Michael Caine
Glorioso jubilado
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Michael Caine se jubila. A sus noventa años, frágil de salud y necesitado de la ayuda de un bastón para caminar, ha decidido que abandona el mundo del cine, donde ha brillado con luz propia desde los años 60 del pasado siglo. La noticia, lo reconozco, me ha sorprendido un poco, pues pensaba que el señor Caine (nacido Maurice Micklewhite Jr. en Londres, en 1933) era de la estirpe de Mick Jagger y pensaba morirse en el escenario. Cualquier película era mejor con él dentro, como demuestra su voluntariosa interpretación de Alfred, el mayordomo del millonario Bruce Wayne, en los Batman de Christopher Nolan (que, en mi modesta opinión, no había por dónde cogerlos). Y ninguna película parecía lo suficientemente mala como para que él la rechazara. Es como si hubiese venido a este mundo a actuar o como si pensara lo mismo que Dennis Hopper, quien, en cierta ocasión, le dijo a mi amiga Isabel Coixet: “Entre rodar una película mala y no rodar ninguna, opta siempre por la mala”.
Contaba Caine en sus memorias que empezó a actuar de niño, cuando su madre lo enviaba a abrir la puerta cada vez que aparecía un acreedor para que, poniendo su mejor cara de tierno infante inocente, le dijera al visitante que mamá no estaba (aunque mamá estuviera escondida en la nevera o detrás de una cortina). Según él, esas interpretaciones infantiles lo predestinaron al trabajo que llevaría a cabo toda su vida, y siempre con un talento y una dignidad admirables: a Michael Caine te lo creías siempre, hasta cuando hacía de mayordomo de Batman.
En los años 60, cuando imperaba la figura del galán, Michael Caine era un tipo con pinta de oficinista, miope y sin un excesivo sex appeal. Pese a ello, le cayó el papel del espía Harry Palmer en una serie de películas que eran como la versión opuesta de las de James Bond, pues el glamur brillaba por su ausencia y se imponía la visión del espionaje de un Graham Greene (o un John Le Carré) a la de un Ian Fleming. Rizando el rizo, Caine, pese a su aspecto escasamente sexy, se hizo con el papel protagonista de Alfie, una comedia ambientada en el Swinging London que contaría años después con un remake protagonizado por Jude Law. También coincidió con Bond (o, mejor dicho, con Sean Connery) en la inolvidable Zulu. Y con el gran Laurence Olivier en La huella, una de las últimas películas de Joseph Manckiewicz, interpretando a un peluquero al que un señorón se propone dar una lección de cómo estar en su sitio que le sale francamente mal.
Desde esos lejanos tiempos, Michael Caine ha sido una presencia constante en el cine británico y norteamericano, siempre brillando en su cometido y dignificando hasta el largometraje más irrelevante. Podría haberse ido por la puerta grande con La juventud, de Paolo Sorrentino, pero siguió rodando películas hasta que, finalmente, se ha decidido, obligado por las circunstancias de su maltrecha salud, a jubilarse (en vez de diñarla en el plató, como queríamos sus fans).
Solo le encuentro una mancha negra en su historial: su posicionamiento a favor del Brexit. Pero se lo perdoné por motivos de edad. Y porque yo le perdono todo a alguien que ha dado título a una canción del grupo Madness.