A Tracey Emin el rey Charles III la acaba de distinguir con el título de Dame Commander of the British Empire. Creo que no necesita traducción. A partir de ahora la artista podrá firmar sus obras, que últimamente son dibujos sin mucho interés (por lo menos para mí) agregando a su nombre y apellidos el anagrama DBE. Dudo de que lo haga.
Esta mujer de vida tan atormentada y de obra tan radical, ¿cómo ha respondido a semejante, aristocrática dignidad? Pues ha respondido con un escueto comunicado a la BBC en el que declara que la distinción “has a ring about it”, o sea, algo así como “suena bien”. Una respuesta muy tuna e inteligente, pues en una artista como ella sonaría a impostura decir que la colma de profunda emoción.
Y por otra parte sería desagradecido y borde decir que el nombramiento la deja fría, pues después de haber pasado una infancia infernal, una juventud desordenada no, lo siguiente, y una madurez exitosa, pero marcada por su cáncer, una madurez de artista rica y famosa, pero, al fin y al cabo, de superviviente, pasa de títulos ridículos de un imperio que ya no existe.
Así que decir que ser reconocida como una Dama “suena bien”… suena bien. Demuestra que Tracey que es inteligente y ponderada.
Este reconocimiento, como ella sabe bien, viene a rubricar el éxito de sus dos obras más emblemáticas, las instalaciones primerizas que le han dado celebridad y le garantizan posteridad como miembro de los Young british artists. Y estas obras son My Bed (Mi cama) y Everyone I Have Ever Slept With 1963-1995 (Todas las personas con las que he dormido).
Como no se me ha quitado de la cabeza, la primera –o sea la cama, la sórdida cama– me parece ya indiscutible y soberbia en su exhibicionista desesperación. La segunda, la tienda, aunque tiene también un desgarro existencialista, ya me ha parecido siempre un manierismo, pero desde luego le dio fama, la confirmó en el canon, también es causa de que ahora a Emin la reconozca el Rey de Inglaterra como una “Dama”.
Por cierto que estos títulos británicos de “Dama” y “Caballero” podrían copiarse en España: no cuestan dinero y son una forma simbólica de vincular la monarquía con la sociedad civil a través de distinciones simpáticas a artistas, científicos y agentes sociales.
Pero volvamos a Tracey Emin. También conocida como The Tent (La tienda), Everyone I Have Ever Slept With 1963-1995 consistía en una tienda de campaña en la que figuraban los nombres –ciertamente evocadores y sugestivos, aunque uno no conozca a nadie de los que lo llevan o llevaban–, de todas las personas con la que la artista se había acostado durante ese periodo de tiempo, no necesariamente con intenciones sexuales, desde su abuelita, con la que dormía tomadas de la manos, a su último amante.
La tienda alcanzó una notable reputación, la compró el coleccionista Charles Saatchi y fue destruida en el año 2004 en el famoso y extraño incendio del Momart London Warehouse, el almacén donde Saatchi guardaba un tesoro en arte contemporáneo. Desde entonces se le ha pedido muchas veces a Emin que la reconstruyese, pero a pesar de la fortuna que podría ganar si lo hiciera –Mi cama acaba de revenderse por una fortuna–, siempre se ha negado. Esto se llama actitud. El pasado se escribe una vez, no dos.
En cuanto a Mi cama. La primera (y última) vez que vi My Bed fue en 1999, en la exposición de los finalistas del premio Turner, donde quedó detrás de Steve McQueen. En aquel momento le eché una mirada no muy apreciativa, de pasada, una mirada de alipori, vergüenza ajena, pero desde entonces no ha dejado de interpelarme, como suele decirse. O, como también suele decirse, aquella cama “no deja a nadie indiferente”. De hecho, se ha convertido en un icono de la contemporaneidad, y del entonces Joven arte británico, tan conocida y valorada como los tiburones en un tanque de formol de Demian Hirst. Por cierto que Hirst me gusta, pero lo encuentro un poco amanerado y “artístico”, comparado con la directa, brutal, desgarrada, manifestación de Mi cama.
Se trata, como se puede ver en la foto, de una cama deshecha, un colchón grueso, con las sábanas hechas un gurruño, y alrededor un montón caótico de cosas vulgares, como preservativos, unas braguitas presuntamente usadas, botellas vacías, un cenicero con colillas, compresas ensangrentadas, etcétera. Señales de una vida peor que desordenada, caótica. Un símbolo desgarrado, punk, 20 años después de que este movimiento o corriente musical dominase el imaginario público británico y, desde ahí, la estética del mundo.
Es una cama para pesadillas de borrachos y signo de una vida que nadie quiere llevar. Pero es una cama esencial, prolongación, manifestación física de nuestras angustias y desórdenes.
Para un joven (o una joven) la cama sólo es el lugar funcional donde duerme y eventualmente mantiene relaciones sexuales, pero en cuanto ha despachado esas urgencias perentorias salta, ávido de devorar la vida. Para los que tienen más años, para los enfermos, para los deprimidos, la cama es el mueble más importante de la casa, un refugio, y casi casi, la esperanza de cada anochecer es tumbarse por fin en ella: así es como la cama la siente casi como su molde, su huella, su signo, su fotografía tridimensional.
Qué pena, cuando alguien se ha muerto, ver su escritorio. ¡Pero mucha más pena da ver su cama, con el embozo bien terso, donde aquel ya no se acostará!
Tracey Emin ha contado cómo le vino la inspiración para esta obra emblemática. Volvió un día a su casa, vio su cama, con todos los signos reveladores, y se dijo: “Qué asco”. Qué asco quería decir “qué asco me doy a mí misma”. Pero luego se quedó un momento pensando y se dijo: “Calla, con esto se puede hacer algo”… Y superando el pudor y el decoro, convirtió aquel desastre en blasón, en obra de arte.
Algunos la han relacionado como el punto final, la manifestación de respuesta descarnada y realista a la en su tiempo escandalosa y sensual Olympia (1863) de Manet, donde una mujer suculenta se exhibe, descarada y soñadora, en su lujosa cama, desnuda pero enjoyada, calzada con chapines de seda, con una cinta negra Je ne baise plus (Ya no follo) al cuello, y a los pies un gato negro alegórico de la sexualidad y de su profesión de prostituta, confirmada por la figura de la criada negra que le muestra el gran ramo de flores que le acaba de enviar algún cliente, según era costumbre. También esta Olympia fue en su momento una desafiante llamada a la verdad, a la realidad. La cama desierta pero elocuente de Tracey Emin es técnicamente menos virtuosa, pero más auténtica, desde luego.
Cada vez que la veo, me hace acordarme de Olympia, y de las Venus desnudas en las alegorías de Tiziano que he visto en el Prado, y de las niñas enfermas de no sé qué pintores decimonónicos que vi en el MNAC y en un museo de Oslo, y de la moribunda en Ciencia y caridad de Picasso en el museo de Barcelona, y de la cama donde el delicioso Bonnard está acostado con su adorada esposa, que tantos problemas le causó, y de las propias camas de mi vida. Supongo que al lector le pasará lo mismo o algo parecido. La de Tracey Emin es terrorífica, como la refutación o el final del callejón, pero no necesariamente sin salida, de todas las camas.