Carles Puigdemont se invistió de épica de president legitimo. Nos dijo que quería volver, pero solo si es candidato a la presidencia del Parlament, ergo si tiene la mayoría suficiente. Nos dijo que lo volverá a hacer, y mejor claro porque en el 2017 se traspasaron las líneas del ridículo, todas, en más de una ocasión. Se mostró ufano de sus "éxitos" negociadores y presentó la amnistía como a una España arrodillada. Vamos, se presentó como "salvador de la patria", un flautista de Hamelin al que hay que seguir para satisfacer las ansias de un pueblo, aunque lo cierto es que quiere que le sigan para continuar cultivando su vanidad y su ego que no le coge en el cuerpo.

Nos dijo "vota Puigdemont". Lo que no dijo es que votar Puigdemont es abrir las puertas a la derecha y la extrema derecha, porque Puigdemont vive y se alimenta del adversario nacionalista español, y el rancio nacionalismo español se alimenta del "iluminado" Puigdemont, del rancio nacionalismo catalán que se arroga la representación del "poble de Catalunya". En estos años se han puesto en marcha los indultos y en unos meses la amnistía. Todo eso se irá al garete si Puigdemont es investido porque en un gobierno presidido por Feijóo se lo cargará de un plumazo. Volveremos a la confrontación y si Puigdemont dice que lo volverá a hacer más y mejor, no duden que el Estado lo hará también más y mejor. Perderá el reencuentro y perderá la convivencia, pero para Feijóo, Abascal mediante, y para Puigdemont en la gresca se vive mejor.

En el "todo Madrid" están entusiasmados. Los mismos que añoran a ETA y la reviven constantemente aplauden con ahínco una victoria del nacionalismo troglodita que no ve más allá de sus narices porque solo se mira el ombligo. Estos cantos de sirena del flautista de Waterloo son los mismos que oímos en 2017 y en 2021, y no funcionaron, pero en el "todo Madrid" le dan pábulo porque su objetivo no es un gobierno catalán estable que apueste por la gobernabilidad de Cataluña y de España. Su objetivo es derribar a Pedro Sánchez y para eso Puigdemont es una pieza esencial. Lo que pase en Cataluña les importa un colín.

El Puigdemont más épico se ofreció a gobernar la Generalitat, algo que no hizo cuando fue presidente. Se olvida que lo fue y no hizo nada en ninguna materia prosaica como la educación, la sequía, las renovables o la sanidad, donde puso a un personaje inútil y narcisista como Toni Comín, que como carta de presentación puede mostrarse orgulloso de no haber dado un palo al agua en su vida y de cambiar de partido como de chaqueta. Solo ha hecho de telepredicador o, mejor dicho, de vendedor de crecepelo de feria. Y encima nos presenta una coalición fake presentándose como el muñidor de la unidad independentista. ¡Vivir para ver! 

Nos dijo que con la amnistía había arrastrado por el suelo a España, escondiendo que la amnistía es el reconocimiento de la derrota del independentismo más iluso que siguió sus veleidades. Dijo que su huida de España fue para mantener la llama encendida cuando simplemente fue la huida de un cobarde que se refugió en Bélgica y contó con la ayuda de una justicia española manifiestamente mejorable en lo técnico y que vive inmersa en la ideología. Dicho de otra manera, la justicia española se erige en la defensora de la patria, de su patria, al servicio de una casta que considera el estado como una finca de su propiedad. Su zafiedad le ha dado a Puigdemont la carta de represaliado ante una Europa atónita.

El 12 de mayo, los catalanes deben decidir si miran al futuro o vuelven al caos. Votar Puigdemont será dar un paso atrás, en Cataluña y en España, porque un Puigdemont president implicará tarde o temprano un Feijóo presidente. Eso sí que será un choque de trenes. Los que perderán serán los de siempre: los catalanes.