Últimamente, no paran de salirme videos en TikTok sobre la deuda de Japón, y en muchos de ellos hacen alabanzas comparándola con la de EEUU. Debe ser el famoso algoritmo. Otro día le dedico unas líneas. Pero ahora le toca el turno a la economía. En economía, como en el circo, hay funambulistas que pasean sobre la cuerda sin red aparente. Algunos avanzan con pasos calculados. Otros, corren y saltan.

Japón, Estados Unidos y —en un escenario más modesto— Cataluña, practican el mismo número acrobático, que es vivir con más gastos que ingresos y sostenerlo gracias a una palabra mágica que lo aguanta todo... hasta que deja de hacerlo: confianza. A primera vista, Japón parece un reloj suizo.

Trenes que llegan al segundo, calles limpias y un civismo admirable. Eso es lo que leo en los periódicos y veo en las redes sociales. Se ve, por lo que me han contado, que no están así y que es una sociedad profundamente machista y racista. Además, detrás de esa fachada ordenada late un corazón financiero hipertrofiado.

Hay una deuda pública que equivale al 235% de su PIB, récord dentro del mundo desarrollado. ¿Por qué no estalla esa bomba? Yo lo resumo en que es como deberle dinero a tu tío rico. No te embargará la casa, pero algún día podría pedirte que devuelvas lo prestado. La clave está en que la mayor parte de la deuda japonesa está en manos nacionales. Mientras los japoneses confíen en su propio Estado, el show puede continuar.

El riesgo aparece cuando suben los tipos de interés, como está comenzando a ocurrir. Entonces, las facturas por intereses se inflan y el margen para gastar en otras cosas se estrecha. Si Japón avanza lento y seguro, Estados Unidos prefiere la montaña rusa. Su deuda ronda el 100% de su PIB, pero es la mayor del planeta en términos absolutos.

Allí, la confianza se apoya en que el dólar sigue siendo, de momento, la moneda estrella del
comercio global. El problema, según puede leerse de gente que sabe, es que buena parte de esa deuda está en manos de otros países y fondos internacionales. Si la confianza global se tambalea —por crisis política, militar o financiera— el vértigo sería inmediato. Creo que EEUU corre sobre la cuerda.

Su ventaja es que se mueve rápido; su riesgo es que, si tropieza, no hay tiempo para reaccionar. Lejos de Asia y Washington, Cataluña juega su propio número de equilibrio. Su deuda, que supera el 33% de su PIB regional, está en buena medida en manos del Estado español a través del Fondo de Liquidez Autonómico, el famoso FLA. Es un modelo que recuerda más a Japón que a EEUU. Tenemos que el acreedor vive en casa.

Esto da cierta seguridad —no hay riesgo de fuga masiva de capital— pero también limita la autonomía para decidir cómo y cuándo gastar. Si el grifo se abre, la cuerda sigue tensa; si se cierra, no hay plan B. Esa es nuestra red... y nuestra cadena. En Tokio, se confía en la disciplina social; en Washington, en el poder del dólar; en Barcelona, en que Madrid mantenga el flujo. Los tres dependen no tanto de su solvencia inmediata, sino de que el resto —acreedores, mercados, ciudadanos— siga creyendo en su capacidad de pagar.

La historia económica reciente ofrece advertencias. En 1998, Rusia dejó de pagar parte de su deuda y provocó un terremoto financiero global. En EEUU, la crisis de 2008, que se extendió como un rayo. En Europa, la crisis de deuda griega de 2010 mostró qué pasa cuando la confianza se rompe. La cuerda se convierte en hilo y se corta de golpe. La lección es clara. Incluso el mejor funambulista debe saber cuándo regresar a tierra firme.