. Luego dijo adiós a los que leíamos sus columnas en el diario El País desde hacía más de treinta años. Según él, ahora se pone con un ensayo sobre Jean-Paul Sartre y eso será lo último que escriba y publique. Es como si el hombre hubiese calculado el tiempo de vida que le queda y hubiera decidido obrar en consecuencia: no empiezo otra novela porque igual la diño antes de terminarla, abandono la columna quincenal porque ya he dicho todo lo que tenía que decir o estoy cansado de repetirme, y me pongo con Sartre porque con algo me he de entretener hasta que me dé el parraque definitivo. A mí me parece todo extremadamente razonable: Vargas Llosa se ha ganado de sobras un poco de descanso antes de irse de este mundo, que ha contribuido a mejorar con sus libros y sus colaboraciones periodísticas, en las que los profesionales del progresismo han creído ver una paulatina deriva hacia la derechona, cuando yo solo veía la evolución, perfectamente cabal, de un izquierdista juvenil de manual que, con el paso del tiempo, se había ido convirtiendo en un liberal con el que a veces podías no estar de acuerdo, pero que siempre razonaba de manera impecable su postura ante cualquier tema. La nueva inquisición progresista la tomó con él hace años, optando por lo de morder y no soltar.
Curiosamente, a su examigo Gabriel García Márquez nunca le afearon la conducta por defender a un sátrapa como Fidel Castro hasta el final: la doble vara de medir es una de las especialidades de la Nueva Izquierda Imbécil. Tampoco yo coincidía con su admiración por ciertos políticos del PP o de la señora Thatcher, pero eso nunca me llevó a considerarle un peligroso reaccionario. Estamos hablando, ante todo, de un hombre ilustrado y dotado de una enorme vocación literaria que fue recompensada con el premio Nobel. Puede que se derechizara un poco con el paso del tiempo, pero eso no lo convirtió jamás en un energúmeno (en el terreno personal, aunque solo crucé unas palabras con él en un par de ocasiones, siempre me pareció un tipo educadísimo y un ameno conversador). Y, dejando aparte su evolución política, siempre nos quedarán sus novelas, que hablan por sí solas y que uno descubrió en la adolescencia, cuando se tragó encantado La ciudad y los perros o Conversación en la catedral. Para mí, Vargas Llosa ha sido uno de esos personajes que siempre ha estado ahí (como David Bowie o Leonard Cohen, en otro orden de cosas) y siempre ha contribuido a alegrarme la vida, ya fuese con un libro o con un artículo de prensa. Y creo que los críticos han pasado por alto una de sus principales virtudes literarias: la de ser un gran humorista, como demostró con la que tal vez sea mi novela favorita entre todas las suyas, aunque no la más seria, La tía Julia y el escribidor, la única que me he leído dos veces porque me procuraba unos ataques de hilaridad incontrolables que me hacían extremadamente feliz.
Me gustaba leerle cada quince días en El País. A veces estaba de acuerdo con él y a veces no, pero su mensaje siempre me parecía pertinente. No pienso leerme su ensayo sobre Sartre, pero espero que se lo pase muy bien escribiéndolo. Lo de Isabel Preysler lo lamento, pero lo comprendo. Y lo sentiré cuando nos deje definitivamente porque no solo es un escritor que me ha alegrado la vida, sino porque siempre ha sido un tipo que me caía muy bien y que merece como pocos disfrutar de la satisfacción del deber cumplido.