En épocas de negro aburrimiento como la que vivimos actualmente gracias al coronavirus, uno tiene cierta tendencia a buscar solaz en el cutrerío y la insania recreativa. Y no soy el único. De ahí que sigamos con interés el caso Mainat, las chaladuras de Kanye West, los problemas de Soraya Arnelas con el nombre de su marca de ropa (Chochete) o el nuevo culebrón de la Casa de los Pantoja, que enfrenta a Kiko Rivera, antes Paquirrín, con su madre por cuestiones de parné, tema que obsesiona a DJ Kiko porque, siendo de natural vago, poltrón e inútil, suele andar más tieso que la mojama y vivir pendiente de las llamadas de Tele 5 para ir a largar en algún programa a cambio de unos monises.
Por motivos que no alcanzo a explicarme muy bien, siempre he sentido una extraña simpatía por Paquirrín. Tal vez se deba a que me parece un buen chico cuyas pocas luces se ven compensadas por una aparente inocencia que, sorprendentemente, se lleva muy bien con su obsesión por el dinero. O es posible que mi corazón sangre ante lo que considero una infancia infernal en la que lo más parecido que tuvo Kiko a la presencia paterna fueron Encarna Sánchez y María del Monte. Poco mejoraron las cosas cuando el muchacho tuvo edad de merecer, momento en el que se le acercaron unas cuantas lagartonas que, pese a ser más feo que Picio, parecían concederle sus favores hasta que lo plantaban, salían en bolas en Interviú y se hacían la ronda de platós explicando que le cantaban los pinreles o que era una seta en la cama.
Como los estudios no eran lo suyo y venía de una familia de artistas, el hombre inició una zarrapastrosa carrera musical cuya cima fue un dueto con la intérprete de Papi Chulo, una rubia de bote cuyo nombre ya ni recuerdo (antes de eso, no daba ni golpe, llegando al extremo de hacerse unas tarjetas en las que se definía laboralmente como Inaugurador de discotecas y catador de croquetas). Y como la música -o lo que él entendía como tal- no le llenaba la nevera, nuestro Kiko siguió recurriendo a la televisión para llegar a fin de mes: aún recordamos su aparición en dos realities en los que dio lo mejor de sí mismo hasta que lo echaron, la primera vez por un molesto ataque de gota y la segunda, por no moverse de la piltra como no fuese para arrastrar los pies hasta la nevera, pillar algo de comer y volverse al sobre.
Su última performance consistió en un prólogo (se confesó deprimido) y un pedazo de polémica con la autora de sus días, a la que acusa de soplarle la herencia de papá y desposeerle de la mansión familiar, Cantora. Opacada por la tragedia de la Covid-19, la polémica entre madre e hijo pugna por hacerse un sitio en la realidad, pero me temo que solo la seguimos los que ya no sabemos qué hacer para entretenernos un poco. Lo más probable es que todo acabe en una sentimental reconciliación, si Tele 5 afora la pasta necesaria para que ambos se presten a la inevitable pantomima en directo. Soy consciente de que mi interés por los asuntos pecuniarios de estos dos ceporros no me deja en muy buen lugar, pero hay que reconocer que ambos, a su peculiar manera, intentan hacernos más llevadera la pandemia, al igual que Angela Dobrowolski, Kanye West o la consejera delegada de Chochete. Ya solo faltaría que Donald Trump se hiciera fuerte en la Casa Blanca, apoyado por una de esas milicias de majaretas tan habituales en la América profunda, decidiera imitar a Al Pacino al final de El precio del poder (Come and get me, motherfuckers!) y se convirtiera en el primer presidente de la historia de Estados Unidos que debe ser desalojado de su residencia y de su cargo a tiros.