Imagen del comic manga Dragon Ball / EP

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Vida

Manga: Mí no comprender

29 julio, 2024 00:00

No es lo mismo crecer con Tintín que con Doraemon (quien, para más inri, me recuerda a Pumby, uno de los personajes del comic español que más grima me daba de pequeño). El triunfo en occidente de los tebeos japoneses me cogió con el paso cambiado y asistiendo a una brecha cultural y generacional del copón bendito. Y, pese a que intenté hacerme el ecuánime y el comprensivo ante los nuevos intereses nipones de los nuevos lectores de comics, nunca lo conseguí. Fracasé estrepitosamente, lo mismo que me había pasado en su momento con mi acercamiento a los comic books norteamericanos de súper héroes. Pese a mis, lo reconozco, escasos esfuerzos por lograr rendirme a la magia del manga, nunca lo logré, y a día de hoy sigo manteniendo una prudente distancia con todo el material gráfico que nos llega del país del sol naciente. 

¿Prejuicios racistas? Quiero creer que no y que lo que me pasa es que soy demasiado occidental: también me cuesta tragarme películas árabes, por mucho que los críticos me aseguren que son excelentes. Más que prejuicios, lo mío son limitaciones que más vale asumir sin concederles mayor importancia. Aunque sí, lo reconozco, con un poco de rencor: los comics que me gustan cada vez se venden menos, mientras que el mercado está prácticamente colonizado por los súper héroes de Marvel y DC y las, para mí, marcianadas infantiloides de los japoneses.

Recuerdo que la invasión nipona empezó de manera discreta, con unas series de televisión para niños que, por los fragmentos que visualicé, se me antojaron de una simpleza desoladora (lo mío eran los cartoons de la Warner). Luego llegaron los comics, que me parecían dibujados todos por el mismo tipo o fabricados en una cadena de montaje por un colectivo de esclavos de la editorial de turno. Las historias que explicaban, o no las entendía o no me interesaban o una mezcla de ambas cosas. A mi alrededor, sin embargo, los más jóvenes caían rendidos ante ellas.

Pensé entonces en viejas polémicas, como la de la línea chunga y la línea clara, o la de los paladines de Hergé y Jacobs contra los defensores del comic clásico norteamericano: la realidad nos había pasado a todos por encima, nos había arrollado, convirtiendo nuestras divertidas trifulcas en jolgorios viejunos, típicos de un mundo pasado y prácticamente destruido. Nosotros vivíamos en un planeta casi muerto, mientras que los devotos del manga lo hacían, como los protagonistas de la canción de Karina, en un mundo nuevo y feliz.

Uno, francamente, se aburría con las historias que contaban los manga, que se le caían al suelo al cabo de veinte páginas (entre otras cosas, porque todos los dibujantes me parecían el mismo). Empecé a considerar a los tebeos japoneses como a aquellas vainas alienígenas que sustituían a los humanos en el clásico de la ciencia ficción The body snatchers (La invasión de los ladrones de cuerpos). Olvídate de regalarle un álbum de Tintín a un sobrino porque había muchas posibilidades de que te lo tirara por la cabeza y reclamara en su lugar el último de Naruto. El único autor japonés que me interpelaba era el más occidental de todos, Yosihiro Tatsumi, que siempre fue mejor comprendido en Occidente que en Oriente.

Con un poco de esfuerzo, pude leer algunos libros del pesadillesco Suehiro Maruo, que parecían proceder de una mente enferma (enferma a lo David Lynch, para entendernos), que es algo que siempre ha ejercido cierto poder de seducción sobre mí. De vez en cuando, alguien me recomendaba un tebeo japonés y yo tenía la humorada de leérmelo, pero sin extraer de la experiencia la menor satisfacción. Había que reconocerlo: yo estaba negado para la narrativa y el grafismo japoneses, como si me identificara con el carcamal de Rudyard Kipling cuando dijo aquello, tan perogrullesco pero impepinable, de que East is east and west is west.

No me siento orgulloso de estar negado para el manga, pues no deja de ser una manera de limitarse a uno mismo la capacidad de estimularse con algo nuevo. Pero hay que reconocer las propias limitaciones (cuando estás de buen humor) o aseverar que los tebeos japoneses le han hecho al comic de autor lo que Bono al rock & roll o Pedro Sánchez al PSOE (cuando te has levantado con el pie izquierdo). Curiosamente, en todo ese batiburrillo de material (para mí) de derribo, aparece el citado Yosihiro Tatsumi, cuya obra me parece espléndida y al que dedicaremos el próximo capítulo de esta muy personal historia de los comics. Le adoro. Y sí, le considero la excepción que confirma la regla.