La llegada a casa con un bebé recién nacido es algo parecido a adentrarse por uno de esos pasillos iluminados con un temporizador, sin saber que la luz se apagará. Por unos instantes, --segundos, minutos, horas--, todo es bonito, alegre, brillante, pero cuando menos te lo esperas, ¡zas! entras en la oscuridad más profunda.
“¿Dónde me he metido?”, me preguntaba yo a las pocas horas de haber entrado por la puerta de casa de mis padres ---mi nuevo hogar desde que decidí ser madre soltera-- con mi bebé en brazos. Al llegar de la clínica todo había ido como la seda: lo había cambiado, dado el pecho y se había quedado dormido justo a tiempo para poder sentarme a la mesa y comerme la ensalada. Sin embargo, cuando llegó el plato fuerte --un arroz a la milanesa cocinado en mi honor-- Ricard se puso a llorar. Lo cogí en brazos y le di el pecho mientras trataba de comerme el arroz con una mano, sin imaginar que esa iba a ser mi forma de comer durante las próximas semanas. Mi pecho era lo único que lograba calmarle, aunque por poco tiempo.
“¿Por qué llora, mamá?”, me harté de preguntarle a mi madre esa tarde. “Porque se queda con hambre”. La única instrucción que una recibe del pediatra al salir de la clínica es que el bebé ha de mamar “a demanda”, aunque a demanda signifique cada cuarto de hora. Pecho. Más pecho. “¡Mira, se ha dormido, mamá!” “Déjalo en la cuna”. “¿Tú crees?”.
Magullados pezones
Por supuesto, todos los intentos de meterlo en la cuna fueron en vano. Mi bebé odiaba la cuna, era como si tuviera espinas. “Piensa que lleva todo este tiempo flotando en tu barriga, sintiendo tu calorcito. Una cuna le parece tan fría como una autopista”, me dijo no sé quién muy acertadamente. ¿Y cuándo llegue la hora de dormir, qué?, pensé.
A las diez de la noche, muerta de cansancio y con punzadas de dolor de los puntos de la cesárea, me estiré en la cama con el pijama desabrochado y me coloqué al bebé encima de mi pecho, bocabajo, como habíamos estado en la clínica. Estaba claro que esa iba a ser la única forma de que los dos durmiéramos un poco.
Fue una noche dura y ni siquiera sé aún si llegué a pegar ojo. Cada vez que Ricard se despertaba, lo ayudaba a aferrarse a mis magullados pezones para que no se pusiera nervioso. Pero no era una operación fácil, teniendo en cuenta que cada vez tenía que ponerme las gafas, colocarme una pezonera y tratar de incorporarme sin que me dolieran los puntos, así que acababa estallando en un lloro ansioso.
Otra noche igual no aguanto, me dije a la mañana siguiente agarrando el móvil para escribir un Whatsapp al pediatra. “Creo que con lo que sale de mis pechos no se sacia. ¿Puedo darle un biberón?”, le pregunté. El pediatra me respondió que sí, pero que tuviera paciencia. Mi madre también insistió en que esperara un par de días, para ver si me subía más leche.
Una gran valentía
Per yo --mala madre de mí-- desistí a la segunda noche. No me veía capaz de estar día y noche con el bebé enganchado al pecho, que además me dolía a horrores. “La lactancia es para supermujeres”, escribía a mis amigas, contemplando mis pezones ensangrentados. Mandé a mi madre a comprar leche de fórmula y ese mismo día empecé a darle un biberón complementario después de cada toma. El efecto fue inmediato. Ricard empezó a dormir un poco más seguido, aunque seguía sin saber nada de su cuna. Para mi sorpresa, me acabó gustando dormir con él. Me gustaba sentir el calorcillo de su cuerpo menudo sobre mi pecho, su cómico picoteo en busca de los pezones, sus puños apretados desplegándose poco a poco a medida que iba saciando su hambre... Y verlo dormir. No creo que exista una sensación igual a la de ver a tu recién nacido durmiéndose en tu regazo. "¿De verdad que este ser tan diminuto y perfecto ha salido de dentro de mí?”, me preguntaba con los ojos llenos de lágrimas (las hormonas, supongo) mientras lo mecía entre mis brazos, fueran las diez o las cuatro de la mañana.
A los siete días de haber nacido, bajé una mañana al ayuntamiento para registrar a Ricard en el registro civil y tramitar el Libro de Familia. Me resultó extraño dejar vacías todas las casillas correspondientes a los datos del padre. “Eres muy valiente”, me dijo la jueza de paz. No es la primera persona que me lo dice. Pero yo no me siento valiente. Sin el apoyo de mis padres --psicológico y económico-- nunca hubiese tomado la decisión de ser madre soltera. Me siento afortunada de haberlo conseguido. Tenía muy claro que no quería perderme la aventura de ser madre y presiento que no me he equivocado. “Lo vamos a pasar bien, ya lo verás”, murmuré en voz baja mientras escribía el nombre de mi bebé en el formulario del registro civil.
Al regresar a casa, mi madre --l’àvia-- había sacado a Ricard a pasear en el cuco. Lucía un espléndido sol de noviembre y las hojas secas de las moreras cubrían el suelo del jardín. Ricard dormía boca arriba, con los brazos extendidos y las manos abiertas, y me pregunté si habría reconocido mi voz. Por el momento, lo único que parecía reconocer era mi olor.