Steven Seagal
Una catana para Maduro
Todos conocemos a Steven Seagal (Lansing, Michigan, 1952), ese armario ropero de tres cuerpos (como diría el llorado Chiquito de la Calzada) que ha protagonizado un montón de películas de acción, todas ellas malas, a base de repartir unas hostias como panes entre malvados de todo tipo y condición. Lo suyo, antes de hacer como que actuaba, eran las artes marciales, pero en los últimos tiempos ha diversificado un tanto sus actividades y, aunque sigue rodando birrias cada vez más cutres a un ritmo endiablado (hay noches en las que, zapeando, he llegado a toparme hasta con cuatro de sus obras maestras en diferentes canales), ha tenido tiempo para ponerse al frente de la border patrol que vigila que no se cuelen mexicanos en los USA (de ahí salió una serie inenarrable y facha no, lo siguiente) y para trabar amistad con Vladimir Putin (seguro que al neozar le encantan sus películas si tenemos presente que su idea de la diversión es darse de sopapos con un oso), quien le concedió no hace mucho la nacionalidad rusa y lo puso al frente de un extraño comité para las relaciones entre Rusia y los Estados Unidos.
Ha sido en esta última condición como el señor Seagal se ha trasladado recientemente a Venezuela para saludar a Nicolás Maduro y regalarle una catana en nombre del amigo Vladimir. La foto de la entrega es un poema. En ella vemos al héroe de acción (algo fondón y con el pelo ostentosamente teñido de negro, ¡el poco que le queda!) haciendo entrega de la espada nipona al tiranuelo del bigote. Al principio, piensas que se trata de un montaje fotográfico. Cuando descubres que ese encuentro es real, se te caen los palos del sombrajo. Por parte de Seagal, cazador de espaldas mojadas en la frontera mexicana, hacerle la pelota a un dictador sudamericano teóricamente de izquierdas resulta, cuando menos, peculiar, aunque hay que reconocer que está en la línea de cultivar la amistad de un sujeto como Putin, que vive para hacer la puñeta al país de nacimiento del amigo Steven.
Todo en Steven Seagal es un disparate. Su carrera de supuesto actor es una burla a la profesión. Sus pretensiones místicas aplicadas a las artes marciales son de chichinabo y no hay quien se las tome en serio. Ponerse al frente de la border patrol para rodar un reality show con armas de fuego roza lo miserable. Hacerse amigo de un liante de nivel cinco como Putin es como para que te retiren la nacionalidad estadounidense. Visitar a un tiranuelo inepto como Maduro es una bajada de pantalones conceptual que alguien que se las da de místico y profundo no se debería permitir (y que Maduro lo reciba y acepte encantado la catana también es de traca).
Dedico mucho tiempo a intentar hacer como que Steven Seagal no existe. Me cuesta, ya que, como les decía, sus birriosas películas se cuelan a capazos en todos los canales de televisión. Pero llevaba tiempo sin topármelo en mis zapeos y casi lo había olvidado cuando me encontré en las narices la foto del sujeto con Maduro y la catana. Fue entonces cuando me enteré de que se había hecho ruso y de que Putin confiaba en él para enderezar las relaciones con los Estados Unidos, asaz maltrechas por la costumbre del exagente del KGB de meter las narices de sus hackers donde no debe. El episodio de la catana constituye la guinda en ese pastel incomestible que atiende por Steven Seagal y contra el que Joe Biden ya tarda en tomar represalias.