La "revolución de las sonrisas" con la que el independentismo se autodenominó al inicio del procés hace ya años que pasó a la historia, si es que alguna vez llegó a existir. Con el paso del tiempo, el nacionalismo catalán ha ido mostrando cada vez con menor disimulo una cara muy distinta: la de un movimiento identitario, intolerante, excluyente y profundamente hispanófobo, tal y como demuestran las manifestaciones de buena parte de sus dirigentes --empezando por el presidente de la Generalitat, Quim Torra, o la consejera de Cultura, Mariàngela Vilallonga-- y organizaciones afines generosamente subvencionadas por el Ejecutivo catalán.
Una de ellas es la Plataforma per la Llengua, cuya última ocurrencia consiste en acosar a TV3 para impedir que, de vez en cuando, aparezca de forma excepcional alguna voz hablando en castellano en la televisión pública pagada por todos los catalanes. Un pecado mortal, al parecer, para una entidad ultranacionalista dedicada en cuerpo y alma a perseguir la erradicación de la lengua cooficial y materna de buena parte de la ciudadanía catalana. Entre sus gestas más llamativas figuran, a modo de ejemplo, denunciar a los comercios que rotulan en castellano, lanzar campañas de boicot a los productos que etiquetan en esta lengua o espiar el idioma que hablan los niños en las escuelas catalanas, entre otras.
Iniciativas totalitarias que no ayudan en nada a incentivar el uso de la lengua catalana que tanto dicen defender y que, sin duda, incluso resultan contraproducentes para su teórico objetivo: la promoción del uso de un idioma tan bello y rico. Además de dar por completo la espalda a la realidad bilingüe y multicultural de la sociedad catalana.