Buscar refugio en Barcelona por la extorsión de las maras
Julitza y Christian abandonaron San Pedro Sula, durante años la ciudad más violenta del mundo, amenazados de muerte, y ahora esperan la resolución de su petición de asilo
20 junio, 2021 00:00Era diciembre de 2019. Christian, entonces de 32 años, trabajaba como gerente en una pizzería y un buen día allí se reencontró con una amigo de la infancia. Tras retomar el contacto, llegó la extorsión. Le exigió pagos de 4.500 pesos o lo matarían a él y a su familia. Una práctica habitual de las maras, pandillas violentas que operan especialmente en Centroamérica, y que chantajean a aquellos que consideran que “tienen dinero”, cuenta Julitza, su pareja, de 28. No era el caso. Ambos vivían junto a sus dos hijas en una barriada de San Pedro Sula, segunda ciudad de Honduras, que durante años fue la más violenta del mundo.
Ahora la tasa de homicidios ha bajado, aunque no la inseguridad. Tras recibir audios y mensajes amenazantes, ambos acudieron a la policía, pero les trasladaron que no podían actuar “si no ocurría nada”, lamenta ella. Habían dado el nombre del extorsionador, y Christian pidió el traslado a otro establecimiento de la misma franquicia, pero la persecución no cesó. “Dio igual, lo iban a buscar a la salida. Fue un milagro que no lo matasen”, explica Julitza a Crónica Global. Tras dos meses de “temor y angustia”, les concedieron un préstamo y la pareja, junto a sus pequeñas, compró los pasajes para Barcelona. Solo avisaron a sus respectivas madres. La intención era encontrar un empleo al llegar y poder salir adelante, pero no sabían de la existencia del entramado legal que lo impide.
‘Rider’ encubierto para sobrevivir
Primero acabaron en una habitación de Sant Boi de Llobregat por la que les cobraron 600 euros al mes. Él consiguió empleo como rider a través de un contacto. Este le subarrendó su cuenta con una compañía de reparto, y le exigía a cambio el 45% de lo que ganaba. Tampoco supieron, en un inicio, que se estaban aprovechando de ellos. Querían pedir asilo como refugiados pero estalló la pandemia y todo se paralizó. La cita para hacerlo pasó de marzo de 2020 a febrero de este año. Meses antes, en septiembre, Julitza trató de inscribir a sus hijas en una escuela, pero le trasladaron que no podía hacerlo sin estar empadronada. “Al principio llorábamos cada día los cuatro juntos”, recuerda la progenitora.
El matrimonio pidió ayuda a Cruz Roja, que les remitió al Servicio de Atención a Inmigrantes, Emigrantes y Refugiados (SAIER). Càritas, además de proveerles de alimentos, y ayudarles a pagar el alquiler, también les ha proporcionado ayuda psicológica. Y es que las dos niñas, de siete y diez años, no entienden por qué han abandonado su país, y a toda su familia. “Sobre todo a sus abuelas, se veían todos los días”, cuenta su madre. Hacerlo a través de una pantalla no consuela a las pequeñas, que desconocen que han abandonado Honduras por la extorsión que sufrió su padre.
Petición de asilo
Ahora viven en una casa de Barcelona, que comparten con otras cinco familias, gracias a la fundación Apip-Acam. Desde febrero tienen la denominada hoja blanca; el resguardo de la petición de protección internacional, por el que la policía asigna un NIE —Número de Identificación de Extranjero—, y ya están empadronados, pero todavía deben esperar hasta agosto —el plazo es de seis meses— para poder tener reconocido su derecho a trabajar.
Reconocido, porque Chirstian ha trabajado en varias ocasiones desde que llegó a España. Entre ellas, cuando esperaba cada día, junto a otras personas migrantes en situación irregular, en una zona de Badalona a donde se trasladaba cada mañana, a que alguna furgoneta lo recogiese y le pagasen por tareas varias en la construcción. Desescombro entre otras, explica su mujer. “A veces pasaba allí el día y no lo cogían; otros trabajaba solo dos horas por 12 o 15 euros”.
Sin derecho a trabajar
Ella, que ejercía en San Pedro Sula como teleoperadora de una empresa de internet, realiza ahora un curso de formación de Cáritas para poder incorporarse al mercado laboral en cuanto la burocracia española se lo permita. Cuando explica su historia, sus dos pequeñas, de siete y 10 años, corretean por la casa del barrio de Gràcia.
La mayor sufre atresia esofágica. Una anomalía congénita por la que el esófago no está completamente formado, y por la que acude con regularidad al Hospital Sant Joan de Déu. Cuando llegaron, cuenta Julitza, la niña a penas hablaba, y la adaptación no fue fácil. “Algunos compañeros no querían jugar con ellas porque son de otro país, pero ahora las cosas van mejor. A veces se ponen tristes, pero se adaptan más rápido que los adultos”, detalla.
Refugio por extorsión
Además del bienestar sus pequeñas, su principal preocupación es la petición de asilo. “La abogada de la fundación nos dice que nos lo denegarán porque España no da asilo por extorsión, aunque quizá sí por razones humanitarias por la salud de nuestra niña, que podría desarrollar un cáncer de esófago más adelante", cuenta Julitza. Y es que según apunta CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado), las autoridades españolas, en términos generales, consideran que la extorsión de las maras entra dentro de lo que se denomina “delincuencia común”, y alegan que la finalidad del asilo no es otorgar protección ante fenómenos de inseguridad ciudadana”.
A pesar de ello, la Audiencia Nacional (AN) marcó un punto de inflexión con una sentencia de septiembre de 2017 en la que reconoció que la violencia en El Salvador —donde también actúan las maras- era de tal intensidad que podía calificarse de “conflicto interno”, y que el solicitante de asilo se encontraba en necesidad de protección internacional. Sin embargo, en otro fallo de noviembre del año pasado, el mismo tribunal desestimó el recurso de otro peticionario, que recurrió a la justicia tras la negativa del Ministerio del Interior.
Protección
Según los magistrados, estas peticiones "no pueden basarse en la inseguridad que existe en el país de origen que hace el solicitante al temer por su vida, pues los episodios de extorsión económica no obedecen a una persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, u opiniones políticas en su país de origen”. En dicho caso, fue un ciudadano de Colombia que regentaba un restaurante el que solicitó asilo tras ser chantajeado y amenazado por paramilitares.
"De verdad que no lo entiendo", dice la hondureña de 28 años, "nosotros no vinimos para aquí porque quisimos, sino porque nuestras vidas corrían peligro". Julitza tiene “esperanza”, quiere creer que en su caso sí les concederán el asilo. Si no es así, tendrán dos semanas para abandonar España una vez se les notifique la resolución.