Bob Dylan
El enigma de Duluth
El pasado viernes por la noche, mientras la mayoría de los barceloneses se disponía a celebrar la noche de San Juan lanzando petardos, comiendo coca de piñones y pimplando más de la cuenta, los feligreses de la Iglesia de Bob se reunían en el Gran Teatre del Liceu para ver actuar (de nuevo, en muchos casos) a Su Dylanidad, quien hasta tuvo el detalle, según me cuentan, de saludarles al inicio del concierto con un escueto Good evening (todo un detalle si tenemos en cuenta que el hombre es capaz de atravesar sus recitales sin reconocer la presencia del público y con cara de estar pensando en sus cosas). Reconozco que nunca he sido un true believer de Bob Dylan (Robert Allen Zimmerman, Duluth, Minnesota, 1941), aunque me parece un tipo tan singular como opaco al que le debemos algunas de las mejores canciones de toda la historia de la música pop, pero estoy rodeado de fans irredentos del personaje que tienen todos sus discos y lo han visto actuar en infinidad de ocasiones. Respetando enormemente su carrera como músico y poeta (que le granjeó el premio Nobel en el 2016) y militando en otros cultos pop que no detallaré, lo que más me fascina del sujeto es su peculiar manera de ir por el mundo, del que parece tener una visión que, hasta el momento, no he conseguido comprender del todo (y lo mismo les sucede a muchos de sus fans, algunos de los cuales se limitan a considerar una genialidad todo lo que hace).
Siempre que cae en mis manos una entrevista con Dylan la leo atentamente para ver si alcanzo a columbrar la genuina personalidad del cantante. Suelo encontrar auténticas perlas del pensamiento contemporáneo, pero nunca consigo hacerme una panorámica total del sujeto, que se me antoja más opaco que los nuevos estatutos de Vox. No sé si esa opacidad le sale sola, la fomenta o es una mezcla de ambas cosas, pero tengo la impresión de que Bob Dylan ha hecho todo lo posible para llegar a sus actuales 82 años convertido en un enigma irresoluble. Y lo que me resulta más difícil de entender es su manía de pasarse la mitad del año en la carretera, actuando en directo por todo el mundo para un público que lo adora, pero al que apenas dirige la palabra (el Good evening de Barcelona es un triunfo de la comunicación entre el artista y sus seguidores).
Uno ve a los Rolling Stones y también se pregunta qué hacen a su edad (y con el dinero que tienen) actuando por todo el globo, pero, al menos, observas a Mick Jagger dando saltos por el escenario y te resulta evidente que está disfrutando el momento. Con Dylan, da la impresión (como me sugirió un amigo cantautor) de que se lo llevan de gira metido en un ataúd del que lo sacan cada noche en una ciudad distinta para apalancarlo contra el armonio y que se cante o farfulle unas coplas. No entiendo qué satisfacción extrae Su Dylanidad de pasarse tantas noches al año fuera de su propia camita. ¿Se aburre en casa? ¿Se sacrifica por sus fans, aunque parezca que se la soplan? Misterio. En cualquier caso, esos fans siempre salen contentos de sus misas fúnebres (en Sevilla, hace unos días, se colocó al fondo de un escenario medio a oscuras) y nunca tienen la menor queja de lo que acaban de ver y oír (aunque su ídolo les haya hurtado todos sus hits o los haya dejado irreconocibles, como suele).
Para no ser miembro activo de la Iglesia de Bob, la verdad es que le dedicó bastante tiempo mental. Me gusta lo que hace, pero no le entiendo. Y espero seguir así. Por los siglos de los siglos.