Empecé a ir al Camp Nou en los setenta. Tiempos con pocas limitaciones en los estadios. Trabajando en Mundo Diario, el jefe de Deportes me mandó a hablar con los jugadores del Barça después de un partido. Yo de fútbol sabía poco --hasta llevaba chuletas que me hacía mi padre--, pero preguntar, preguntaba. Cumpliendo órdenes, me dirigí con los colegas hacia los vestuarios, que era donde se hacían entonces las conferencias de prensa. Y entré. Johan Cruyff, con una toalla enrollada en la cadera, me vio y gritó: "Fuera, fuera, chicas prohibido". El holandés y yo tuvimos una entrada regular que provocó el cierre de los vestuarios y el enfado de algunos amigos. Aquel era un gran equipo, pero años después llegó Maradona y revolucionó el club.
Aunque ya me dedicaba a otras cosas que se me daban mejor --esencialmente al periodismo económico-- me enamoré del juego del Pibe; comprendía sus exageraciones y apreciaba esa forma de correr con la pelota pegada a los pies y le perdonaba sus días de “estoy cansado y no pienso salir a jugar con esos boludos”. El argentino nos regaló goles eternos, dos copas, una pelea mítica en el Santiago Bernabéu, un Mundial de infarto... A él y solo a él le debemos el placer de ver perder a los ingleses.
Fiesta y exceso
Los barceloneses también asistimos, en persona o a través de la prensa, a muchas fiestas excesivas en su enorme casa de Pedralbes, llena de familiares y recogidos. Dice El Clarín, en un sentido artículo tras su muerte, que el Pelusa comenzó a esnifar cocaína en Barcelona. Yo recuerdo encontrarle a él y a su representante Jorge Cyterszpiler, ambos con aquellas melenas rizadas y el vaso siempre en la mano, en barras ya desaparecidas.
Siempre invitaban a todo el que quisiera apuntarse a la fiesta, al exceso. Al alcohol y a las drogas. A pesar de eso, y de todo lo que vino después, le queríamos. Era un genio, un fenómeno sin término medio ni en el campo ni fuera. Otros le han odiado porque, como deportista, desperdició su carrera.
Amor incondicional
Maradona era la imagen de Argentina: una nación rica, con muchos recursos naturales, que cada equis años cae en la bancarrota, deja de pagar la deuda, declara “corralitos”, sobrevive sin casi nada y vuelve a empezar. Un lugar donde la gente del pueblo, como Diego, vota a los candidatos peronistas, porque son los suyos pase lo que pase.
Maradona se ha muerto muchas veces, se ha drogado muchas más, ha protagonizado cientos de escándalos familiares, pero ha seguido siendo amado por sus compatriotas. Un amor tan incomprensible como el profesado a Evita Perón, adorada por sus “descamisados” y con orígenes tan pobres como los de Dieguito.
El espejo de Argentina
Durante los últimos años, Maradona se ha hartado de responder a la pregunta de quién era mejor futbolista, él o Messi, ambos argentinos, ambos ligados al Barça; pero la idolatría no es una mera cuestión de méritos futbolísticos sino de identidad con el país. Frente al exceso de Maradona, la timidez y discreción de Messi, con una novia de toda la vida. Tras 20 años en Barcelona, parece impregnado del seny catalán.
Aunque el Pibe aseguraba que Messi “es argentino hasta cuándo va al baño”, el espejo de aquella nación es Maradona. En el país del psicoanálisis, nada tan argentino como entender lo incomprensible. “Se trata de entender incluso a quien no tiene nada que ver con vos y, después, le podés odiar o amar”. Esa es una frase que me regaló un gran maestro del coro del Liceo, nacido en aquella república latinoamericana.
A otro símbolo del país, al cantante Carlos Gardel, una vez le preguntaron de dónde era: “Nací en Buenos Aires a los dos años y medio de edad”. Aunque había nacido en Francia, nadie le discute su argentinidad absoluta. Y al genial futbolista fallecido, con todos sus vicios y virtudes, tampoco se le discute. Maradona era, es y será siempre, Argentina.