Miserable no, lo siguiente
Hace falta ser muy miserable (y muy fanático) para presentarse en un pueblo en el que una familia está siendo acosada por reivindicar un derecho constitucional y solidarizarse no con ella, sino con sus verdugos. Eso es lo que ha hecho recientemente el consejero de educación de la Generalitat, Josep González Cambray, ese hombre que no se quita el lazo amarillo de la solapa ni para dormir (igual lleva otro en el pijama) y que para reforzar una catalanidad que nadie le discute se pone el acento de su apellido en dirección contraria porque a la hora de sobreactuar de lazi no hay quien le gane (aunque hay que reconocer que lo de Mikimoto cambiándose el apellido Calzada por Calçada también resulta muy meritorio: creo que ya tarda Jair Domínguez en darle la vuelta a su acento).
El acoso a la familia de Canet de Mar que pedía que su hijo recibiera más clases en castellano en la escuela ha representado, hasta el momento, la evidencia más palmaria de que algo huele a podrido en la Cataluña procesista. El régimen en pleno ha mentido al respecto, acusando a los padres de Canet de querer impedir a su hijo que aprendiera catalán, cuando lo único que pedían era que TAMBIÉN aprendiera castellano. Cual mantra salvífico, del Niño Barbudo al último mono de la prensa digital subvencionada, pasando por los chupópteros habituales del régimen, todos los lazis han repetido hasta la saciedad la mentira de que esos progenitores del Maresme querían impedirle a su retoño que aprendiera catalán. En uno de esos panfletos separatistas han llegado, incluso, al extremo de localizar a la familia de réprobos, identificarlos y publicar sus nombres y sus actividades sociales. Aquí se han retratado todos, y el cuadro resultante no resulta muy favorecedor: puede que haya un antes y después en el chulesco inframundo indepe, pues esta vez se han ganado las acusaciones de racismo, xenofobia y matonismo a pulso.
Como parte del problema disfrazado de parte de la solución, el señor González no ha ido a Canet a poner paz y a serenar los ánimos, sino a echar un poco más de leña al fuego y contribuir al linchamiento de una gente que lo único que hace es reivindicar algo a lo que tiene derecho. Sus compañeros en el gobiernillo aún no se han manifestado al respecto, pero no hace falta porque su silencio ya es lo suficientemente elocuente. Es como si todos se hubiesen cansado a la vez de resultar ridículos y se hubieran puesto de acuerdo para morder a la vez a la misma presa. Algo que es compatible, por otra parte, con pasar por el aro, decirles a sus fieles que no hay nada que hacer porque el estado es implacable en sus intentos de acabar con la lengua catalana y que, si eso, cuando seamos independientes ya haremos algo al respecto. Palabrería, que es lo único que pueden permitirse sin peligro de ser inhabilitados y quedarse sin la sopa boba patriótica. Gestos, que tampoco comprometen a nada. Su problema es que este último gesto tiene unas connotaciones tan sucias y desagradables que dudo que se salgan de rositas, aunque Pedro Sánchez y el ministro Marlaska se dediquen a mirar hacia otro lado, como suelen.
El gobiernillo se ha lucido a lo grande con un asunto teóricamente pequeño, y el hombre del acento al revés es la cabeza visible de la metedura de pata. Por cierto, si lo acaban inhabilitando, ya puede esperar sentado la solidaridad de sus compañeros: tras lamentar ese nuevo ataque intolerable a la Cataluña catalana, seguirán con sus cosas tan tranquilos y aliviados, en el fondo, de que la bofetada le haya caído a otro.