Un niño chapotea en un charco, dietario de la monomaternidad / PROSTOOLEH - FREEPIK

Un niño chapotea en un charco, dietario de la monomaternidad / PROSTOOLEH - FREEPIK

Vida

¿Compensa?, dietario de la monomaternidad

Tener un hijo supone dejar de descansar, quedarse sin vacaciones y sin tiempo libre, estar las 24 horas pendiente de él... pero merece la pena

13 noviembre, 2021 00:00

Mi hijo acaba de cumplir un año y todavía no me lo creo. Un año desde aquella mañana de otoño en que acudí puntual a una clínica de Barcelona para que me practicaran una cesárea (había superado las 40 semanas de embarazo, había riesgo de trombosis y el bebé no daba señales de querer salir), sabiendo que mi vida nunca volvería a ser la de antes. ¿Cuándo volveré a viajar sola a un país lejano, a dormir ocho horas, a jugar al tenis tres veces por semana? Doce meses después, todavía no lo sé. Pero, a pesar de todo, a pesar de que ahora las vacaciones de verano ya no son sinónimo de descanso, de que apenas tengo tiempo para leer libros y de que me quedo frita en el sofá viendo cualquier serie, tener un hijo “compensa”.

“Compensa” es la respuesta que rápidamente integramos todos los padres para reconfortarnos, se reía un amigo mío, padre de dos niñas, cuando hace unas semanas nos juntamos un grupo de amigos en un parque infantil de Barcelona. “Me he pasado el verano entero contando los días que faltan para que empiece el cole, pero compensa”, o “por la noche solo pienso en cuánto falta para que se vayan a la cama... pero compensa”, repetía entre risas.

'Agua', su palabra favorita

La verdad es que nunca he sido una mujer muy maternal, ni una de esas personas que a la que ven un crío se ponen a jugar con él. Desde que he sido madre, sigo evitando las conversaciones sobre niños, los planes con niños —especialmente los que implican sentarse en un restaurante—, y cualquier cosa que implique estar mucho tiempo con niños, pero admito que me he vuelto una fan incondicional de mi hijo. Por mucho que me moleste no poder dormir por las noches o ir manchada todo el día de barro y comida, mi hijo me ha llenado la vida de alegría y amor a niveles desconocidos. No pasa un solo día que no me emocione cuando lo veo dormido en su cuna (ahora duerme boca abajo, culo en pompa) o poniendo cara de asombro cuando descubre algo nuevo: la lluvia, un nuevo interruptor, la puerta del maletero del coche de mi padre abriéndose sola, el movimiento de un globo, el sabor del pastel de chocolate y galletas de su cumpleaños... Desde que el pediatra me dio permiso para que comiera de todo, mi hijo se pone las botas con todo lo que sea muy dulce o muy salado: galletas (“yetaaaa, yetaaaa”), chocolate, helado, panellets, coca de Llavaneres, queso, patatas fritas, fuet, boquerones... ¿Verdura? ¿Fruta? “Ni lo sueñes”, parece decirme, mirando hacia otro lado. Solo acepta pera o plátano, aunque este a veces acabe aplastado entre sus dedos o estrellado contra el suelo.

Mi hijo empezó a caminar con 11 meses, algo precoz, así que ahora su diversión máxima es corretear por toda la casa, abriendo puertas y cerrando armarios, y agarrando todo lo que encuentra por el camino. La canguro me ha dicho que cuando no estoy, va de habitación en habitación diciendo “¿Andreia? ¿Andreia?” como si me buscara. “Andrea no, mamá”, intentan corregirle mis padres. Pero a mí no me importa que me llame por mi nombre de pila, que es como él ve que me llama todo el mundo. A veces dice “maa-mmaa”, así, muy despacio, pero no tengo muy claro a qué se refiere, ya que “mamamamam” puede significar comida. También dice “guau guau” (vale para perros y para señalar una pelota, o a mi tía Ana Rosa), “yeta” (galleta), “àvia” (abuela, y otras cosas) y “agua”. “Agua” es su palabra favorita. Su afición favorita desde que ha cumplido un año es meter sus manos en un vaso lleno de agua, abrir los grifos del bidet o pedirme que moje el suelo del jardín con la manguera para hacer barro. “¿Agua? ¿Agua?” me dice con cara suplicante. Y yo, Andreia, su ídolo, la persona que se lo permite todo, le dejo poner las manos bajo el chorro de la manguera y luego ensuciarse hasta las cejas.

Un niño 'juega' con fruta y verdura / FREEPIK

Un niño 'juega' con fruta y verdura / FREEPIK

Libertad total

Nunca me ha gustado ser autoritaria, ni estar diciendo “no” todo el rato, así que le doy libertad para que curiosee y experimente a sus anchas, con la esperanza de que él mismo aprenda dónde están los límites. ¿Quieres meter las manos dentro del yogur, de la salsa de tomate, de un vaso de agua? ¡Adelante! Si me equivoco, me saldrá un monstruo.

Los viernes por la tarde, coincidiendo con la salida del colegio, bajo a la plaza del pueblo para que mi hijo vea a otros niños y socialice un poco. La mayoría de padres se sorprende al ver a un niño tan pequeño corretear con tanta soltura tras el balón. “Los niños españoles caminan antes”, me suelta una niñera filipina muy simpática que he conocido en el parque. Ella se encarga de cuidar a un niño muy rubio, de la misma edad que el mío, que todavía no camina ni dice nada. Sus padres, ingleses, lo llevan a una guardería especial Montessori, me cuenta, y está enfermo todo el santo día. Para ir a una escuela Montessori no lo veo muy espabilado, pero no digo nada, porque soy bastante analfabeta en temas de educación infantil. Yo he decidido esperar al año que viene para apuntar a mi hijo a la guardería del pueblo. Es una guardería pequeña y bastante sencilla, pero tiene la comodidad de estar al lado de casa.