
Esto qué es, por Ignacio Vidal-Folch
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La base, la idea, el fundamento de Cinco obstrucciones –película de la que hablamos aquí el pasado domingo– era un acto de, llamémosla, si se me permite el oxímoron, generosidad interesada. Lars von Trier se propone ayudar a Jørgen Leth, su maestro en cine, su tutor, su figura paterna, que está pasando por una crisis de depresión, parecida a las que el mismo Lars padece periódicamente. Éste se compromete: “Voy a ayudar a Jørgen Leth.”
Ambos aparecen en pantalla, en casa de Lars, bebiendo copas de vodka, comiendo cucharaditas de caviar y conversando sobre el tema. ¿Qué van a hacer? Grabar una película, desde luego, y de paso sanar al viejo maestro.
Asumiendo la función de psicoanalista de su amigo, Lars sostiene la tesis de que los problemas mentales de éste derivan de su obsesión por el orden y la perfección, en la que no entra la vida real, la vida, que es por definición desorden e imprevisibilidad.
De esa obsesión por lo perfecto deriva el hermetismo emocional y estético que ha permitido a Jørgen Leth hacer películas elegantísimas y muy celebradas, pero a costa de esclavizar y aislar su yo. Pues bien, Lars le va a obligar a aplicar a ese mal de la perfección una terapia de choque que consiste en destrozar una de sus obras maestras.

Lars von Trier, director de cine y guionista danés
Lars elije, para esa destrucción, un cortometraje rodado en 1963 y mítico entre la comunidad de cineastas de su país. Titulado El hombre perfecto, ese cortometraje ilustra, en aterciopelados blancos, negros y grises, qué es el hombre ideal, según los cánones del imaginario general, perfectamente codificados por la publicidad.
Un joven guapo, elegante, desenvuelto, satisfecho consigo mismo, que se mueve en un escenario blanco sin lindes, en una atmósfera aséptica y perfectamente silenciosa, fuera del mundo, muestra, sin pronunciar palabra, cómo hace él las cosas. Mientras la átona, pero cálida voz en off del director explica: “Así camina el hombre perfecto… Así se sienta el hombre perfecto… Así baila el hombre perfecto… Así come el hombre perfecto”, etcétera. Es imposible saber si en ese cortometraje glacial hay por parte de su director ironía o asentimiento.
El caso es que, cuarenta años después de rodar ese cortometraje, Leth, poniéndose a las órdenes de Trier, va a tener que repetir El hombre perfecto. Volviendo a filmar la misma película, pero ya no con una buena financiación, en un estudio de Copenhague y con la ayuda de técnicos profesionales en iluminación y sonido, y un joven y guapo actor. Sino interpretando él, el propio, Jørgen, al “hombre perfecto”, y en unas condiciones precarias y tan adversas que la venerada obra maestra quedará inevitablemente reducida al ridículo. Esa destrucción será una catarsis que, cree Trier, llevará a su amigo y maestro a la sanación.

Jørgen Leth, pionero del cine experimental en Dinamarca
--Quiero vulgarizarte –dice Lars, entre traguito y traguito de vodka--. Al destruirte, destruirás tus propias barreras y conocerás tus demonios interiores.
--Vale –dice Leth. Así pues, es enviado a rodar El hombre perfecto en el barrio más miserable de Bombay, entre una multitud de harapientos. Pero es un zorro viejo, y con unos cuantos trucos de atrezzo consigue ocultar de la vista la miseria de Bombay y firmar otra vez de forma impecable su gélida historia de perfección.
¡Ha superado la primera “obstrucción”! Y Lars von Trier, molesto por ello (es muy divertido verle resoplar muy disgustado mientras ve en una pantalla de su casa la elegante película rodada en Bombay), tras beber su traguito de vodka y zamparse su cucharadita de caviar le impone la segunda: tendrá que filmar una vez más “El hombre perfecto” pero ahora no con actores de carne y hueso sino en dibujos animados, género que ambos desprecian por su infantilismo y banalidad.
Bien, a Leth le preocupa el desafío…
--Lars von Trier me ha puesto en un buen compromiso –dice, en la calle, con la mirada perdidiza, acariciándose el pelo--. A ver cómo salgo de ésta…
Con gran alivio consigue encontrar, en los USA, a un diseñador electrónico de exquisito buen gusto que logra recrear El hombre perfecto en dibujos animados, manteniendo intacta su glacial y perfecta elegancia. ¡Lars está furioso, y le pone la tercera obstrucción, con los mismos resultados, y luego la cuarta! Pero cada vez le pide que se manche, su viejo maestro se las apaña para salir de cada desafío tan impoluto y hermético (y deprimido) como entró.
Al final Lars tira la toalla. No hay nada que hacer. Su depresivo maestro y amigo no tiene remedio, tal como explica en una carta que él, Lars, le escribe, y que Leth tiene que leer ante la cámara: quinta y última e inútil obstrucción.
Leyendo ahora lo que durante estos años han escrito los críticos sobre esta película documental, y sobre su triste final, esa carta final no parece tan desoladora como yo la recuerdo de cuando vi, hace veinte años, Cinco Obstrucciones en la Serpentine Gallery de Kensington Gardens. Entonces me pareció, y sigue siendo por lo menos en mi recuerdo, una variante intelectualizada y elegíaca de Los duelistas de Ridley Scott, pero con unos protagonistas ultracivilizados e inteligentísimos. Donde lo que una y otra vez les lleva a batirse en duelo no es un rencor mortal e insaciable, sino al contrario, la amistad y el deseo de sanar, tan impotentes y estériles como aquel.
Obra maestra oblicuamente alusiva a la manera en que tenemos todos de comportarnos, esta película sobre una destrucción deseada y libertadora, pero imposible, no desmerece de las obras de destrucción creativa de las que venimos hablando cada domingo en esta serie de artículos titulada “¿Esto qué es?”.