He visto un gato pintado por Tàpies. Me ha impresionado. Gato agónico que me recordaba el título de aquel inolvidable artículo de Benet, que estando en una taberna de Islandia, oyó que el borracho de al lado inesperadamente decía en correcto castellano una frase enigmática:
--Generalmente, el gato.
El lector que me sigue atentamente (en el caso de que exista) sabrá que el artista Antoni Tàpies (1923-2012) no me cae especialmente simpático, entre otras razones porque me parece monótono y más bien deprimente, y por ese y otros motivos que no vale la pena detallar no he ido a ver la retrospectiva que le dedican en el Reina Sofía, ni la de su fundación barcelonesa, con motivo de su centenario.
Pero yo quería enseñarle unas cosas a Rebeca Blanchard, la gran galerista con sede en las dos ciudades, y me acerqué a la de Prats Nogueras Blanchard de Madrid. Donde resulta que tiene una exposición un tanto especial, titulada Tàpies i la màgia. Pro interpretatio. Comisariada por Javier García Martín, desde luego es una exposición diferente.
Consiste en una docena de cuadros, la mayoría de ellos prestados por la familia del artista, casi todos realizados en la última década de su vida, y son piezas que por el motivo que sea no vendió: algunas porque falleció antes de poder hacerlo, otras porque sencillamente no quiso deshacerse de ellas. Deduzco que eran especialmente caras a su corazón.
El caso es que después de la época de figuración magicista de Dau al set había practicado casi siempre un informalismo más o menos riguroso, más o menos traicionero, en donde las formas reconocibles, los signos, eran a veces números y letras, alguna que otra palabra (prodigaba, especialmente para los encargos oficiales de la Generalitat, del Fútbol Club Barcelona o de alguna editorial, la de “Catalunya”) y, por supuesto la cruz característica y tan reiterada –una cruz que aportaba a sus paisajes abstractos una gravedad, un signo de tragedia, pero que lo mismo era también la “T” inicial de su apellido–.
Prodigaba también las sillas elementales, hechas con cuatro brochazos. Se me escapa la intención de esas sillas, que, por no sé qué razón, me resultan muy irritantes. Como la que corona el edificio de su fundación, envuelta en una “nube” de hilo de hierro.
En lugar destacado del MACBA se puede ver esa gran instalación en memoria de las guerras balcánicas, consistente en varias camas hospitalarias de diversos tamaños, con sus sábanas y embozos, colgando sobre el vacío. Y cerca del parque de la Ciutadella hay un homenaje a Picasso, con cortinas de agua que llueven sobre un habitáculo de vidrio que contiene muebles viejos, rotos, y que da una desagradable sensación de suciedad.
Especialmente deprimente me parece, en la Fundació Tàpies, un armario lleno hasta media altura de ropa arrugada, que desborda sobre el suelo de la sala… Al margen de estas cosas lo de Tàpies era generalmente abstracto, matérico, informal, juegos de proporciones, líneas y texturas.
En cambio, parece que en los últimos años de su vida, cuando ya había asentado de forma indiscutible su estilo y su autoridad y su presencia incesante, a ratos volvía a la figuración, o a una figuración mestiza, como se ve en algunas piezas que expone donde Blanchard. Y este regreso a los orígenes, o esta regresión, o como se la quiera llamar, me impactó, el otro día, en la galería madrileña.
Parece que ya siendo un anciano volvía al magicismo de su juventud. Un proceso regresivo muy propio de la edad avanzada. En esos cuadros, tan inteligentemente seleccionados por la Blanchard, se ven, como explica el mentado comisario, “una pirámide, un gato, la luna, una serpiente, un ojo, la flecha, la escalera. Todos estos son símbolos que aparecen y se repiten a lo largo de la historia de la magia en Oriente y Occidente. La magia entendida como el arte de alcanzar lo sobrenatural. De revelar lo Oculto”.
Sin duda. No lo discutiré. En balance con esas obras de sus postrimerías, se expone también una obra primeriza, titulada Home (Hombre) que es un bonito y meditativo autorretrato de cuerpo entero, en que vemos a Tàpies joven, en el medio de un camino, entre bonitos colores, y al fondo una explosión de luz que lo mismo puede ser la iluminación espiritual que perseguía como la explosión nuclear de Hiroshima, ya que está fechado en 1945.
Pero, como he dicho al principio, lo que me impresionó es el gato.
Gato atigrado, tumbado de lado, mostrando los colmillos, seguramente en un momento de dolor, que es de un realismo atroz, como si el artista hubiera querido mostrar las cosas como son, en la terrorífica realidad de la agonía. O de una simple indigestión. ¿Por qué pintó ese gato Tàpies, y por qué lo pintó así? Me dijo Rebeca que era “su” gato, el gato de Tàpies, que tenía la peligrosa costumbre de comerse la “materia”, o sea las arenas, barnices y sustancias con las que el artista realizaba sus pinturas. Mala dieta, con las consecuencias previsibles.
Pobre gato. Qué sentencia. Está, en la pared de enfrente, el Home, el hombre joven, en medio del camino de la vida, sobre el fondo de la radiación de una luz poderosísima; está la elevada luna en la noche oscura y misteriosa sobre el mundo; está la pirámide simbólica; está la magia, está la poesía, y está el río que serpentea, elegante metáfora de nuestro devenir y de nuestro destino.
Pero Tàpies sabía, y a pesar de toda su voluntad de trascendencia no pudo menos que manifestarlo en un momento emocionado, que la aventura de la vida acaba en la imagen terrorífica, sin contemplaciones, del gato jadeante, tumbado, moribundo, enseñando en inútil defensa los repugnantes colmillos… “¿Eso es todo?”. Bueno, yo no soy categórico, pero lo indiscutible, y lo que muestra Tàpies, es que “eso es”.