Sean Penn
El síndrome Bono
Sean Penn (Los Ángeles, 1962) fue durante años un actor solvente y un director interesante y sensible, como demostró con sus dos primeras y conmovedoras películas, The indian runner (1991) y The crossing guard (1995), que no cosecharon el favor del público, pero sí el de la crítica (y el mío: me encantaron las dos). Su tercer largometraje fue The pledge (2001), una adaptación de una novela de Friedrich Dürrenmatt que ya había sido llevada al cine en España por Ladislao Vajda en 1958 con el título de El cebo. El cuarto, Into the wild (2007), tuvo cierta aceptación popular, pero, en mi modesta opinión, no había por dónde cogerla, tal vez porque el personaje principal, que a Penn le parecía un ejemplo de hombre preocupado por la naturaleza, a mí me pareció un majadero quimérico que no iba a ninguna parte. Todo lo que dirigió después nuestro hombre se me antojó equivocado y prescindible, nada que ver con aquellos dos primeros largometrajes que me llegaron al alma (pese a la fama de sobrado y desagradable que tenía el hombre, según se me informó desde dos fuentes distintas): tal vez no debería haber depositado tantas confianzas en alguien capaz de casarse con Madonna.
Pero el peor Sean Penn estaba por llegar y se trataría de esa víctima del Síndrome Bono (por el cantante de U2), que consiste en convertirse en un humanista preocupado por el destino del planeta Tierra que acaba por desvelarse inevitablemente como un plasta pretencioso que aparenta ponerse al servicio de causas nobles cuando en realidad da la impresión de utilizas esas causas nobles para su beneficio. De repente, Sean Penn se declaraba marxista y admirador de Fidel Castro. Se hacía amigo de Hugo Chávez y negaba que fuese un dictador. Usando como cebo a la actriz Kate del Castillo, se fue a entrevistar al Chapo Guzmán para Rolling Stone, contribuyendo involuntariamente a su detención y posterior encarcelamiento. Tampoco descuidó las catástrofes humanitarias, dejándose ver haciendo como que echaba una mano en Nueva Orleans a las víctimas del Katrina y cargando sacos terreros en Haití (casualmente, siempre había cerca un camarógrafo para dejar constancia de sus hazañas). Y así fue como acabó convertido en un personaje más bien cargante, en un profesional de la beneficencia como Bono y, sobre todo, en un tipo que se metía en camisas de once varas, dejando siempre, eso sí, el trabajo a medias en cuanto se habían tomado las fotos pertinentes para que quedara claro cómo sangraba su corazón ante las desgracias de este mundo. A medias con Oliver Stone, se convirtió en la conciencia de América, algo que nadie le había pedido y que sonaba irremediablemente falso y postizo.
Ahora acaba de rodar un documental sobre Volodímir Zelensky titulado Super Power al que éste se ha apuntado porque no está en disposición de rechazar nada que llame la atención sobre la invasión de su país (ni una portada en Vogue de la parienta). Hasta le ha regalado a Zelensky uno de sus premios de la Academia de Hollywood, como si un Oscar fuese a serle de la menor utilidad a alguien que está siendo invadido por el país vecino. En fin, supongo que no hay nada que objetar a Super Power: Zelensky consigue un poco más de atención y Penn ya está más cerca de sustituir a Bono en su papel de El Hombre Más Bueno del Mundo. Intentar rodar películas tan intensas y conmovedoras como The indian runner y The crossing guard no parece ser una de las prioridades del señor Penn, quien, como el presidente de Ucrania, también está interpretando el papel de su vida.