Juan Carlos I
La pistola sobre la mesa
Hay una escena que se repite en ciertos relatos austrohúngaros de escritores como Arthur Schnitzler, Joseph Roth y Stefan Zweig: alguien importante ha cometido un acto indigno y sus próximos consideran que lo mejor que puede hacer para salvar su honor es quitarse de en medio; por eso, siempre hay alguien que se cuela en su despacho, le deja una pistola encima de la mesa, le da una palmadita en el hombro y se marcha sin decir nada, pues ha bastado con su presencia para que el hombre deshonrado entienda que no le queda más remedio que volarse la cabeza.
Estas cosas, como los duelos junto a la tapia de un cementerio o el muro de una iglesia, ya han pasado a la historia, aunque tal vez deberían conservar su vigencia. Sin movernos de Cataluña, Jordi Pujol y Fèlix Millet deberían haber recibido la visita en su despacho del hombre de la pistola: el problema es que ambos la habrían utilizado para robarle la cartera al emisario. A escala nacional, nadie como el rey emérito para recibir el contundente tratamiento austrohúngaro, pues el hombre ha conseguido darle la vuelta a aquel bonito refrán italiano que asegura que Un bel morir tutta una vita onora, cubriéndose de oprobio en sus últimos años y, lo que es peor, poniendo en peligro el puesto de trabajo de su hijo y la posible llegada al trono de su nieta mayor.
Desde el episodio de Botsuana, nuestro hombre no da pie con bola. Ya nos olíamos que llevaba a cabo trapisondas económicas como las de sus antecesores Alfonso XIII e Isabel II, pero ahora las sospechas se han confirmado y lo han dejado en una situación muy poco airosa. ¡Con lo bien que se había portado en su momento! Aquella habilidad para pasarse por el forro las instrucciones del Caudillo, la gallarda actitud (aunque más vale no rascar mucho por ahí) demostrada durante el golpe de Estado de febrero de 1981, el elegante fatalismo con el que dejó que su querido yerno fuese a parar al trullo… Todo al carajo por culpa del vil metal acumulado de manera más que discutible y despilfarrado en francachelas y furcias con pretensiones aristocráticas. ¿Acaso no confiaba en el futuro de la monarquía española y, siguiendo el ejemplo de sus antecesores, se dedicaba a acaparar monises por si había que salir pitando porque a los españoles nos daba por montar otra de esas repúblicas que siempre acaban como el rosario de la aurora?
Volándose la cabeza, don Juan Carlos podría volver a asumir lo de que Un bel morir tutta una vita onora. Por no hablar de la impresión que tal acto causaría en nuestros profesionales de la república, separatistas, votantes de Podemos y demás personal de derribo: ¡cualquiera se atreve a exigir la abdicación de Felipe VI con el cadáver de su padre aún caliente! Pero los tiempos han cambiado y la solución austrohúngara ya no se lleva. Creo que el suicidio sería lo más adecuado en este caso, pero tampoco vamos a pedir peras al olmo o sacrificios excesivos a alguien que ha demostrado sobradamente lo mucho que le gusta disfrutar de la vida (incluso ahora, que está hecho una ruinilla, el pobre hombre). Me conformaría con un pertinente exilio y con que se le requisara la máquina de contar billetes, que es un detalle de película de Scorsese francamente lamentable. Y tampoco hace falta enviarlo al quinto pino. Seguro que en el casino de Estoril aún conservan el taburete en el que su padre le daba al dry Martini como si no hubiera un mañana (que no lo había, en su caso), taburete en el que las eméritas posaderas de nuestro monarca caído en desgracia podrían encontrar un agradable acomodo.