Toro: la búsqueda de la identidad en las suaves laderas del Duero
El vino de Toro tiene una fama merecida de vino estructurado, potente, alcohólico, incluso denso, que se ha sabido internacionalizar
25 abril, 2021 00:00Una mirada fluvial. Viajar siempre queda condicionado por la mirada del que viaja. Y viajar por y para el vino no deja de ser otra forma más de viajar, con una justificación concreta. En estos viajes del vino hemos descubierto la mirada fluvial. Reconozcamos aquí que fue Francia la que nos abrió esta mirada. Todos los grandes ríos franceses, los llamados cinco fleuves o grandes ríos que vierten sus aguas en el mar, se pueden vincular a una o varias zonas vinícolas reconocidas.
A saber y siguiendo las agujas del reloj, el Garona con Cahors, los amplios vinos del suroeste y sobretodo el archiconocido Burdeos y sus Châteaux. El Loira todo él es un río del vino que cruza el centro de Francia de este a oeste, desde Sancerre en su cuenca superior hasta Muscadet cerca de Nantes y el Atlántico, pasando por Anjou, Chinon o Saumur. El viejo dicho latín “nemo censetur ignorare lege” (no se puede ignorar la Ley) que en francés es “nul n’est censé ignorer la Loi” se ha adaptado simpáticamente por la gente del vino del país vecino en un “nul n’est censé ignorer la Loire”. Obedecemos, pues, y en ningún caso se puede ignorar este gran río y los vinos que en sus márgenes se elaboran.
Recorrido por las instalaciones de las bodegas de Covitoro / COVITORO
El Sena, que es el río de París, es sobre todo el río del Champagne y también del vino blanco de Chablís, y algo del incuestionable éxito mundial de este espumoso se explica por esta cercanía a la gran capital francesa. El Rin, fundamental río europeo que apenas bordea el extremo nororiental del hexágono, es el terreno de los blancos de Alsacia, del riesling y las demás cepas nobles. Y finalmente el Ródano, el poderoso buey que se funde en el Mediterráneo, el río que nace en los Alpes y que en su extensa cuenca se sucede todo un mundo de aromas y sabores como son Borgoña, el Jura, el Beaujolais, todas las Costas del Ródano, Provenza e incluso una pequeña parte del Languedoc.
Los ríos franceses son ríos europeos: amplios, generosos, navegables, requieren de complejos y grandes puentes para ser cruzados, pero por el contrario escasean de embalses y represas, pues el agua fluye continua y regularmente. Para un español, y más aún para un mediterráneo, el pasmo al encontrar y cruzar estos ríos resulta asombroso, son otras dimensiones que se observan con cierta envidia.
Los ríos del vino ibérico
La península ibérica no tiene estos ríos. No podemos establecer el mismo patrón de medición en nuestros cinco fleuves, que son el Ebro, Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir. Nuestros ríos, incluso los más caudalosos, son más estrechos, poco o nada navegables, a menudo se encañonan ferozmente y han necesitado de grandes infraestructuras de embalse para aprovechar el agua y ajustar sus cauces, casi siempre irregulares y estacionales. Pero son nuestros ríos y nuestra historia nos ha enseñado a aceptarlos y quererlos como son y a aprovechar sus riquezas y bondades, que las hay, tal y como han llegado a nosotros.
De hecho, ante un viejo mapa de la España física de J. de la G. Artero, de 1917, observamos muy bien delimitadas las cuencas fluviales ibéricas. Destacan las cuatro grandes cuencas atlánticas (Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir, cinco si añadimos la del Miño-Sil). Luego vemos la franja cantábrica, que va por otros derroteros. Y destaca también la cuenca del Ebro, la mayor que desagua en el Mediterráneo, pues el resto de cauces que abocan en este mar son ríos menores, tanto de Cataluña como del Levante y la estrecha franja andaluza al sur de Sierra Nevada.
Toda esta pequeña disgresión hídrico-geográfica se apunta porque queremos explicar que nuestra mirada del vino también es fluvial. Y nuestras zonas vinícolas son un poco como nuestros ríos: un poco más secas, áridas, irregulares, digámoslo sin miedo, más pobres también, donde a menudo se esbozan dibujos retorcidos, frecuentemente desconectadas unas de otras, acaso aisladas por una orografía mucho más compleja que la de nuestros vecinos del norte. No tiene lugar la comparación, pues nuestros viñedos, como nuestros ríos, son los nuestros, los que hemos heredado y sobre los que proyectamos una mirada de afecto franca y absoluta.
Dicho todo esto, en otros artículos hemos recorrido a lo largo y ancho la cuenca del Ebro, quizás el gran río del vino ibérico: desde La Rioja y Navarra, pasando por casi todas las denominaciones aragonesas (Campo de Borja, Cariñena, Calatayud) y catalanas del sur en Tarragona, buscando sobre todo las garnachas y también algunos macabeos, aunque no sólo. Hasta aquí el Ebro.
El Duero también podría ser el otro gran río del vino ibérico, ya que desde su nacimiento en los límites orientales de Soria y en su marcha hacia el oeste hasta su desembocadura en Oporto, cruza y vincula con sus afluentes, además de la gran meseta castellana, las denominaciones vinícolas de Ribera del Duero, Arlanza, Cigales, Rueda, Toro, Tierras de León y Zamora, Los Arribes e incluso Monterrei, como ya vimos anteriormente. Finalmente el río se adentra en Portugal, donde nacen los también reputados vinos de Douro, Viño Verde y Oporto. Se trata de un río importante, fundamental para entender nuestra historia y presente vitivinícola.
El vino que conquistó América
En este caso seguimos completando el mapa y nos detenemos en Toro, una denominación esencialmente zamorana, aunque también pertenece en una pequeña parte a la provincia de Valladolid. Como muchas otras zonas vinícolas de España, se trata de una denominación de origen de creación reciente, en 1987, aunque el vino de Toro se ha elaborado de antiguo y ya era reconocido desde hace siglos. De hecho siempre se ha dicho que fue el vino que conquistó las Américas, pues por sus características de elevado grado alcohólico se conservaba bien durante los viajes transoceánicos. El vino de Toro ya es un vino importante durante el Siglo de Oro, pues aparece citado en numerosas obras como el Arcipreste de Hita, La Celestina y en autores como Góngora, Quevedo o Lope de Vega. Nos encontramos ante un vino con un fondo histórico de largo recorrido, mucho más del que las clasificaciones administrativas recientes parecen determinar.
El paisaje de Toro lo conforman las deformaciones de las terrazas fluviales dibujadas y sedimentadas por el devenir del río Duero a lo largo de los tiempos. De clima continental, las laderas son muy suaves y aunque a priori pareciera que estuviéramos ante un gran espacio abierto, cuasi latifundista, las pequeñas parcelas agrícolas de cereal de secano y viñedos son las que alternan con los bosques de encinas y arbustos salpicando el paisaje por doquier. Aún nos situamos en una altiplanicie mesetaria rondando los 700 metros de altitud, y el Duero todavía no efectúa su gran caída, que llegará pronto, en los Arribes, hasta llegar a los apenas 100 metros, una altitud con la que se dulcifica y encamina mucho más plácidamente hasta el Atlántico.
La identidad de los vinos de Toro
El vino de Toro tiene una fama merecida de vino estructurado, potente, alcohólico, incluso denso. Se dice que el vino de Toro, más que beberlo, se come. Y eso, pudiendo ser cierto, no lo es completamente. La fama internacional de los vinos de Toro empezó a finales del siglo XX, con el desembarco de reconocidas bodegas de zonas como Ribera del Duero, primero, y La Rioja después, trayendo modas y formas de elaboración que no eran las propias. Se mejoraron muchas cosas, se profesionalizaron aspectos enológicos. Los vinos cambiaron con el objetivo de satisfacer demandas internacionales muy concretas. El vino de Toro se internacionalizó mundialmente en el cambio de milenio, pero en el camino se perdió parte de su identidad, algo que nos es conocido de otras zonas. Y esa identidad, posiblemente no era otra que hacer vinos potentes, claro, de mucho empaque, pero más a la antigua usanza, con una importante presencia de la fruta, con el alcohol que nos marca nuestra latitud, pero sin la saturación de la crianza en recipientes de madera de pequeño formato.
Decidimos probar el vino Cañus Versus 2016, de la Cooperativa Vinícola Covitoro. Fundada en 1974 con anterioridad a la creación de la Denominación de Origen Toro y siendo una de sus bodegas fundadoras, todavía hoy produce unos 3,5 millones de kilos de uva, con una gran aportación de uva de viña vieja. Ciertamente se comercializa parte del vino en forma de granel, pero la apuesta de la cooperativa por marcas propias donde se pueda hacer presente la clasificación y selección de la viña vieja es clara e imparable.
¿Cuál es la impresión que invade a quien se acerca a una copa de Cañus Versus? ¿Acaso la presencia de una fruta oscura y madura? Ciertamente, aunque menos oscura de lo que pensábamos y transmitiéndonos una sensación de ligereza dentro de la amplitud del vino. ¿Y la profundidad? Seguro, es un vino largo y profundo, donde la viña vieja sostiene desde la base la arquitectura del vino. Pero en el fondo preferimos dejar que sea el errante explorador quien bucee y descubra sus propios mensajes: el embalaje contiene topografías frágiles que requieren de afectos.
Con Cañus Versus seguimos pensando y dándole vueltas a esa identidad antigua de los vinos de Toro. Esa identidad donde la presencia mayoritaria del viñedo viejo, de 80 años, o más, centeario en muchos casos, aguanta embalajes de todo tipo. Aunque quizá no sea el objetivo final, el de aguantar cualquer tipo de embalaje, quizá la viña vieja sea el objetivo en sí mismo. La búsqueda de la identidad perdida, que se extravió un poco durante los años que rodean el cambio de siglo y que sin embargo se mantiene viva en las suaves laderas de nuestro querido Duero.
Vino: Cañus Versus Viñas Viejas 2016
Bodegas Covitoro
Precio (en tienda): 8-9 euros
Taula del Vi de Sant Benet: Oriol Pérez de Tudela y Marc Lecha